—¿Qué están haciendo? —pregunto—. ¡Vigilen la retaguardia! ¡No les dejen salir!
—¡No! —grité—. No puede hacer eso. ¡No puede matarlos!
—Es lo que ellos harían con nosotros —replicó la señora Bethany con voz áspera. Sus labios esbozaron una sonrisa forzada.
—No, déjeles irse —dijo mi madre, respirando hondo.
Mi padre la miró un segundo, pero no puso objeciones; se limitó a no soltarme la mano.
—Ya me han oído. —La señora Bethany se acercó a nosotros y clavó sus ojos oscuros en mí como lo haría un halcón antes de lanzarse en picado sobre su presa—. ¿Acaso cuestionan mi autoridad? ¡Soy la directora de Medianoche!
Fue Balthazar quien contestó, cargando el arco con toda naturalidad, de modo que acabó apuntando directamente a la señora Bethany. No la estaba amenazando de manera explícita, pero estaba claro que no iba a echarse atrás. Al tiempo que la señora Bethany se erguía de un respingo, conmocionada, Balthazar dijo, alargando las palabras:
—Ahora no hay clases.
La señora Bethany frunció el ceño, pero no dijo nada; ni siquiera hizo intención de moverse cuando oímos la furgoneta en la parte de atrás, señal inequívoca de que los miembros de la Cruz Negra escapaban. Cerré los ojos con fuerza y deseé oír las sirenas de los bomberos para que ahogaran las pisadas de Lucas alejándose de mí para siempre.
—Sus padres dicen que la secuestraron.
La señora Bethany estaba sentada detrás del escritorio de su despacho, el de la cochera de Medianoche. Yo había tomado asiento delante de ella, en una incómoda silla de madera. Llevaba la ropa arrugada y manchada de hollín. Estaba helada hasta los huesos, extenuada, y tenía hambre, tanto de algo sólido como de sangre. Los últimos rayos de luz anaranjados se colaban a través de los cristales. No habían pasado ni veinticuatro horas desde que mi mundo se había desmoronado y la verdad acerca de Lucas había salido a la luz. Sin embargo, tenía la sensación de que hubieran pasado siglos.
—Exacto —contesté, sin convicción—. Lucas me obligó a irme con él.
Sentada en su silla, la señora Bethany hacía correr el relicario de oro de un lado a otro de la cadena una y otra vez, adelante y atrás, por lo que tenía el débil ruidito metálico metido en los oídos. A diferencia de mí, ella tenía un aspecto impecable, incluso el encaje de volantes del cuello seguía almidonado, aunque olía a humo y no a lavanda.
—Es curioso que no supiera defenderse. Después de todo, es usted un vampiro.
«¿Lo soy?». Ya ni siquiera estaba segura de eso.
—Es un miembro de la Cruz Negra —contesté—. Y tiene alguno de nuestros poderes. Pudo con mi padre y con Balthazar a la vez. ¿Qué iba a hacer?
—Veo que ya ha aprendido a contestar preguntas comprometidas con otra pregunta. —La señora Bethany soltó un hondo suspiro y, por primera vez, vi un atisbo de humor sombrío en su mirada—. Ya veo que ha dejado de ser la pusilánime de siempre. Al menos este año ha aprendido algo.
Recordé lo que Lucas me había dicho la noche anterior: la señora Bethany había cambiado unas normas de cientos de años de antigüedad para admitir alumnos humanos en Medianoche. Él no había conseguido descubrir por qué y yo no sabía por dónde empezar. Mientras la miraba, solo podía pensar en que era más vieja, más fuerte y más taimada de lo que nunca había imaginado. Sin embargo, ya no le tenía miedo porque sabía que incluso la señora Bethany era vulnerable.
Si había permitido la entrada de alumnos humanos en Medianoche era porque necesitaba algo, desesperadamente, y eso significaba que tenía una debilidad, lo que la igualaba a los demás. Consciente de ello, ahora podía mirarla a la cara.
Me levanté de la silla sin pedir permiso para irme.
—Buenas noches, señora Bethany.
Sus ojos oscuros lanzaron un brillo peligroso, pero se limitó a despedirme con un gesto de la mano.
—Buenas noches.
Esa noche, mis padres me mimaron como no lo habían hecho desde que era niña: me buscaron unos calcetines que abrigaran, unas almohadas bien mullidas y me calentaron un vaso de sangre en el microondas a temperatura corporal. No tuve que preguntarles si de verdad creían que Lucas me había secuestrado, habría sido un insulto para su inteligencia. Sabía que no lo entendían; cualquier simpatía que Lucas pudiera despertarles quedaba aniquilada por el odio que sentían hacia la Cruz Negra. Sin embargo, aunque no compartieran mis decisiones, me perdonaron y eso fue más que suficiente para recordarme lo mucho que me querían. Incluso se apoltronaron en la cama, uno a cada lado, mientras Rosemary Clone daba vueltas en el tocadiscos de la otra habitación, y me contaron viejas historias sobre qué aspecto tenían los campos de trigo de Inglaterra, historias amables ajenas a peligros, historias inmutables, bellas. Y siguieron hablando largo rato hasta que el dolor se rindió al cansancio y al final, por fin, conseguí dormirme.
Esa noche volví a soñar con la tormenta, con el arbusto trepador que encerraba a Medianoche en un cerco de zarzas y con las misteriosas flores negras que florecían bajo mis manos. Incluso en el sueño era consciente de que ya lo había visto antes. Había sido avisada de que las flores no eran para mí incluso antes de conocer a Lucas, y aun así, a pesar de las espinas y de la tormenta, intenté cogerlas.
—Ya vuelves a soñar despierta.
Las palabras de Raquel me devolvieron a la realidad. Estábamos en el lindar del bosque, donde empezaban los terrenos de la escuela, bajo los brotes de las hojas nuevas y lozanas, tan suaves que se rizaban en los bordes. No sé cuánto tiempo llevaba inmóvil, con la mano apoyada en una rama. Raquel era una buena amiga, sabía cuándo necesitaba espacio y me lo prestaba, y cuándo era el momento de devolverme a la tierra.
—Lo siento. —Echamos a andar con paso relajado sin tomar ninguna dirección en particular—. No sé en qué estaba pensando.
—Estabas pensando en Lucas. —Raquel no se dejaba embaucar así como así—. Ya han pasado casi seis semanas, Bianca. Tienes que olvidarlo y lo sabes.
Raquel solo sabía lo que los alumnos como ella sabían: que Lucas había incumplido un montón de normas y que se había fugado después de agredir a mi padre en su huida. Tal vez aquello encajara a la perfección en su amargada visión del mundo donde los secretos solo encubrían violencia. Me había advertido acerca de Lucas muchas veces. ¿Por qué no iba a creer que se hubiera fugado? Sin embargo, jamás le oí nada que ni siquiera se le pareciera a un «te lo dije». Raquel era demasiado buena para eso.
Vic no se lo tomó tan bien. Lucas era su mejor amigo en Medianoche y ahora había un vacío en la vida de Vic que no estaba en mis manos poder llenar. Le había intentado convencer como había podido de que Lucas era una buena persona y que tenía sus motivos para irse, sin desvelarle ningún secreto que hubiera podido ponerlo en peligro. Pensaba que Vic me había creído, pero ya no sonreía tanto como antes, y no me habrían venido nada mal algunas de sus sonrisas.
Los demás vampiros, tanto alumnos como profesores, sabían más o menos la verdad. Sabían que Lucas era miembro de la Cruz Negra y que ahora compartía parte de la fuerza y el poder de un vampiro gracias a mí. Antes, Courtney y sus amigos se limitaban a despreciarme; ahora me odiaban, simple y llanamente.
No obstante, y para mi sorpresa, el grupo de Courtney era una minoría. Mis padres me habían perdonado, por descontado, y Balthazar culpaba a Lucas de todo, por lo que me trataba con mayor delicadeza para compensar la supuesta crueldad de Lucas. No obstante, también recibí el consuelo y el apoyo de otros: del profesor Iwerebon, quien había impartido varias clases fuera del programa sobre la traicionera Cruz Negra mientras gesticulaba con sus manos vendadas; o de Patrice, quien insistió en que no podía considerarse responsable a ninguna chica por enamorarse por primera vez. Supuse que, para ellos, enfrentarme a la Cruz Negra significaba estar aún más de su lado. Un vampiro más puro que antes.
Yo era la única que sabía toda la verdad sobre Lucas: quién era en realidad y qué sentíamos el uno por el otro. Esa certeza era lo único que me quedaba de él y tendría que acarrear con ella yo sola.
—Deberíamos volver adentro. —Raquel me dio un ligero codazo, que era la máxima muestra de afecto que pudiera pedírsele. La pulsera de cuero marrón bailaba de nuevo en su muñeca. Le había dicho que había aparecido en objetos perdidos—. Pronto llegará el correo.
—¿Esperas un paquete? —Los padres de Raquel la habían defraudado en muchas ocasiones, pero al menos sabían cocinar—. Si va a haber más galletas de avena…
Raquel se encogió de hombros.
—Será mejor que estés cuando abra la caja o me las zamparé en un abrir y cerrar de ojos.
—Aprende a controlarte un poco, anda.
Sentí que una sonrisa intentaba dibujarse en mi cara cuando empezamos a atravesar los jardines. Por primera vez era capaz de pasar junto al cenador sin esperar ver a Lucas en cualquier momento.
—Conocerse a sí mismo es mejor que controlarse, en eso no hay discusión —afirmó Raquel —, y me conozco lo suficiente para saber cómo me comporto cuando se trata de galletas.
Entramos en el gran vestíbulo cuando los primeros paquetes con envoltorio de papel marrón y sobres de FedEx empezaban a viajar entre los presentes. Tal como había dado a entender, Raquel recibió una caja enorme y ambas nos dirigimos a la escalera que subía hasta su habitación para dar cuenta de las galletas. Sin embargo, no había acabado de poner el pie en el primer peldaño cuando alguien me tiró del brazo.
—¿Bianca? —Vic se retiró el flequillo rubio hacia atrás para apartárselo de la cara y sonrió indeciso—. Eh, ¿podemos hablar un segundo?
—Claro, ¿qué pasa?
Parecía nervioso e incómodo.
—Esto… ¿A solas?
Recé para que a Vic no se le hubiera pasado por la cabeza la peregrina idea de pedirme salir de rebote.
—Vale, de acuerdo. —Me encogí de hombros y me dirigí a Raquel—. Será mejor que queden galletas cuando vuelva.
—No prometo nada.
Subió corriendo la escalera sin mí y decidí tardar lo menos posible.
Vic me llevó al otro extremo del salón, cerca de la única ventana de cristal transparente, la que había roto Lucas y, mucho tiempo atrás, otro miembro de la Cruz Negra. En vez de sus habituales andares desgarbados, Vic estaba tenso y un poco raro. Bueno, más raro de lo habitual.
—Oye, ¿estás bien? —le pregunté.
—¿Yo? Sí, claro. —Miró a su alrededor, se convenció de que por fin estábamos solos y luego sonrió—. Y tú vas a estar muchísimo mejor gracias a algo que he encontrado en mi paquete.
—¿A qué te refieres…?
Fui quedándome sin voz cuando Vic me deslizó algo en el bolsillo de la chaqueta.
«Día de entrega de correo. Lucas debió de suponer que comprobarían las cartas que yo recibiera, pero no las de Vic. Si Lucas quisiera llegar hasta mí, es así cómo lo haría».
Puse una mano sobre el bolsillo, que ahora abultaba con un sobre grueso y acolchado. Vic asintió rápidamente.
—Vale, pues sí, entonces así está bien. Me alegro de que nos hayamos entendido. ¡Nos vemos!
Respiré hondo mientras lo veía alejarse a grandes zancadas. Creí que se me iba a salir el corazón del pecho, pero subí la escalera con toda tranquilidad hasta llegar a los alojamientos de mis padres. No había nadie, seguramente estarían abajo, corrigiendo trabajos y preparando los finales. Entré en mi habitación, cerré la puerta y, tras un momento de vacilación, bajé la persiana para que ni siquiera la gárgola pudiera verme. Luego, abrí el sobre con dedos temblorosos.
Dentro había una cajita blanca. Al abrirla, algo oscuro cayó en mi mano extendida: mi broche. Las flores negras lanzaron un destello en mi palma, tan perfectas y hermosas como siempre.
«Lo prometió. Lucas prometió que lo recuperaría para mí, y lo ha hecho. Ha cumplido su palabra».
Por un momento no pude pensar en nada más que en el broche. Deseé prendérmelo en la camisa de inmediato, donde siempre lo llevaba, pero donde ya no podría hacerlo nunca más. Demasiada gente sabía que había sido un regalo de Lucas, y si alguien descubría que él y yo seguíamos en contacto, la señora Bethany y sus acólitos lo utilizarían para ir tras él. No, tenía que esconderlo por el bien de Lucas, tenía que guardarlo a buen recaudo.
Puede que nunca más volviera a tener nada de él, pero al menos contaba con aquello para recordarme algo que nadie más comprendería: que Lucas y yo nos queríamos de verdad y que siempre lo haríamos.
Envolví el broche con sumo cuidado en una de mis bufandas y la metí en el fondo de un cajón del tocador. Estaba a punto de arrojar el sobre para ocultar las pruebas, cuando descubrí que dentro había algo más: una postal. Era una de esas postales caras que venden en los museos, de papel blanco, grueso y satinado, con una ilustración en el frente:
El beso
de Klimt. Levanté la vista para ver el póster idéntico colgado junto a mi cama, la misma lámina que él había contemplando mientras estuvo allí, compartiendo risas, conversaciones y besos durante esos breves meses que pasamos juntos. Con reverencia, giré la postal y leí lo que había escrito:
Bianca, he de ser breve. Tienes que destruir esta postal en cuanto acabes de leerla porque sería peligroso para ti que la señora Bethany la descubriera. Sé que si me extendiera demasiado, te aferrarías a ella para siempre, por peligroso que fuera.
No pude por menos que sonreír. Lucas me conocía a fondo.
Estoy bien, igual que mi madre y mis amigos, y todo gracias a ti. Fuiste más fuerte de lo que yo podría haberlo sido ese día. Yo no habría tenido el valor de despedirme de ti.
Y tampoco pienso hacerlo ahora.
Volveremos a estar juntos, Bianca. No sé dónde, ni cuándo, ni cómo, pero lo sé. No podría ser de otro modo.
Necesito que lo creas. Porque creo en ti.
—Lo creo, Lucas —murmuré.
Habíamos vuelto a encontrarnos, y lo único que tenía que hacer era aguantar hasta que llegara ese momento. Algún día, Lucas y yo encontraríamos el modo de volver a estar juntos.