Authors: Muriel Spark
Entre los setenta y dos a los ochenta años, Charmian no le había censurado sus modos despóticos. Aceptó sin comentarios aquella autoritaria manera de hacer, hasta que la propia debilidad se agarró hasta el punto de constreñirla a depender de él siempre más cada vez. Fue entonces cuando, cumplidos los ochenta años, ella empezó a repetir a menudo aquella frase que en el pasado hubiera juzgado poco sabía: «Estás tomándote represalias».
En esta circunstancia, como siempre, él refutó.
—¿Desquite «de qué»?
En verdad, Godfrey no se daba cuenta. Sólo comprendía que la mujer empezaba a creerse objeto de persecuciones. Veneno, venganza, ¿y qué otra cosa más dentro de poco?
—Te estás metiendo en la cabeza que todos los que te rodean conspiran contra ti —añadió.
—¿De quién es la culpa si me estoy volviendo así? —insistió Charmian con aspereza ofensiva.
Esta pregunta le exasperó, en parte porque observó en ella más profunda verdad que en todas las demás acusaciones de la mujer, y en parte porque no sabía qué responder. Se sentía como un hombre aplastado por un pesado fardo.
Más tarde, por la mañana, cuando llegó el doctor, Godfrey le detuvo en el vestíbulo.
—Doctor, hoy está intratable.
—¡Ah, bien, bien! —contestó el médico—. Eso es un síntoma de vitalidad.
—Si sigue así, será necesario pensar en una clínica.
—Sería una buena idea, siempre que se consiga hacerla agradable para la señora —prosiguió el doctor—. Por lo que a la asistencia regular se refiere, ciertamente, la clínica presenta muchas ventajas. He visto casos mucho más graves que el de su esposa, que mejoraban milagrosamente con el traslado a un ambiente verdaderamente cómodo y confortable. Y usted, ¿cómo se encuentra?
—¿Yo? Verá, ¿qué puede esperarse con todas estas preocupaciones domésticas que me caen sobre los hombros? —Godfrey señaló la entrada de la tribuna en donde Charmian estaba esperando—. Será mejor que entre —dijo al doctor.
Se sentía defraudado por la falta de comprensión y apoyo que había esperado, y le desagradaba vagamente que el doctor hubiese hablado de una posible mejora de su mujer, caso de que la hubiese internado en una clínica.
La mano del médico estaba ya sobre del tirador de la puerta.
—Yo no me preocuparía demasiado de las cuestiones caseras —dijo—. Salga lo más a menudo que pueda. Como ya le he dicho, su mujer podría recobrarse muy bien si la trasladáramos a otra parte. Quizás el cambio de ambiente actúe como un estímulo… Naturalmente, su resistencia, a su edad… Pero no digo que no pueda reanudar sus salidas. En buena parte, lo suyo es una simple neurastenia. Tiene extraordinaria capacidad para recobrarse, casi como si en ella hubiera una secreta corriente…
«Ésta es la coba obligada —pensó Godfrey—. Charmian tendrá su corriente secreta, pero soy yo quien paga las facturas.»
De repente tuvo esa salida:
—Bien, alguna vez pienso que merecería que se la mandase fuera de casa. Fíjese en esta mañana, por ejemplo…
—«¡Se merecería!» —protestó el doctor—. Observe que nosotros no recomendamos las clínicas como un castigo, ¿comprende?
«¡Maldito!» —exclamó Godfrey, todavía al alcance del oído del médico, el cual no había entrado aún en la habitación en donde Charmian lo esperaba.
El doctor no había cruzado el umbral, cuando entró Mabel Pettigrew por la puerta de la tribuna.
—Buen tiempo, pese a la estación —dijo.
—Cierto —convino el doctor—. Buenos días, señora Colston. ¿Cómo se encuentra hoy?
—Esta mañana no hemos querido tomar las pildoras —dijo Mabel Pettigrew.
—Bien, paciencia.
—Las he tomado —insistió Charmian—. Las he tomado con mi primer té, y han intentado obligarme a tomar otras en la comida. Yo sé que las he tomado con el primer té. Imagínese si hubiese tomado una segunda dosis…
—No tendría demasiada importancia —le interrumpió el médico.
—Pero —intervino Mabel Pettigrew—, siempre es peligroso sobrepasar la dosis prescrita.
—A partir de ahora intente observar un rígido control, mantener un ritmo regular con las medicinas —recomendó el doctor a Mabel Pettigrew—. Haciéndolo así, ni una ni otra cometerán errores.
—Por mi parte no ha habido tal error —rebatió la señora Pettigréw—. Mi memoria es perfecta.
—Si es así —objetó Charmian—, deberemos preguntarnos cuáles eran sus «intenciones» al pretender hacerme tomar una segunda dosis. Taylor sabe que yo he tomado mis pildoras como siempre. No las he olvidado en la bandeja.
—Señora Pettigrew, si quisiera dejarnos solos un momento… —dijo el doctor, mientras tomaba el pulso de Charmian.
Mabel Pettigrew salió con un profundo suspiro de cansancio perfectamente perceptible, y fue hacia la cocina en donde regañó a Anthony «por haber tomado partido por aquella loca».
—No está loca —replicó la doméstica—. Conmigo siempre ha sido buena.
—No, no está loca, tiene usted razón. Es astuta y maligna. Y además no está débil. Finge que lo está, permita que se lo diga. He estado observándola cuando ella no podía darse cuenta. Si se le antoja, está en condiciones de dar vueltas y más vueltas por toda la casa.
—No «si se le antoja» —rezongó Anthony—, sino cuando tiene fuerzas para hacerlo. Después de todo, yo estoy aquí desde hace nueve años, ¿no? La señora Colston es una persona que tiene necesidad de mucha comprensión. Tiene sus días buenos y sus días malos. Nadie la comprende tanto como yo.
—Es ridículo que una mujer de mi posición deba escuchar cómo la acusan de intento de envenenamiento —continuó la señora Pettigrew—. Por Dios, si precisamente yo quisiera hacer una cosa de tal naturaleza, seguiría, desde luego, un sistema bien diferente, se lo aseguro: no le daría una dosis excesiva de medicina en presencia de todos.
—Lo creo —dijo Anthony—, pero ahora apártese de aquí —añadió.
En efecto, sin ninguna necesidad, Mabel Pettigrew había empezado a barrer el suelo.
—¡Cuidado cómo me hable, señora Anthony!
—Oiga —continuó la doméstica— ahora que siempre está en casa, mi marido no para de refunfuñar por causa de este servicio que desempeño en casa de los Colston. No le gusta que esté fuera tantas horas. Yo trabajo únicamente para conservar un poco de independencia y luego porque lo he hecho siempre desde que me casé. Pero ahora que tengo setenta años y mi viejo sesenta y ocho, podemos pasarnos muy bien con la pensión. Intente fastidiarme, y le diré, como dos y dos son cuatro, que me marcho. Durante esos nueve años he cuidado de «ella» yo sola y hemos salido adelante y muy bien… antes de que viniera usted a interferirse y a armar cizaña.
—Hablaré al señor Colston —dijo Mabel Pettigrew—, y le informaré de todo lo que me ha dicho.
—¡Él! —exclamó Anthony—. ¡Háblele, si quiere! ¡Me importa un pepino «él»! Es «ella» la que me importa, no «él».
Y la señora Anthony puso término a sus palabras, con una mirada insolente.
—¿Qué es, exactamente, lo qué quiere decir con eso? —preguntó Mabel Pettigrew—. ¿Qué quiere usted decir?
—Arréglese por sí sola para comprenderlo. He de preparar la comida.
La señora Pettigrew fue a buscar a Godfrey, el cual no estaba en casa. Salió por la entrada principal, dio vuelta a la casa hasta las puertas-ventana de la tribuna y entró. Vio que el médico ya se había marchado y que
Charmian estaba leyendo un libro. Rebosaba de furiosa rabia. Pensaba que si hubiese tenido un ataque de nervios, ciertamente ningún doctor correría para decirle amables frases y ponerle una inyección para calmarla, y consentir que luego permaneciese sentada leyendo tranquilamente un libro, después de haber llevado de coronilla a toda la familia.
La señora Pettigrew subió a echar una ojeada a los dormitorios para ver si estaban en orden, pero, en realidad, para curiosear y dejar que se apagase su rabia. Estaba molesta por haber perdido los estribos con la señora Anthony. Debería haber cuidado de mantener las distancias. Pero siempre había sido así, incluso en el tiempo en que vivió con Lisa Brooke: cuando había de tratar con los domésticos, sus inferiores, les daba demasiada confianza. Signo de gentileza de ánimo, pero también de debilidad. Pensó que había sido un error de principio tratar con Anthony, así ya desde su llegada. Debía haber establecido las justas distancias con aquella mujer y reservarse para hacerle confidencias. ¡Y ahora había descendido hasta el punto de discutir con ella! Estos pensamientos le dieron la deprimente sensación de haber hecho una cosa tonta y contraria a los propios intereses. A determinadas personas esta sensación les despierta un sentimiento de culpabilidad. Presa de este estado de ánimo, se arrepintió y, mientras seguía de pie junto a la cama de Charmian, cuidadosamente arreglada, decidió consolidar su posición en aquella casa y, a partir de ahora, tratar a la señora Anthony con mayor indiferencia.
Un hediondo tufo de comida quemada subió por el hueco de la escalera y penetró en el dormitorio de Charmian. Mabel Pettigrew se asomó por la barandilla y olisqueó. Luego prestó oídos. De la cocina no llegaba ningún rumor. Ningún rumor de pucheros movidos apresuradamente sobre los hornillos de gas. Bajó hasta mitad de las escaleras y volvió a escuchar. De la pequeña tribuna en donde Charmian estaba sentada le llegó un sonido de voces. La señora Anthony estaba relatando a la ama las ofensas recibidas. Mientras, algo estaba quemándose en el horno. Las patatas se convertían en carbón y el hervidor del té se vertía sobre el hornillo. Mabel Pettigrew volvió a subir las escaleras y se dirigió al piso superior en donde estaba su habitación. De un cajoncito sacó una caja llena de llaves. Seleccionó cuatro, las guardó en su bolsita de gamuza negra que —seguramente a causa de su ocupación— llevaba siempre por casa y regresó a la habitación de Charmian. Allí probó, una a una, las llaves en la cerradura del secreter. La tercera iba bien. No miró dentro. Cerró en seguida. Con la misma llave probó de abrir los cajones. No iba bien. La colocó con cuidado en un compartimiento separado de su bolsita y probó las otras llaves. Ninguna se adaptaba a las cerraduras de los cajones. Salió al rellano en donde el olor a quemado era ya de una alarmante intensidad y se puso a escuchar. La señora Anthony seguía aún con Charmian. Naturalmente al regresar a la cocina encontraría trabajo suficiente para permanecer ocupada otros diez minutos. Mabel Pettigrew sacó de la bolsita un paquete de goma de mascar y se puso a desenvolverlo. Volvió a colocar en la bolsita el paquete con tres tiras y las otras dos se las puso en la boca. Sentada cerca de la puerta abierta, masticó durante algunos segundos. Luego, humedeció la punta de los dedos con su lengua, sacó de la boca la goma ablandada y la aplastó. Por último mojó la goma con la lengua y la aplicó en el ojo de la cerradura de uno de los cajones. La separó luego y la dejó sobre la mesita de noche para que se secase. Luego cogió otros dos trocitos, y después de haberlos masticado como los precedentes, mojó la pequeña masa y la aplicó en el ojo de la cerradura de otro cajón. Colgó la bolsita de la muñeca y sosteniendo con el índice y el pulgar de ambas manos los pedazos de goma con la impresión de las llaves, subió las escaleras y entró en su habitación. Con cautela colocó la endurecida goma en un cajón, cerró con llave y bajó al piso inferior atravesando la casa ahora invadida de humo y de mal olor.
La señora Anthony salía trotando de la sala cuando Mabel Pettigrew se asomaba por el primer tramo de escaleras.
—¿Huelo a quemado o me equivoco? —preguntó.
Justo el tiempo de alcanzar el pie de la escalera y ya Anthony estaba en la cocina sosteniendo debajo del grifo del agua la sartén de la cual salían rabiosas columnas de humo. Una densa nube azul salía a oleadas por las rendijas de la puertecita del horno. Mabel Pettigrew la abrió y se vio obligada a echarse hacia atrás rechazada por un chorro de humo. Anthony dejó caer la sartén con las patatas y corrió hacia el horno.
—¡Cierre el gas! —chilló a Mabel Pettigrew—. ¡Oh, mi pobre pastel de carne!
Refunfuñando, la señora Pettigrew se acercó al horno y dio vuelta a las llaves del gas. Luego corrió, tosiendo, fuera de la cocina y se dirigió adonde estaba Charmian.
—Huelo a quemado —dijo Charmian.
—El pastel y las patatas están carbonizados.
—¡Oh, no debía haber hablado tanto con la señora Taylor! Hay un olor tremendo, ¿no? ¿Deberíamos abrir las ventanas?
La señora Pettigrew abrió los ventanales, y, como un fantasma, una cinta de humo color turquesa se dispersó gentilmente por el jardín.
—Godfrey se enojará —dijo Charmian—. ¿Qué hora es?
—Pasan ya veinte minutos.
—¿De las once?
—No, de las doce.
—¡Santo cielo! Vaya a ver cómo se las arregla la señora Anthony. Godfrey llegará de un momento a otro.
Mabel Pettigrew no se movió del ventanal.
—Temo que la señora Anthony está perdiendo el sentido del olfato. Demuestra tener más de sus setenta años, ¿no le parece? Yo más bien la definiría como a una setentona «vieja». Debía haber notado el olor de quemado antes de que fuese tan intenso.
Oyeron un chirriar que procedía de la cocina. Era Anthony que, con agua, lo estaba empapando todo.
—«Yo» no he notado ningún tufo —dijo Charmian—. Temo que la he entretenido hablando demasiado. ¡Pobrecilla! Es…
—Aquí está el señor Colston —dijo Mabel Pettigrew—. Acaba de entrar.
Y fue a su encuentro en el recibidor.
—¿Qué diablos se está quemando? —preguntó—. ¿Ha habido un incendio?
La señora Anthony salió de la cocina. Le hizo un resumen de lo ocurrido mezclándolo con cargos y lamentos, y acabó dando los ocho días.
—Voy a hacer una tortilla —ofrecióse Mabel Pettigrew, y elevando la mirada al cielo, detrás de la espalda de la sirvienta, para que Godfrey la viese, desapareció hacia la cocina para afrontar el caos.
Pero Godfrey no comió nada.
—Es tuya toda la culpa —dijo a Charmian—. En esta casa todo está revuelto a causa de haber provocado esta mañana la porfía de las pildoras.
—Una dosis excesiva hubiera podido perjudicarme, Godfrey. No estoy obligada a saber si aquellas pildoras son inocuas.
—No se trataba de una dosis excesiva. Además, me gustaría saber por qué las pildoras son inocuas. Quiero decir que si ese tipo te prescribe dos y tú incluso puedes tomar cuatro, ¿qué clase de prescripción es ésta? ¿Qué bien pueden hacerte esas pildoras? Le pagaré su cuenta y le diré que no se deje ver más por aquí. Tomaremos otro médico.