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Authors: Muriel Spark

Memento mori (13 page)

—Sí —contestó Alec, tomando apuntes.

—En la cocina —contestó Olive—, tengo un periódico con un articulito a propósito de un predicador que pronunció un sermón el día que cumplió los cien años.

—¿Qué periódico es?

—El «Daily Mirror».

—Mi agencia de recortes de prensa también me manda las noticias del «Daily Mirror». Alguna vez se olvida de los periódicos de segunda fila. De todos modos se lo agradezco. Siempre que pueda téngame también al corriente de noticias de esa clase. Esté al cuidado.

—Conforme —contestó Olive, y sorbió su copita de licor contemplando la vieja mano de él, de venas claramente visibles, que movía la pluma de manera ininterrumpida y cubría la página de pequeñísima escritura.

Warner levantó la mirada.

—Según usted, ¿cuántas veces orina?

—¡Oh, Dios mío! Sobre ese particular el «Daily Mirror» no decía nada.

—Sabe muy bien que estoy hablando de Godfrey Colston.

—¡Ah! Ha estado aquí un par de horas y ha ido dos veces al retrete. Naturalmente, había bebido dos tazas de té.

—Así pues, ¿el promedio es de dos veces cuando viene aquí?

—No lo recuerdo. Creo que…

—Ha de tratar de recordarlo todo con exactitud, querida mía… Ha de observar, querida, y rezar. Es el único sistema para lograr ser unos estudiosos: observar y rezar.

—¿Estudiosa, yo? ¡Dios mío! Hoy Godfrey tenía en los pómulos las manchas más rojas de lo normal.

—Gracias —dijo Alec. Lo anotó—. Tome nota de todo, Olive. —Luego levantó los ojos y añadió—: Sólo usted, efectivamente, puede observarle en las relaciones con usted misma. Cuando se encuentra conmigo es como si fuera otra persona.

—Le creo —exclamó la muchacha riendo.

Alec no rió.

—En su próxima visita intente descubrir todo lo que pueda, caso de que él la dejara a usted por la señora Pettigrew. ¿Cuándo cree que volverá a verla?

—El viernes, me figuro.

—Hay alguien que está golpeando los cristales de la ventana, detrás de mí.

—¡Ah, sí! Será el abuelo. Lo hace siempre.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

Warner se apresuró a preguntarle:

—Dígame: ¿golpea los cristales por propia voluntad, o es usted quien le ha dicho que se haga anunciar de ese modo?

—Lo hace espontáneamente. Siempre ha golpeado los cristales.

—¿Por qué? ¿Lo sabe usted?

—No, no tengo la menor idea.

Alec se inclinó otra vez sobre la libreta, y subrayó los hechos que más tarde analizaría hasta los mínimos detalles, incluso aquellos más refractarios a un análisis para cualquiera.

Olive hizo entrar a Percy Mannering, que se dirigió a Alec Warner sin ningún preámbulo, agitando ante sus ojos una revista literaria de aparición mensual, sobre cuya cubierta veíase escrito en gruesos caracteres: «Bibliotecas Públicas de Kensington».

—Guy Leet —bramó Percy—, ese estúpido, ha publicado una parte de sus memorias, en las cuales habla de Ernest Dowson como de «aquel plañidero cantor de la molicie francesa, de rodillas temblequeantes, afligido por una inspiración poética demasiado atormentada». Su juicio sobre Dowson es falso, completamente falso. Ernest Dowson ha sido el hijo espiritual y artístico de Swinburne, de Tennyson y de Verlaine. Las voces de estos poetas volvieron a resonar en él. Dowson fue una especie de erudito francés, evidentemente sensible tanto a la fascinación de Verlaine, como a la de Tennyson y de Swinburne, y muy ligado al círculo de Arthur Symons. Leet no tiene ninguna razón en su juicio sobre Ernest Dowson.

—¿Cómo está? —le preguntó Alec, que se había levantado del sillón.

—Guy Leet, que jamás ha sido un buen crítico teatral, todavía es peor como crítico de prosa. De poesía, por descontado, no sabe nada y no tiene derecho a tocar este tema. ¿No habría manera de obligarle a que olvidara todo eso?

—¿Qué más dice en sus memorias? —preguntó Alec.

—Una montaña de trivialidades: dice que criticó una novela de Henry James y que luego, cierto día, encontró a James fuera del «Atheneum», cuando estaba hablando de su conciencia de artista y de la conciencia de Guy como crítico; y, que, finalmente, todo fue confiado a la prensa…

—No te pongas entre el fuego y las personas, abuelo —dijo Olive, porque Percy, de pie, de espaldas a la chimenea y con las piernas separadas, monopolizaba todo el calor.

Alec Warner cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo.

El poeta no se movió.

—Henry James está de moda, y por eso él escribe sobre Henry James, mientras se ríe del pobre Ernest… Si ese brandy que estás sirviendo es para mí, ten en cuenta que ya es demasiado, Olive. Con la mitad tengo bastante… ¡Ernest Dowson, un gran lírico!

Cogió el vasito, lo atenazó entre las temblorosas manos y, mientras se disponía a beber el primer sorbo, pareció olvidarse repentinamente de Ernest Dowson.

—No le he visto en el funeral de Lisa Brooke —dijo dirigiéndose a Alec.

—No he podido ir —contestó éste, observando con gran atención el enjuto perfil de Percy—. Tuve que ir a Folkestone.

—Fue una experiencia terrible y excitante —prosiguió Percy.

—¿En qué sentido? —preguntó Warner.

El viejo poeta sonrió. Su risa era gutural. El recuerdo de la cremación de Lisa pareció pasar con violencia de los ojos de la mente a las áridas pupilas de la cabeza. Mientras hablaba, la mirada de Alec, a su vez, lo devoraba complacido.

* * *

Percy se quedó con la nieta cuando Alec se marchó. Ella preparó un tentempié con setas y tocino, y comieron con las bandejas sobre las rodillas. La muchacha le contemplaba comer. Él roía con sus escasos dientes el pan tostado, pero lo comió todo, hasta las cortezas más duras.

Percy levantó la mirada, mientras seguía ocupado con el último trocito de corteza, y diose cuenta de que la nieta le estaba observando.

—Perseverancia hasta el final —dijo, cuando hubo terminado.

—¿Qué dices, abuelo?

—La perseverancia hasta el final es la doctrina que conduce a la victoria, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes.

—Querría preguntarte una cosa, abuelo: ¿has leído alguna vez algún libro de Charmian Piper?

—Sí, ciertamente. Todos conocíamos sus libros. Era una hermosa mujer. Deberías haberla oído cómo recitaba poesías. Harold Munro decía siempre…

—Su hijo, Eric, me ha dicho que se habla de reeditar sus libros, a favor de los cuales se ha producido una ola de nuevo interés. Alguien ha escrito un artículo, dice Eric. Pero él sostiene que las novelas de su madre están llenas de personajes que se consideran
touché
recíprocamente, y que ese nuevo interés es una afectación debida sólo al hecho de que la autora vive todavía, es muy vieja, y una vez fue famosa.

—Es aún famosa. Siempre lo ha sido. Tu fallo, Olive, es que no sabes nada de nada. Todos conocen a Charmian Piper.

—No es verdad. Nadie la ha oído mentar, excepto alguna persona anciana. Con todo, parece que sus obras serán exhumadas. Repito que han escrito un artículo…

—Tú no sabes nada de literatura.

—Touché
—protestó la joven, ya que Percy repetía siempre que nadie había olvidado realmente su poesía.

Después Olive le dio tres esterlinas para hacerse perdonar su crueldad, la cual, por otra parte, él ni siquiera había notado. Sencillamente, Percy no aceptaba la idea de la reedición ni en un caso ni en otro, porque no quería admitir la muerte, aunque fuera temporal. De todas formas, aceptó las tres esterlinas de la nieta, de cuyas actividades marginales él estaba completamente a oscuras. En efecto, además de disponer de una pequeña herencia de su madre, alguna vez la muchacha trabajaba como actriz en la B.B.C.

Percy Mannering primero en autobús y luego en el metro acarreó su dinero hasta Leicester Square, en donde la oficina de correos estaba abierta toda la noche. Utilizando los pertinentes impresos, escribió con letras mayúsculas un telegrama para Guy Leet: «The Old Stable, Stedrost, Surrey. Groseramente equivocado su juicio sobre Ernest Dowson, ese poeta en extremo amargado que, con todo, supo evitar el sentimentalismo y la autocompasión. Stop. Ernest Dowson fue el hijo espiritual y artístico de Swinburne y Tennyson y especialmente de Verlaine, de cuyos versos estuvo auténticamente obsesionado. Stop. Los versos de Dowson son leídos en voz alta, lo cual no resiste la mayor parte de los versos escritos por poetas posteriores. Stop. Yo pedí música más vivaz y vino más fuerte» —aparte— «pero cuando el festín ha terminado y las lámparas se apagan» —aparte— cae entonces tu sombra, Cynara, la noche es tuya —aparte— «y yo estoy desolado y enfermo por una vieja pasión», etcétera. Lea en voz alta su balbuceo de retórica aliteración de cuatro cuartos que no tiene ningún pero. Stop. Usted se equivoca. Stop. Percy Mannering.»

Dejó en la ventanilla el pliego de impresos. El empleado contempló al viejo, y éste le enseñó las tres esterlinas.

—¿Está decidido —le preguntó finalmente— a enviar todo esto por telégrafo?

—Muy decidido —manifestó Percy Mannering levantando la voz.

Entregó dos de los billetes de banco, recogió el cambio y salió a la noche llena de luces.

VIII

Lettie Colston se sentía más a su comodidad sin una sirvienta fija día y noche. Pero ahora se había visto obligada a tener a alguien en casa que respondiese a aquellas espantosas llamadas telefónicas. Pero, de manera misteriosa, el desconocido no confiaba nunca el terrible mensaje a la muchacha. Por otra parte, en las dos semanas a partir del día en que ésta comenzó su servicio, hubo una serie de llamadas que resultaban ser de alguien que marcaba erróneamente el número. Cuando este hecho se verificó tres veces en un solo día, doña Lettie aturdió a la muchacha con sus preguntas.

—¿Quién era, Gwen? ¿Era un hombre?

—Alguien que se equivocó de número.

—Pero, ¿era un hombre?

—Sí, pero se había equivocado de número.

—Dime exactamente lo que te ha dicho. Contesta a mi pregunta, por favor.

—Ha dicho: «Perdone, me he equivocado de número» —chilló Gwen—. ¡Eso es lo que dijo!

—¿Qué clase de voz tenía?

—Pero, ¡se-ño-ra!, le he dicho que era un hombre, ¿no? Debe de haber algún cruce. Conozco los teléfonos como la palma de mi mano.

—Bueno, pero ¿era una voz de joven o de viejo? ¿Era la misma de la vez anterior?

—Verá usted, para mí todas las voces que dicen que se han equivocado de número son iguales. Sería mejor que usted contestara al teléfono, y entonces…

—Lo preguntaba porque me parece que desde que estás aquí estamos recibiendo una gran cantidad de llamadas de gente que equivoca el número —explicó Lettie—. Y, por lo que parece, siempre se trata de un hombre.

—¿Qué quiere decir con eso? ¿Qué quiere decir concretamente con eso, señora?

Doña Lettie no tenía intención de decir nada de lo que la muchacha suponía. Era la tarde libre de Gwen, y Lettie estaba muy contenta de que Godfrey fuese a cenar con ella.

Hacia las ocho, mientras estaban sentados a la mesa, sonó el teléfono.

—Godfrey, contesta tú, por favor.

Él salió al recibidor. Lettie oyó que levantaba el auricular y decía el número. «Sí, es exacto», dijo luego. «¿Quién habla?» E inmediatamente colgó el receptor.

—Godfrey —preguntó Lettie—, ¿era aquel hombre?

—Sí —gritó él—. «Diga a Doña Lettie que recuerde que ha de morir.» Luego, colgó. Es raro, ¡maldita sea!

Sentóse y continuó cenando.

—No tienes necesidad de chillar así, Godfrey. Guarda la calma.

Su corpachón era todo un temblor.

—Es muy extraño. Debes de tener un enemigo. Diríase que es un hombre del pueblo. No pronuncia bien.

—¡Oh, no, Godfrey! Es un hombre instruido, pero malo.

—Te digo que es un hombre de baja extracción. No es la primera vez que oigo su voz.

—Entonces es que no oyes bien, Godfrey. Un hombre de media edad, bien educado, que debería emplear mejor su tiempo en vez de…

—Es un carretero, diría yo.

—¡Tonterías! Ve a telefonear a la policía. Me recomendaron que siempre se les advirtiera inmediatamente…

—¡Para lo que va a servir! —dijo él. Pero viendo que su hermana insistía, añadió—: Luego de cenar. Telefonearé después de la cena.

—Es la primera vez desde que tengo a Gwen, hace quince días, que ese tipo confía a otros el mensaje que me destina. Cuando Gwen contesta, el hombre dice: «Perdone, equivoqué el número», y lo repite dos o tres veces al día.

—Puede ocurrir que «sea de verdad» uno que se equivoca de número. Tu aparato tendrá un contacto con algún otro. ¿Has comunicado la avería a la Telefónica?

—Sí —contestó Lettie—, y me han contestado que las líneas están en perfecto orden.

—Con todo, debe haber algún contacto…

—Oh, ¡qué obstinado eres, Godfrey, te pareces a Gwen! También ella me está hablando de contactos y de cruces. Yo tengo una fundada sospecha sobre la identidad del culpable. Creo que es el inspector jefe Mortimer.

—Pero la voz no se parece en nada a la de Mortimer.

—O bien un cómplice suyo.

—¡Estupideces! ¡Un hombre de su posición!

—Por esa razón la policía no encuentra al culpable. Saben quién es, pero jamás revelarán su identidad. Se trata de su ex-jefe.

—Te repito que tienes un enemigo.

—Y yo te repito que es Mortimer.

—Entonces, dime, ¿por qué sigues consultándolo sobre este malhadado asunto? —preguntó Godfrey.

—Para que no sepa que sospecho de él. Así puede ocurrir que caiga en la trampa. Entretanto, como te he dicho, lo he eliminado de mi testamento. Y él «esto», no lo sabe.

—¡Siempre estás cambiando el testamento! No es de extrañar que tengas tantos enemigos.

Godfrey se arrepintió de haber hablado con Olive respecto de los cambios que su hermana había introducido en el testamento.

—No es para maravillarse que no conozcas al culpable —añadió.

—Últimamente no he tenido noticias de Eric —dijo Lettie.

Godfrey, volviendo a pensar en todo lo que había referido a Olive, sintió aumentar sus remordimientos.

—Esas últimas seis semanas las ha pasado en Londres. Regresó de Cornualles.

—Pero no ha venido a verme. ¿Por qué no me lo dijiste antes, Godfrey?

—También yo ignoraba que estuviese en Londres. Me lo dijo ayer un amigo común.

—¿Un amigo común? ¿Quién? ¿En qué pastel ha vuelto a meterse Eric? ¿Quién es ese amigo?

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