Memento mori (17 page)

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Authors: Muriel Spark

* * *

Al final, Godfrey se sometió y consintió ir a la entrevista concertada con su abogado. La señora Pettigrew no hubiera rehusado tan resueltamente permitirle que la aplazara para otro día, si la narración de la llamada telefónica no la hubiese asustado tanto. Era bien claro de que el cerebro de ese hombre no funcionaba como debía. Eso, ella, no lo había previsto. Era aconsejable que Godfrey viese a su abogado antes de que alguien pudiese insinuar que él había sido inducido a hacer eso o aquello.

Godfrey sacó el coche y partió. Diez minutos después, la gobernanta tomó un taxi en la esquina de la calle y le siguió. Sólo quería asegurarse de que él había ido al despacho del abogado; pasando por delante del despacho del letrado, podría comprobar si el coche de Godfrey estaba aparcado allí.

El automóvil no estaba delante de la casa del abogado. La señora Pettigrew ordenó al taxista que diera la vuelta por Sloane Square. Ninguna traza del coche. Bajó del taxi. Entró en un café situado enfrente del despacho y sentóse en un lugar desde el cual podía ver llegar a Godfrey. Pero a las cuatro menos cuarto el coche no se había visto aún. Se le ocurrió pensar que quizás, mientras se dirigía a ver al abogado, Godfrey hubiese tenido una imprevista amnesia. Muchas veces él le había dicho que su oculista y su pedicuro estaban en Chelsea. Quizá, por equivocación, había ido a graduarse la vista o a que le arreglaran los pies. La señora Pettigrew había confiado en las facultades mentales de Godfrey hasta aquella mañana. Siempre le había parecido que se conservaba perfectamente lúcido, pero todo era posible que ocurriera después de aquella estúpida historia del teléfono. Era necesario no olvidar que frisaba ya los ochenta y ocho años.

¿O bien jugaba a ser más astuto? ¿Y si la llamada telefónica hubiese sido del abogado —el cual, a pesar de todo, confirmaba la entrevista— y Godfrey la había aplazado? ¿Cómo era posible que él, de pronto, se hubiese convertido en un loco, al igual que su hermana, sin haber dado antes alguna señal previa? ¿Acaso había decidido fingirse débil para sustraerse a sus obligaciones?

La señora Pettigrew pagó el café, recogió su abrigo de piel de ardilla y se encaminó a lo largo de King's Road. El coche no estaba delante del establecimiento del pedicuro. Quizá Godfrey había regresado a casa. Miró a lo largo de la curva y le pareció entrever, a la media luz azulina, el automóvil de Godfrey aparcado delante de un edificio bombardeado. Lo observó atentamente. Sí: era precisamente el «Vauxhall» de Godfrey.

La señora Pettigrew miró a su alrededor. Las casas situadas enfrente del edificio bombardeado estaban habitadas y no ofrecían escondrijos. En cuanto al inmueble siniestrado, parecía que animaba a una inspección. Subió los polvorientos escalones sobre de los cuales estaba alineada una colección de sucias botellas de leche. La desvencijada puerta estaba entreabierta, y chirrió cuando la señora Pettigrew la empujó y miró al interior. Más allá de los montones de ladrillos y cascotes de yeso, vio las ventanas que daban a la parte trasera de la casa. Oyó un ruido semejante al rasgueo de papel. ¿Serían ratones? Dio un paso atrás y quedóse junto a la puerta. Se preguntaba cuánto tiempo resistiría en aquel umbral desolado para ver —y no ser vista— de qué dirección regresaría Godfrey a su automóvil.

* * *

Charmian despertó a las cuatro y comprendió que la casa estaba desierta. Ahora la señora Anthony se iba a las dos. Godfrey y la señora Pettigrew debían estar fuera. Charmian permaneció tumbada, en silencio, para tener la confirmación de que estaba sola. No oyó ningún ruido. Se levantó lentamente, se arregló y, agarrándose a la barandilla de la escalera, bajó los peldaños. Había alcanzado ya el primer rellano cuando sonó el timbre del teléfono. No apresuró el paso. El teléfono seguía llamando cuando ella lo alcanzó.

—¿Hablo con la señora Colston?

—Sí, soy yo.

—Usted es Charmian Piper, ¿verdad?

—Sí. ¿Es usted periodista?

—Recuerde que ha de morir —dijo la voz.

—¡Oh, hace más de treinta años que lo pienso! —contestó ella—. Para ciertas cosas he perdido la memoria. ¡Tengo ochenta y seis años cumplidos! Pero no me olvido de la muerte, cualquiera que sea el momento en que deba llegar.

—Estoy muy contento de oírselo decir —dijo el hombre—. Hasta más ver.

—Adiós —dijo ella—. ¿En qué periódico trabaja?

Pero el hombre ya había colgado.

Charmian se dirigió a la biblioteca y con sumo cuidado reavivó el fuego que estaba a punto de apagarse. El esfuerzo, a causa de la postura encorvada, la cansó y tuvo que sentarse en un sillón. Faltaba poco para la hora del té. Por un momento pensó en el té. Se dirigió a la cocina en donde la señora Anthony ya había dispuesto la bandeja con todo lo necesario, para cuando la señora Pettigrew lo preparase. De pronto, Charmian se sintió invadida por un sentido de exaltación y de placer. ¿Conseguiría prepararse el té ella sola? Sí, debía intentarlo. El hervidor pesaba mucho, mientras lo mantenía debajo del grifo para llenarlo de agua, y aún era más pesado cuando lo hubo llenado hasta la mitad. Le oscilaba en la mano, y la huesuda muñeca, cubierta de grandes pecas, le dolía y temblaba a causa del esfuerzo. Por fin consiguió levantarlo, sano y salvo, y colocarlo sobre el hornillo. Había visto a la señora Anthony usar el mechero automático para encender el gas. Intentó hacerlo funcionar, pero no lo logró. Cerillas. Las buscó por todas partes, pero no las encontró. Regresó a la biblioteca y de un vasito tomó una de aquellas cerillas partidas, obra de Godfrey. Se inclinó, imprudentemente, y la encendió en el fuego del hogar. Luego, con mucha precaución, llevó a la cocina la pequeña y vacilante llamita, sosteniendo la cerilla en una mano que agarraba con la otra para reducir lo más posible su temblor. Finalmente encendió el gas bajo el hervidor. Puso la tetera a calentar sobre el hornillo y sentóse en la silla de la sirvienta, en espera de que el agua hirviese. Se sentía fuerte y tranquila.

Cuando el agua hirvió, echó una cucharadita de té en la tetera y comprendió que lo difícil iba a llegar ahora. Charmian levantó un poquito el hervidor e inclinó el vertedor sobre la tetera, manteniéndose apartada lo más posible. El agua hirviente salió. Cayó un poco, pero no sobre el vestido y los pies. Puso la tetera en la bandeja. Se tambaleaba, pero consiguió colocarla con delicadeza.

Miró el calentador del agua. ¿Debía preocuparse también del agua? Hasta este momento todo había ido bien y sería una lástima cometer ahora algún error y provocar un accidente. Pero se sentía fuerte y animosa. Una tetera sin el calentador del agua al lado era un absurdo. Lo llenó, y esta vez le cayó un poco de agua en un pie, pero no tanto como para escaldarse. Cuando ya todo estuvo dispuesto en la bandeja, Charmian sintió la tentación de tomarse el té en la cocina, en la silla de la señora Anthony.

Pero pensó en el alegre fuego encendido en la biblioteca. Miró la bandeja. No había duda alguna: nunca tendría fuerzas suficientes para sostenerla. En cambio, podía transportar las cosas de una en una, aun cuando esa operación exigiera media hora por lo menos.

Lo hizo así, descansando una sola vez durante todos esos viajes. Primero llevó la tetera y la puso en el suelo delante de la chimenea. Después llevó el calentador con el agua hirviente. Esos eran los objetos más peligrosos. Finalmente transportó la taza y el platito, una segunda taza con otro platito —no fuera caso de que Godfrey o la señora Pettigrew, cuando regresaran, deseasen tomar té—, los pastelillos con mantequilla, la mermelada, dos platos, dos cuchillos y dos cucharitas. Otro viaje para el plato de las galletas «Garibaldi», que a Charmian le gustaba mojar en el té. Al verlas, Charmian recordó todo cuanto se hablaba sobre Garibaldi, cuando ella era una niña, y de las cartas que su padre mandaba al «Times» y eran leídas en voz alta después de los rezos de la mañana. Tres galletas «Garibaldi» se deslizaron del plato y se desmenuzaron en el pavimento de la antesala. Charmian continuó. Dejó el plato sobre la mesa y luego volvió para recoger los trozos de las galletas, incluso las migajas. Hubiera sido una lástima que alguien hubiese podido decir que había sido descuidada. Pues bien, aquella tarde ella se sentía segura, firme. Por último fue a buscar la bandeja grande, con su hermoso mantel. Se detuvo para secar el agua que había vertido junto a la cocina del gas. Cuando lo hubo llevado todo a la biblioteca, cerró la puerta, puso la bandeja sobre la mesita baja junto a su sillón y dispuso todo lo necesario en un orden hermoso y perfecto. La operación había exigido veinte minutos. Aliviada, se adormeció en el sillón otros cinco minutos. Luego, con extrema prudencia, se sirvió el té, y le cayó un poquitín —pero sólo un poquitín— en el platito. Y ese poquito, después, volvió a echarlo en la taza. Todo era como siempre, con la salvedad de que estaba sola, beatíficamente sola, y el té no estaba completamente escaldado. Precisamente ahora empezaba a disfrutar de verdad ese té.

* * *

La señora Pettigrew, de pie bajo el desconchado estucado del zaguán, miró su reloj. En esa penumbra no lograba distinguir la esfera. Bajó los peldaños y por segunda vez la comprobó a la luz de un farol. Eran las cinco menos veinte. Luego regresó a su puesto de vigilancia debajo del bombardeado atrio. Ya había subido dos escalones, cuando, de improviso, apareció un guardia.

—¿Necesita alguna cosa, señora?

—No. Espero a un amigo.

Él subió la escalerita, abrió la chirriante puerta y alumbró con su lámpara de bolsillo para inspeccionar el interior, como si hubiese esperado encontrar al amigo allí dentro. Miró a la señora Pettigrew con curiosidad y luego se fue.

«Es una vergüenza, es realmente una vergüenza que yo me vea obligada a encontrarme en una situación tan comprometedora, sin poder moverme de aquí, al frío, y expuesta a que me interroguen los policías —pensaba la señora Pettigrew—. ¡Tengo casi setenta y cuatro años!»

Algo rozó el suelo detrás de la puerta. Miró sin lograr ver nada. Pero en este preciso momento sintió algo parecido al contacto de una mano en su tobillo. Se echó hacia atrás, tropezando, y chilló al darse cuenta, al mirar de reojo, que era un enorme ratón que se escurría entre las barras del enrejado.

El policía atravesó la calle y acudió a su encuentro. Era evidente que había estado espiándola, oculto en el portal de una de las casas del otro lado de la calle.

—¿Hay algo que no va? —preguntó.

—Un ratón —contestó ella—. Me ha pasado por los pies.

—Señora, váyase de aquí, se lo ruego.

—Estoy esperando a un amigo. Déjeme.

—¿Cuál es su nombre, señora?

La señora Pettigrew creyó que él le había preguntado: «¿A qué juego está jugando?».
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Pensó que, probablemente, aparentaba muchos menos años de lo que ella misma creía.

—Puede hacer tres suposiciones en lo que a mí respecta —contestó audazmente.

—He de invitarla a que se vaya de aquí, señora. ¿En dónde vive?

—Cuide de sus asuntos.

—¿Hay alguien que se ocupa de usted? —inquirió el hombre.

La señora Pettigrew diose cuenta de que no tan sólo el policía no la había considerado menos vieja de lo que era, sino que, por el contrario, y con toda probabilidad, sospechaba que estaba un tanto idiotizada.

—Estoy esperando a un amigo —repitió.

El policía quedó indeciso ante ella, escrutando su rostro. Tal vez se preguntaba lo que debía hacer. Detrás de la puerta hubo un ligero movimiento. La señora Pettigrew se sobresaltó nerviosamente.

—Oh, ¿es un ratón?

Precisamente en ese instante, tras la mole del policía, golpeó la portezuela de un coche.

—Ahí está mi amigo —exclamó ella, intentando pasar por delante del hombre—. Déjeme pasar, por favor.

El policía se volvió para examinar el coche. Godfrey estaba ya alejándose.

—¡Godfrey, Godfrey! —llamó la mujer.

Pero él ya se había ido.

—Su amigo no la ha esperado mucho —observó el policía.

—No le he visto por culpa de su charla.

Y la señora Pettigrew se dispuso a bajar los peldaños.

—¿Cree que por sí sola conseguirá llegar a su casa?

El policía parecía aliviado al ver que se iba. No obtuvo respuesta. La señora Pettigrew tomó un taxi en King's Road. Se sentía muy cansada.

Cuando entró en casa, Godfrey le estaba diciendo a Charmian:

—Te digo que tú «no puedes» haber preparado el té y haberlo traído hasta aquí. ¿Cómo habrías podido? Ha sido la señora Pettigrew quien lo ha hecho. Piénsalo bien. Has soñado.

Charmian se dirigió a la señora Pettigrew.

—¿Es verdad o no es verdad que usted ha estado fuera toda la tarde, señora Pettigrew?

—Mabel —corrigió la gobernanta.

—¿No es verdad, Mabel? Me he preparado el té yo sola y lo he traído aquí. Godfrey no quiere creerme. Es absurdo.

—Yo he servido el té antes de salir a tomar un poco de aire —contestó la señora Pettigrew—. Confieso que en estos días siento más la necesidad de hacerlo, desde que la señora Anthony se va más pronto.

—¿Ves como tengo razón? —dijo Godfrey a su mujer.

Charmian callaba.

—Y has estado contándome toda una historia —insistió él—, que te habías levantado y habías preparado el té. ¡Ya sabía yo que era imposible!

—Cada día me siento más débil la cabeza y el cuerpo, Godfrey —dijo Charmian—. Iré a la clínica de Surrey. Estoy decidida.

—Quizá sería lo mejor —observó la señora Pettigrew.

—No hay necesidad de que vayas a una clínica —replicó Godfrey—. Nadie te lo propone. Yo sólo decía…

—Ahora me voy a la cama, Godfrey.

—Sí, querida. Le prepararé la bandeja con la cena —dijo la señora Pettigrew.

—No quiero cenar, gracias. He tomado muy a gusto mi té.

La señora Pettigrew se acercó para cogerla por debajo del brazo.

—Me arreglaré muy bien por mí misma, gracias —dijo Charmian.

—Vamos, no se enoje. Duerma bien para estar en forma mañana cuando venga el fotógrafo —dijo la señora Pettigrew.

Charmian salió con lentitud de la habitación y subió las escaleras.

—¿Ha visto al abogado? —preguntó la señora Pettigrew.

—Hace un frío atroz —dijo Godfrey.

—¿Ha visto al abogado?

—No. Le llamaron para un asunto urgente. Le hablaré otra vez. Dejé dicho que le veré mañana, Mabel.

—¡Un asunto urgente! —repitió ella—. Era con el abogado con quien tenía hora dada, no con el médico. Usted está peor que Charmian.

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