Memento mori (25 page)

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Authors: Muriel Spark

—Sólo de manera retrospectiva he logrado discernir el desacuerdo que existe entre las acciones de la gente —solía replicar—. Entonces todo me parecía armónico. Todos se querían.

Alguien decía que Charmian iluminaba el pasado con el reflejo color rosa de la nostalgia. Pero ella recordaba claramente el impacto que había recibido cuando a los dieciocho años de edad, adquirió conciencia del mal. Fue un caso insignificante. Su hermana hizo, respecto de ella, unas malignas apreciaciones. Sólo entonces Charmian descubrió que las palabras «pecado» y «calumnia» expresaban una realidad, aunque como palabras las conocía desde que tenía uso de razón.

La ventana de su habitación daba a un prado, en medio del cual se levantaba un gran álamo. Podía sentarse ante la ventana v contemplar a los otros huéspedes paseando por el jardín. Quizás, de adolescentes, habían frecuentado su viejo y querido colegio, retozando por todas partes a la hora del recreo, en tanto que ella y su profesora tomaban el té asomadas a la ventana.

—Todo respira inocencia en este lugar —dijo Charmian a Guy, después de que él, con mucha fatiga, logró atravesar la habitación—. Me siento casi limpia del pecado original.

—¡Qué tedio para ti, querida! —comentó Guy.

—Naturalmente, es sólo una ilusión.

Una joven enfermera llevó la bandeja con el té y la colocó entre ambos. Guy le guiñó un ojo. La muchacha contestó con otro guiño malicioso y se fue.

—Compórtate bien, Guy.

—¿Cómo has encontrado a Godfrey? —él le preguntó.

—Estaba muy deprimido. Le preocupan las llamadas telefónicas.

Con la mano indicó su teléfono blanco. El «joven tan gentil» había asumido en su mente la vaga forma de un aparato telefónico. En su casa era negro. Aquí se había vuelto blanco.

—¿A ti también te causa turbación? —le preguntó ahora a Guy.

—¿A mí? No. A mí no me desagrada divertirme un poco.

—En cambio, Godfrey está preocupado. Es sorprendente la forma como las personas reaccionan diversamente ante un mismo fenómeno.

—En lo que a mí respecta —dijo Guy—, ese jovencito puede muy bien irse al mismo infierno.

—Bien, pero, en cambio, Godfrey está agitado. Además tenemos una ama de llaves que no va. También ella tiene a Godfrey en un estado de continua agitación. Godfrey se enoja por todo. Si lo vieras, lo encontrarías cambiado. Envejece.

—No le gusta, ¿verdad?, esta nueva edición de tus novelas.

—Guy, no me gusta hablar mal de Godfrey, ya lo sabes. Dicho entre tú y yo, él está más bien celoso. A su edad podría pensar que en su ánimo no debería ya haber lugar para esos sentimientos. En cambio, es así. ¡Estuvo tan descortés con un joven crítico que vino a visitarme!

—Ese hombre no te ha comprendido nunca —dijo Guy—. Pero observo que aún alimentas un ligero sentimiento de culpa con respecto a él.

—¿Culpa? ¡Oh, no, Guy! Como te decía, me siento extrañamente inocente en este lugar.

—Quizás el sentimiento de culpa se transforma en conciencia de las propias virtudes —dijo él—. No veo la razón por la cual debas sentirte de la parte de la culpa, o de la de la razón, con respecto a tu marido.

—Un sacerdote viene de manera regular a visitarme —dijo Charmian—, y si tengo necesidad de consejos morales, se los pediré a él.

—¡Claro, claro!

Guy apoyó su deformada mano sobre el regazo de ella. Siempre temía olvidar la manera como deben ser tratadas las mujeres.

—Además, tienes que saber que Godfrey ha alejado a Eric —continuó Charmian—. Fue culpa suya, Guy. No me gusta decir esas cosas. Por otra parte, Eric ha sido una desilusión para su padre, pero no puedo por menos de pensar que el comportamiento de Godfrey…

—Eric tiene cincuenta y cinco años —dijo Guy.

—Cincuenta y siete los cumple el próximo mes —corrigió Charmian.

—Cincuenta y siete —repitió Guy—. Ha dispuesto de tiempo para adquirir el sentido de la responsabilidad.

—Eric no lo ha tenido nunca —suspiró Charmian—. Hubo un tiempo en que creí que podía ser pintor. Sobre su capacidad como escritor, nunca alimenté excesivas ilusiones. En cambio, sus cuadros… Parecía como si tuviera talento para eso. Por lo menos a mí me lo pareció. Pero Godfrey era tan avaro. Y luego…

—Lo recuerdo bien —interrumpió Guy—. Fue cuando Eric tuvo cuarenta y cinco años bien cumplidos cuando Godfrey negóse a darle más dinero.

—Además, Lettie ha sido muy cruel con el asunto de sus testamentos —continuó Charmian—. Seguía prometiendo a Eric mares y montañas, para luego no mantener las promesas. No sé por qué no puede hacer algo por su sobrino mientras ella viva.

—¿Tú crees que el dinero le haría a él un poco menos hostil?

—Bueno… no, no lo creo. A escondidas, y durante años, le he mandado dinero por medio de la señora Anthony, nuestra asistenta. Pero sigue siempre lo mismo. Naturalmente, mis libros no le gustan.

—Son libros hermosísimos —dijo Guy.

—A Eric no le gusta mi estilo. Temo que Godfrey no ha tenido tacto con él, ése es el problema.

—Son hermosos de verdad —repitió Guy—. Hace poco he acabado de leer
El séptimo hijo.
Me agrada mucho, en especial, aquella escena, al final, cuando Edna, en impermeable, está de pie al borde de la escollera, en las costas de las Hébridas y deja que la alcancen las salpicaduras de las olas, mientras el viento le enmaraña los cabellos sobre la cara. Luego se vuelve y ve a Karl a su lado. Un detalle interesante de los amantes de tus novelas, Charmian, es que no tienen nunca necesidad de discusiones preliminares. Sencillamente, cambian una mirada entre sí, y «saben».

—Ésa es una de las cosas que Eric no puede soportar —dijo Charmian.

—Eric es un realista. No sabe referirse a la época y, además, no tiene espíritu de caridad.

—Querido Guy, ¿tú crees que esos jóvenes leen mis novelas por espíritu de caridad?

—Ciertamente, no por indulgencia o por bondad. La caridad eleva el espíritu y guía el ojo interior. Si una obra de arte válida es descubierta de nuevo después de haber pasado de moda, eso se debe a cierta caridad en quien la redescubre. Esa es mi opinión. Pero también estoy convencido de que si no se sabe evocar otra vez la época aquella, nadie puede apreciar tus libros.

—Eric no tiene caridad —dijo ella.

—Bien, quizá se deba a que es un hombre de media edad. Los verdaderos jóvenes son mucho más simpáticos —dijo Guy.

Charmian no le escuchaba.

—Es igual que su padre, en muchos aspectos —añadió—. No puedo por menos de recordar las veces que he tenido que cerrar los ojos. Lápiz de labios en los pañuelos…

—Deja de sentirte culpable respecto de tu marido —la interrumpió el amigo.

Había confiado en tener una entrevista más alegre con Charmian. No la había conocido nunca con esa inclinación plañidera. Se arrepintió por haberle preguntado tan pronto noticias de Godfrey. Las palabras de ella le deprimían. Eran lo mismo que azúcar vertido, que, por bien que se recoja, siempre queda algún granito por el suelo que cruje bajo los zapatos.

—En cuanto a tus novelas —siguió diciendo—, las tramas, los argumentos, ¡están tan bien construidos! Por ejemplo, en
El séptimo hijo,
aun cuando, naturalmente, se intuye que Edna no se casará nunca con Gridsworthy, aquel estado de tensión entre Anthony Garland y el coronel Yeoville (por lo menos hasta que no se revelan sus relaciones con Gabrielle) hace absolutamente verosímil que Edna acabe por casarse con uno de los dos. Y con todo, está clarísimo. El lector no deja nunca de ser consciente de una especie de «vida secreta» en Edna, especialmente cuando ella está sola en el jardín, en Neuflette, y poco después sorprende a Karl y a Gabrielle. Entonces parece tenernos seguros de que, a fin de cuentas, se casará con Gridsworthy sólo porque es bueno y de alma noble. Y en efecto, hasta llegar a la última página no se conocen los verdaderos sentimientos de Karl. O mejor dicho, el lector los conoce, pero él, Karl, ¿los conoce? He de confesar que, si bien recordaba muy bien el asunto, cuando el otro día volví a leer el libro, experimenté el mismo gran sentimiento de alivio cuando Edna renuncia a arrojarse desde lo alto del acantilado. El estado de
suspense,
el ritmo, son estupendos, por no decir nada de la prosa.

—Con todo —dijo Charmian sonriendo al cielo, que divisaba a través de la ventana—, cuando estaba a mitad de la redacción de una novela, siempre tenía las ideas confusas y no sabía adonde la narración me habría llevado.

Ahora dirá: «Parecía como si los personajes adquirieran vida por cuenta propia», pensaba Guy.

—Parecía —continuó Charmian—, como si al poco rato los personajes asumieran el control de mi pluma. Pero, en los primeros tiempos, me sentía terriblemente en un atolladero. Y solía decirme a mí misma: ¡Oh, qué enmarañada red tejemos apenas a engañar nos ponemos! Porque la inventiva literaria es muy semejante a la práctica del engaño —continuó.

—Y en la vida —preguntó Guy—, la práctica del engaño ¿es también un arte?

—En la vida es distinto. Todo es devuelto a la Divina Providencia. Cuando pienso en mi vida… Godfrey…

Guy se arrepintió de haber empezado a hablar de la vida. Debía haber continuado hablando de las novelas de Charmian. Era evidente que ella sufría por Godfrey.

—Godfrey aún no ha venido a verme. Tendría que venir la semana próxima, admitiendo que tenga éxito. Pero se está derrumbando. Mira, Guy, Godfrey es el peor enemigo de sí mismo. Él…

«¡Qué triviales y aburridas se vuelven hasta las personas más interesantes, cuando se ven asaltadas, aunque sea por poco, por el complejo de culpa», pensaba Guy.

Se despidió a las cinco. Desde la ventana, Charmian le siguió con la mirada mientras le ayudaban a subir al coche. Se reprochaba por haber hablado demasiado de Godfrey. Guy no se había interesado jamás por sus problemas familiares. ¡Era una compañía tan agradable! La habitación, con sus
chintz
le pareció vacía.

Guy agitó la mano afuera de la ventanilla del coche en un ademán de saludo rígido y cansado. Sólo entonces Charmian advirtió otro automóvil, parado delante de la entrada mientras Tony ayudaba a Guy a subir. Miró hacia abajo. Parecía el coche de Godfrey. Sí, cierto. Y he aquí a Godfrey en persona que se apeaba con sus movimientos a sacudidas. Imaginóse que había ido cediendo al impulso de sustraerse a la señora Pettigrew. ¡Si por lo menos pudiese vivir en un hotel silencioso y tranquilo! Pero, mientras Godfrey recorría el caminito, Charmian se dio cuenta de que parecía extraordinariamente vivaz y vigoroso. Y admitió de pronto, que más bien se sentía cansada.

* * *

Mientras el automóvil lo llevaba a casa, Guy Leet se preguntaba si disfrutaba de ese sentido de calma que se supone acompaña a la vejez. El día anterior había sido un viejo tranquilo. Hoy se sentía más joven, pero menos sereno. ¿Cómo saber, en un momento dado, qué significa para un hombre, en definitiva, la vejez? En general, pensaba tener que sufrir la experiencia de la calma y de la libertad, aun cuando esa experiencia no se asemejase para nada a cuanto él había esperado. Quizás era relativamente tranquilo y desapegado, sobre todo porque se cansaba con tanta facilidad. Estaba maravillado de la evidente energía de Charmian, a pesar de que tenía diez años más que él. Era, exactamente, un pobre viejo. Tenía la suerte de poseer lo necesario para vivir. Ahora que el testamento de Lisa había sido legalizado, quizás pudiera pasar el invierno en un clima ciertamente más cálido. ¡El dinero de Lisa se lo había bien ganado! No alimentaba ningún rencor hacia Charmian por su ingratitud. Pocos hombres se hubieran casado con Lisa al solo objeto de tenerla tranquila por amor a Charmian. Pocos hombres habrían tolerado mantener el secreto de un matrimonio de esa índole: un puro y simple vínculo legal, necesario para la plena satisfacción sensual, por parte de Lisa, de sus innumerables perversiones.

—He de casarme —solía decir con su agria voz—. No deseo tener un marido a mi lado, querido, pero he de saber que estoy casada, si no no me divierto.

Tontamente, ellos habían cambiado algunas cartas sobre ese particular, cartas que hubieran podido convertir en humo sus pretensiones sobre el dinero de Lisa. Nunca creyó en que Tempest ganara el pleito, pero el asunto hubiera sido desagradable de todos modos. Al fin, todo había acabado en nada. Entraría en posesión del dinero de Lisa. ¡Se lo había ganado! Había dado satisfacción a Lisa y seguridad a Charmian.

Se preguntó si Charmian pensaba nunca con gratitud en ese gesto suyo. Y, con todo, él la adoraba. Había sido maravillosa, incluso cuando volvió a verla el año pasado, cuando su mente estaba ya debilitándose. Ahora había mejorado mucho. ¡Lástima que la obsesionaran sus preocupaciones por Godfrey! De todas maneras, él la adoraba por lo que ella había sido, y por lo que ella era aún. ¡Y el dinero de Lisa se lo había ganado! Trinidad sería un lugar delicioso para pasar el próximo invierno. O quizá las islas Barbados… Escribiría para que le informaran…

Cuando llegaron frente al Old Stable, Percy Mannering apareció por el jardín de detrás de la casa y se acercó al coche enarbolando una revista que apuntaba hacia la puerta de entrada en donde estaba fijada la nota dejada por Guy.

—¡Ausente por algunos días! —gritó Percy.

—Acabo de llegar —respondió Guy—. Tony me ayudará a bajar y luego entraremos para beber algo. Mientras, intentemos no alarmar a los lirios del campo.

—Ausente por algunos días… ¡un cuerno! —volvió a chillar Percy.

Con un ligero trotecito Tony dio vuelta al automóvil y cogió a Guy por los brazos.

—Me he quedado aquí esperándote —chilló todavía Percy.

En tanto su sirviente le ayudaba a ponerse en pie, Guy intentaba recordar qué era exactamente lo que había escrito de Ernest Dowson en el último capítulo de sus memorias, que había hecho salir a Percy de sus casillas. Apenas había atravesado el umbral lo supo en seguida, porque Percy, en el acto, empezó a informarle.

—Tú citas la poesía sobre Cynara: «¡Yo te he sido fiel, oh Cynara, a mi modo!» Y tú lo comentas así: «Sí, ése fue siempre el sistema de Dowson, y lo fue tanto que murió en los brazos de la mujer de otro hombre: ¡su mejor amigo!» Eso es lo que escribiste, ¿no es cierto?

—Si tú lo dices —dijo Guy dejándose caer en un sillón—, así debe ser.

—Pero tú sabes igual que yo que Sherard encontró a Dowson en un bar y se lo llevó a su casa para alimentarle y cuidarle —ladró Percy—. Y Dowson murió, es verdad, en los brazos de la señora Sherard, serpiente, que no eres más que una serpiente, porque ella lo sostuvo y le confortó hasta el último e imprevisto espasmo del mal que lo mató. Lo sabes tú lo mismo que yo. Sin embargo, has escrito como si Dowson y ella…

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