Memento mori (27 page)

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Authors: Muriel Spark

A sus cincuenta años, Eric empezó a hacer ostentación de algo que parecía ser una manifestación típica y muy suya. En vez de dirigir insolencias y violentas acusaciones contra la familia, se puso a enviar frías y razonadas denuncias. Demostró, punto por punto, que, pérfidamente, lo habían dejado aparte desde que sus ojos vieran la luz por vez primera.

—Al envejecer, Eric se va asemejando cada vez más a Godfrey —comentó Charmian—, pero naturalmente, Godfrey no lo nota.

Eric dejó de definir las novelas de su madre como verdaderas porquerías. En cambio, las analizó párrafo por párrafo, puso en ridículo los momentos más débiles, lo derribó todo, y encontró amigos dispuestos a aplaudirle sus esfuerzos.

—Pero toma en serio mi obra —aún comentó Charmian—. Nadie me ha escrito nunca en términos semejantes.

Entre los cincuenta y los sesenta años la salud de Charmian se hizo debilucha. La reedición de sus novelas aturdió a Eric. Por una especie de distracción, él había equivocado su juicio sobre un elemento del carácter de su tiempo. Habló con sus amigos y quedó sorprendido y encolerizado al descubrir que muchos se habían consagrado al culto de la época de Charmian Piper.

Los envíos de dinero, pasados de contrabando por la madre a través de Anthony, fueron acogidos en silencio. Su segundo libro obtuvo el consentimiento secreto de Lettie. Había sido definido como «realista y de brutal sinceridad». Pero la energía que quizás él debería haber gastado para desarrollar su talento de «realista» y de escritor «de brutal sinceridad», quedó dispersa en el resentimiento contra la madre. La reedición de las novelas de Charmian fue su golpe de gracia. Descubrió que no sabía escribir.

Ni tampoco las noticias aparecidas en los periódicos, según las cuales, Godfrey, Charmian y Lettie habían sido objeto de amenazadoras llamadas telefónicas, consiguieron conmoverle.

Durante la guerra, y también después, Eric había vivido, especialmente, a costa de mujeres maduras y adineradas, la primera de todas ellas Lisa Brooke. A la muerte de ésta le resultó difícil sustituirla. Todas tenían poco dinero, y por añadidura —no obstante sus preocupaciones— Eric había engordado, cosa que, ciertamente, no le ayudaba mucho. Sus dificultades estaban ya alcanzando el límite, cuando recibió la carta de Olive. «Tu padre es despiadadamente chantajeado por una tal señora Pettigrew, el ama de llaves. Si pudieses hacer algo, naturalmente, sin que tu madre se enterara…»

Tomó, pues, el primer tren para Londres, en un estado de gran excitación. Durante todo el viaje sólo examinó las posibilidades que tenía en perspectiva.

Cuando llegó a la estación de Paddington a las seis menos cuarto no tenía ni remota idea de lo que debía hacer. Fue a un bar a beber cualquier cosa. Salió de allí a las siete y vio una cabina telefónica. Llamó al abogado de su padre y, dada la importancia de lo que debía comunicarle, obtuvo hora para una entrevista a celebrar aquella misma noche. El abogado le aseguró que la preparación del nuevo testamento iría para largo y le dio además algunos consejos que Eric se guardó mucho de tomar en consideración.

Fue a casa de Olive, pero el departamento estaba desierto. Pasó la noche en Notting Hill Gate con unos conocidos, más bien reacios a darle hospitalidad. A la mañana siguiente, a las once, telefoneó a la señora Pettigrew, y decidieron encontrarse para comer en un bar de Kensington.

—Quisiera que creyese usted, señora Pettigrew, que estoy de su parte —dijo Eric—. El viejo merece una lección. Yo considero el asunto desde el punto de vista moral. Estoy más que dispuesto a pasar por encima de la cuestión del dinero.

—No sé exactamente a lo que usted quiere referirse, señor —contestó al momento Mabel Pettigrew.

Secóse con el pañuelo las comisuras de la boca y al efectuar ese gesto ladeó ligeramente el labio inferior.

—Estaría dispuesto a morir —insistió Eric—, con tal de que mi madre, pobrecilla, no llegase a conocer sus groseras infidelidades. Y yo, otro tanto. En realidad, señora Pettigrew —añadió con aquella sonrisa suya que hacía ya tiempo había dejado de ser fascinadora—, usted nos tiene a los dos en el puño: a mi padre y a mí.

—He hecho mucho por sus padres —dijo ella—. Por su madre, antes de que se la llevaran, hice «de todo». Bien pocas personas lo habrían resistido. Su madre tendía a ser… bien, usted ya sabe como son los viejos. Ciertamente, también yo soy vieja, pero…

—En absoluto —protestó Eric—. Usted no demuestra en manera alguna más de sesenta años.

—¡Pero cuando cuidaba a su madre, bien notaba todos mis años!

—Estoy convencido. Es de una presunción insoportable. ¡Insoportable! —repitió.

—Absolutamente insoportable. Por lo que a su padre se refiere…

—También es insoportable. Un viejo insensato.

—Exactamente, ¿cuáles son sus intenciones, señor? —preguntó Mabel Pettigrew.

—Bien, me he dado cuenta de que mi deber es apoyarla a usted. Por eso estoy aquí. El dinero significa bien poca cosa para mí.

—Verá… No se pueden hacer muchas cosas sin dinero, señor…

—Llámeme Eric.

—Sus mejores amigos son los bolsillos, Eric.

—Ciertamente, algo de dinero en el instante preciso siempre va bien. En el momento justo. Es sorprendente como mi padre ha vivido tantos años con la vida que ha llevado.

—Eric, yo no permitiría nunca que usted estuviera escaso de dinero. Hasta que llegue el momento quiero decir…

—¿Consigue usted siempre que él le dé dinero contante y sonante?

—¡Oh, sí!

«Lo creo», pensó Eric.

—Opino que deberíamos hablarle los dos juntos —propuso Eric.

La señora Pettigrew miró las pequeñas manos de su interlocutor. «¿Puedo fiarme? —se preguntaba—. El testamento aún no ha sido firmado y sellado.»

—Confíe en mí —la exhortó Eric—. Dos cabezas valen más que una sola.

—Quisiera pensarlo bien —contestó ella.

—¿Prefiere trabajar por su cuenta?

—¡Oh, no, no diga eso! Quiero decir, más bien, que el plan de usted es precipitado y, después de todo lo que he hecho por Godfrey y por Charmian, entiendo que tengo el derecho de…

—En resumen —la interrumpió Eric—, es mi deber trasladarme a Surrey a visitar a mi madre e informarla de las pequeñas imprudencias de su marido. Por desagradable que sea este camino, en realidad, puede evitar una montaña de problemas. Libraré a mi padre de graves preocupaciones y usted ya no tendrá necesidad de interesarse por él. Debe resultarle muy cansado…

—Usted desconoce los detalles pormenorizados de los negocios de su padre, pero yo sí —contestó Mabel Pettigrew con aspereza—. Usted no tiene pruebas, yo las tengo. Pruebas por escrito.

—Naturalmente que tengo pruebas —replicó él.

«¿Es una finta?», pensó la señora Pettigrew.

—¿Cuándo quiere que vayamos a casa para hablarle? —preguntó al fin.

—Ahora.

Pero cuando llegaron, Godfrey aún estaba fuera y la señora Anthony ya se había ido. Mabel Pettigrew estaba asustada. Cuando Eric empezó a dar vueltas por la casa tocando los objetos y dando vueltas a las figuras de porcelana para examinarlas mejor, empezó a sentirse seriamente preocupada, pero no dijo nada. Estaba segura de conocer a su hombre. Por lo menos hubiera debido conocerlo, dada su experiencia.

Cuando Eric se sentó en el viejo sillón de Charmian, ella se puso a alborotarle cariñosamente el cabello, exclamando:

—Pobre Eric, le han tratado muy duramente, ¿no es verdad?

Él apoyó su enorme cabeza sobre el seno de ella y se sintió perfectamente a su comodidad.

Después del té, Mabel Pettigrew tuvo un ligero ataque de asma, se retiró al jardín y allí consiguió superar el malestar. Cuando volvió a entrar creyó ver a Godfrey en el sillón en el que se había quedado Eric. Pero era el propio Eric. Dormía con la cabeza colgante y ladeada. Aunque en las facciones se asemejaba muchísimo a Charmian, en esa posición parecía precisamente su padre.

* * *

La impresión de vitalidad y salud que Godfrey había dado a Charmian cuando ella le viera por la ventana, se acentuó apenas fue introducido en la habitación.

—¡Un sitio alegre! —exclamó Godfrey mirando a su alrededor.

—Ven a sentarte, Godfrey. Guy Leet se ha ido no hace mucho. Me siento cansada.

—Sí, le he visto cuando se iba.

—¡Sí, pobre! Ha sido muy gentil por su parte al venir a verme. ¡Se cansa tanto al moverse!

Godfrey, con aire satisfecho, se apoyó en el respaldo del sillón y estiró las piernas.

—¡Qué diferente —dijo— de cómo era en el verano del 1902 en la villa junto al lago de Ginebra! O en el 1907 en su pisito de Hyde Park Gate, y en Escocia, y en Biarritz, y en Torquay, y después en los Dolomitas cuando enfermaste… y, luego, diecinueve años después, cuando vivía en Ebury Street, hasta que…

—Quiero un cigarrillo —atajó Charmian.

—¿Qué dices?

—Dame un cigarrillo, Godfrey, o llamo a la enfermera y haré que me lo dé.

—Escucha, Charmian, sería mejor que no fumaras. Quiero decir que…

—Quiero fumar un cigarrillo antes de morir. En cuanto a Guy Leet… tú, Godfrey, no tienes ningún derecho a hablar. ¡Tú, precisamente tú! Lisa Brooke, Wendy Loos, Eleanor…

—¡Ese sinvergüenza! —exclamó Godfrey—. Bien, pero fíjate a lo que ha quedado reducido. ¡Y sólo tiene setenta y cinco años! ¡Doblado sobre dos bastones!

—Jean Taylor debe haber hablado —dijo Charmian. Alargó una mano y repitió—: Dame un cigarrillo, Godfrey.

Se lo dio y le ofreció fuego.

—Estoy librándome de Mabel Pettigrew —dijo Godfrey—. Es autoritaria. Una verdadera peste. Y le lleva el mal vivir a la señora Anthony.

Charmian aspiraba el humo del cigarrillo.

—¿Otras noticias? —preguntó.

—Alec Warner está perdiendo el cerebro. Esta mañana ha venido a verme. ¡Quería saber mis pulsaciones y mi temperatura! Lo he puesto de patitas en la calle.

Charmian se echó a reír. No lograba dominarse. Por último tuvieron que acostarla. Godfrey fue obligado a salir. Le dieron un huevo pasado por agua con pan y mantequilla. Luego lo mandaron a su casa.

* * *

Terminaron de cenar a las ocho.

—Si no ha vuelto a las nueve llamaré a la policía —dijo Mabel Pettigrew—. Podría haber sufrido un accidente de coche. Su automóvil no es muy seguro. Y él es un verdadero peligro público.

—Yo no me preocuparía —dijo Eric, reflexionando en que, después de todo, aún no se había firmado el nuevo testamento.

—Yo me preocupo siempre por él —insistió Mabel—. Eso es lo que yo quiero decir cuando afirmo que tengo el derecho de…

Godfrey conducía con mayor prudencia que de costumbre. Después de haberse cerciorado de que las informaciones de Warner eran exactas, le parecía que valía la pena velar cuidadosamente por su propia vida. No es que hubiese dudado ni un solo momento de los informes de Warner. ¡Pobre Charmian! Fuera como fuere, ahora ya no tenía ningún derecho a hacerse la orgullosa, ni la virtuosa. En realidad, ella nunca se había dado esta importancia, pero siempre había tenido ese tono de pureza en virtud del cual «uno» se consideraba, forzosamente, un sucio y maloliente puerco. ¡Pobre Charmian! Había sido de verdad una maligna perversidad por parte de Jean Taylor, ponerse a chismorrear acerca de su dueña después de tantos años. Y he aquí que, sin quererlo, la señorita Taylor le había hecho un óptimo y excelente servicio…

Al fin ya había llegado a casa. Una larga carrera en coche para un viejo.

Godfrey entró con los lentes en la mano, frotándose los ojos.

—¿En dónde diablos ha estado? —le preguntó Mabel Pettigrew—. Eric ha venido a verle.

—Buenas tardes, Eric —dijo Godfrey—. ¿Quieres beber algo?

—Ya he bebido —contestó Eric.

—Me siento en plena forma —proclamó Godfrey, levantando la voz.

—¿De verdad? —dijo Eric—. La señora Pettigrew y yo nos hemos puesto de acuerdo, papá.

—¿A propósito de qué?

—De tu nuevo testamento. Pero, mientras tanto, espero ser recompensado tal como la situación requiere.

—Estás echando barriga —dijo Godfrey—. Yo aún no la tengo.

—O de otro modo tendremos que poner a mamá al corriente de los hechos.

—Sea razonable, Godfrey —intervino Mabel Pettigrew.

—¡Vete al infierno! ¡Fuera, fuera de aquí, Eric! —vociferó Godfrey—. Te doy diez minutos de tiempo, o de lo contrario llamo a la policía.

—Quizá todos estemos algo fatigados —intervino Mabel Pettigrew—. ¿No lo cree así?

—Y usted se marcha mañana por la mañana —dijo Godfrey a la gobernanta.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién puede ser? —murmuró Mabel Pettigrew—. ¿Se ha olvidado de dejar encendidos los faros del coche, Godfrey?

Godfrey hizo caso omiso del timbre.

—No podrías decir nada a Charmian que ella ya no sepa.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Mabel Pettigrew.

El timbre sono por segunda vez.

Godfrey se levantó y fue a abrir. En el umbral había dos hombres.

—¿El señor Colston?

—Yo soy.

—¿Podemos hablarle? Somos del C.I.D.

—Tengo los faros encendidos —dijo Godfrey.

—Se trata de su hermana —le interrumpió el que parecía más viejo de los dos—. Desgraciadamente, doña Lettie Colston…

El día siguiente era domingo. «El autor de las burlas telefónicas se decide a matar —decían los titulares de los periódicos—. Anciana asistenta social muerta en su lecho. Han sido robadas joyas y objetos de valor.»

XV

—Cuando se busca una cosa —dijo Henry Mortimer a su mujer— se acaba por encontrar otra.

La señora Mortimer abría y cerraba la boca lo mismo que un pájaro. Estaba intentando meter algo en la boca de un niño de dos años, y cuando éste la abría para sorber una cucharadita de huevo pasado por agua, instintivamente Emmeline también abría la suya. El pequeño era el nietecito a quien cuidaba porque su hija estaba esperando un segundo hijo.

La señora Mortimer limpió la boca del nene y apartó un vaso de leche para ponerlo fuera del alcance de sus manecitas.

—Busca una cosa y encontrarás otra —repitió Henry—. De entre los papeles de Lettie Colston han sido recopilados una serie de testamentos que se remontan a diversas fechas en los últimos cuarenta años.

—¡Qué tontería cambiar de ideas tan a menudo! —exclamó Emmeline. Dio un suave cachetito a la mejilla del nietecito y se puso a imitar el cloqueo de la gallina. Mientras la boca del pequeño se abría en una carcajada, la abuela le dio la última cucharadita de huevo. Pero él lo escupió casi todo—. Siento que el pobre Godfrey haya sufrido un colapso nervioso durante la investigación. Debía querer mucho a su hermana —dijo.

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