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Authors: Muriel Spark

Memento mori (26 page)

—Yo soy un viejo crítico sin corazón —disculpóse Guy.

Percy dio un puñetazo sobre la mesa.

—¿Crítico…? ¡Eres un asqueroso bellaco!

—Un viejo periodista sin corazón —corrigió Guy.

—Un escorpión humeante. ¿Dónde está tu caridad?

—Nada sé de la caridad —argumentó Guy—. Ni tampoco he oído decir que los escorpiones humeen. En cuanto a los versos de Dowson, jamás me han interesado.

—Eres un sinvergüenza… Has calumniado su persona. Y eso nada tiene que ver con sus versos.

—Lo que yo he escrito es, poco más o menos, lo que, a mi entender, «hubiera podido suceder» —dijo Leet—, y, aproximadamente, corresponde a mis intenciones.

—Un bribón de siete suelas —tronó Percy—. Cualquier cosa, para una broma vulgar, serías capaz de escribir cualquier cosa…

—Admito que es vulgar —dijo Guy—. Por otra parte, esos artículos me los pagan menos de lo debido.

Percy agarró uno de los bastones del dueño de la casa, que estaban apoyados en el sillón. Guy cogió el otro y, llamando a Tony, miró de través a Percy con su cara de colegial.

—Escribe retractándote —exclamó Percy Mannering con mirada de lobo—, o te machaco ese trivial cerebro tuyo.

Con su bastón, Guy golpeó débilmente el de Percy y casi se lo hizo caer de sus temblorosas manos. Entonces Percy aferró el bastón más firmemente y, aguantándolo con ambas manos, logró hacer caer al suelo el de Guy, en el momento en que Tony entraba con una bandeja y un gran tintineo de vasos.

—¡Jesús y María! —exclamó Tony, y dejó la bandeja.

—Tony, ¿quieres hacer que el señor Mannering te dé mi bastón de paseo, por favor?

Percy Mannering quedó inmóvil, mostrando con ferocidad sus dos verduzcos dientes y manteniendo el bastón bien agarrado, y, en apariencia, dispuesto a golpear a cualquiera.

Tony, cautamente, dio unos pasos por la habitación hasta que tuvo entre él y el huésped la mesa escritorio de Guy. Luego bajó la cabeza, bizqueó los ojos y miró a Guy y a Percy por debajo de sus cejas de color de arena, igual que un toro que se dispone a embestir. Pero no tenía precisamente el aspecto de un toro.

—Cuidado con lo que hacen —dijo dirigiéndose a los dos.

Percy soltó una de las manos que sostenían el tembloroso bastón. Cogió con ella la revista con la frase insultante y la agitó en dirección a Tony.

—Su amo —dijo—, ha escrito una odiosa mentira respecto a un amigo mío, muerto ya.

—Eso entra en el ámbito de lo verosímil —dijo Tony agarrado al borde de la mesa escritorio.

—Hazme el favor, Tony. Pon una hoja de papel de escribir sobre la mesa —ordenó Guy—. El señor Mannering desea escribir una carta de protesta contra el director de la revista que tiene en la mano.

El poeta hizo una mueca salvaje. Misericordioso, el teléfono —que estaba sobre el escritorio, junto al sillón del dueño de la casa— empezó a sonar.

—Contesta —dijo Guy a Tony.

Pero Tony miraba a Mannering que seguía apretando el bastón.

El teléfono continuó repiqueteando.

—Si quiere coger usted el auricular, yo, mientras, prepararé el papel como me ha mandado —contestó Guy—. No se pueden hacer dos cosas a la vez.

Abrió un cajón y sacó una cuartilla de papel.

—¡Ah!, ¿es usted? —decía Guy—. Bien, muchacho, en este momento estoy ocupado. Aquí conmigo está un poeta y amigo, con quien voy a beber alguna cosita.

Guy oyó nítida la voz del muchacho que añadía:

—¿Está Percy Mannering con usted?

—Exactamente —contestó Guy.

—Quiero hablarle.

—Para ti —dijo Guy ofreciendo el teléfono a Percy.

—¿Para mí? ¿Quién me llama? ¿Qué quiere?

—Es para ti, sí —contestó Guy—. Es un jovencito, un estudiante, diría.

Receloso, Percy gritó en el receptor:

—Diga, ¿quién habla?

—Recuerde que ha de morir —dijo la voz de un hombre, que no era ya la de un joven.

—Aquí Mannering, Percy Mannering.

—Conforme —dijo la voz, y colgó.

Percy, con aire asustado, paseó la mirada por la habitación.

—Es el tipo de quien se habla —dijo.

—Bebida, Tony —ordenó Guy.

—Es ese hombre —bramó Percy, cuyos ojos centelleaban como por una íntima avidez.

—Ciertamente, un simpático jovencito. Probablemente ha estudiado demasiado preparando sus exámenes. Con toda seguridad, la policía lo pescará.

—¡No es ningún joven! —rechazó Percy levantando el vaso hasta los labios y vaciándolo—. Era una voz fuerte y noble, de hombre maduro, como la de W. B. Yeats.

—Llena el vaso del señor Mannering —ordenó Guy—. El señor Mannering se queda a cenar.

Percy cogió el vaso, guardó el bastón y dejóse caer en un sillón.

—¡Qué experiencia! —exclamó.

—Presagios de inmortalidad —comentó Guy.

Percy miró a su huésped y luego apuntó un dedo hacia el teléfono.

—¿Acaso estás tú detrás de todo ese asunto?

—No —contestó Guy.

—No. —El viejo poeta escurrió el vaso. Miró el reloj y se levantó del sillón—. Perderé el tren —dijo.

—Quédate aquí esta noche —dijo Guy—. Quédate.

Con inseguros pasos, Percy paseó por la habitación, recogió la revista y dijo:

—Escucha…

—Ahí tienes, delante de ti, un papel sobre el que puedes escribir tu protesta al director —le interrumpió Guy.

—Sí —dijo el viejo—. Mañana la redactaré.

—Hay un pasaje de Childe Harold —dijo Leet—, que me agradaría discutir contigo.

—Nadie, de cincuenta años para acá, ha comprendido Childe Harold —precisó Percy—. Tienes que empezar por los últimos dos cantos, querido. Allí radica el «secreto» del poema. Los episodios…

Tony apareció en el umbral.

—¿Ha llamado?

—No, pero ya que estás aquí, dispon lo pertinente ya que el señor Mannering se queda aquí esta noche.

Percy no sólo se quedó aquella noche en casa de Leet (y a la mañana siguiente escribió la carta de protesta al director de la revista), sino que amplió la estancia hasta tres semanas, durante las cuales escribió un soneto shakespeariano titulado
Memento Mori.
Los dos últimos versos de la primera versión sonaban así:

«Afuera, de lo profundo, el tétrico grito resuena:

Recuerda… ¡Oh, recuerda que has de morir!»

La segunda versión fue:

Pero lento resuena en mi oído

el suspiro: «Recuerda que has de morir».

La tercera:

«Y de lejos las Voces se mezclan y gritan:

¡Oh, hombre mortal, «recuerda que has de morir»!

Y aún hubo muchas otras revisiones y sucesivas versiones.

* * *

Eric Colston y la señora Pettigrew esperaban el regreso de Godfrey.

—Hoy al viejo le zumba algo raro en la cabeza —dijo Mabel Pettigrew—. Yo creo que la causa está en la visita que esta mañana le ha hecho el viejo Warner. No se entretuvo mucho tiempo. Yo había ido a la tienda de ahí enfrente para comprarme cigarrillos, y a mi regreso encontré a Warner en el umbral. Le pregunté si quería ver a Godfrey. Me contestó que ya le había visto. Ya descubriré de qué se trata. Espere y verá como me entero. Luego, cuando entré, Godfrey me dirigió una sonrisita verdaderamente feroz, en el momento que él «salía». No me dio tiempo a detenerlo. No ha regresado a la hora de la comida. Aún tiene el plato de pescado sobre la mesa. ¡Pero lo descubriré todo!

—¿El testamento lo ha firmado ya? —preguntó Eric.

—No. Los abogados dijeron que necesitaban tiempo.

«¡Seguro que lo necesitan!», pensó Eric.

Apenas acababa de recibir la carta de Olive, él había tomado el primer tren para Londres, y su primer acto fue ir a ver al abogado. Luego se había puesto en contacto con la señora Pettigrew.

El ama de llaves llenó el vaso de Eric, y al igual que en el curso de la jornada, su mirada se posó sobre las pequeñas manos del hombre. Le hicieron experimentar un sentimiento de terror.

Eric era un hombre membrudo, muy parecido a su madre. Sólo que en él, los rasgos femeninos de la cara y la estructura de su persona resultaban un tanto curiosos. Tenía las caderas anchas y la cabeza grande. Pero los ojos, enormes, la barbilla puntiaguda y la pequeña nariz afilada eran los de Charmian. Por el contrario, la boca era ancha como la de Lettie, cuyo cadáver sería hallado más tarde, aquella misma noche.

Mabel Pettigrew pensaba que ella sabía cómo se manejaban los hombres como Eric. No porque hubiese encontrado a otros de idénticas características de comportamiento. Pero, en conjunto, ese género le era familiar. Ya había comprendido que Eric no era normal, porque —pese a ser muy avaro— parecía igualmente dispuesto a sacrificar cualquier cantidad de dinero con tal de procurarse una satisfacción más intensa y complaciente. En su vida, Mabel Pettigrew ya había encontrado a esa clase de hombres que están prontos a sacrificar la perspectiva del dinero a la de satisfacer, por ejemplo, una ambición mundana.

Hasta ese punto intuía conocer el tipo con quien tenía que vérselas, y no se maravillaría en absoluto de saber que un hombre así fuese capaz de sacrificarlo todo a la venganza. Pero, de todas maneras, ¿podía fiarse de él?

—Hago esto —le había dicho Eric—, por razones morales… Creo, firmemente, que el viejo hará bien. Démosle una lección.

¡Oh, pero Eric era una mescolanza de tantas cosas! Mabel Pettigrew miró las pequeñas manos y el corte femenino de sus ojos, similares a los de Charmian.

Pensó que quizás era una tonta confiando en él.

* * *

Sí, Eric era una mezcla de muchas cosas. La carta de Olive le había revelado que su padre era extorsionado por «una tal señora Pettigrew», la cual quería obligarle a que le dejara en herencia una parte importante de sus bienes. Había actuado rápidamente y sin pensarlo ni un solo segundo más. Ya en el tren, durante el viaje de Cornwall a Londres, no había recapacitado aún en lo que debía hacer. Mientras duró el viaje se había regodeado con pensamientos que le deleitaban: la derrota de Godfrey, la desautorización de Charmian, la posibilidad de qué virtud de corazón y de comprensión maternal se ocultaran detrás del aspecto exterior, probablemente frío, de esa señora Pettigrew; el gusto de estar en posición de desenmascarar a todos delante de todos, caso de que fuese útil hacerlo, y, por último, la excitación de poder obtener inmediatamente dinero líquido en cantidad suficiente para ir a escape a ver a tía Lettie y decirle lo que pensaba de ella.

¡No es que supiese, en verdad, lo que pensaba de ella! Desde su juventud se había metido este axioma en la cabeza: la familia, pérfidamente, le había abandonado; incluso la familia lo había admitido de común acuerdo, cuando Eric estaba entre los veintidós y los veintiocho años, y el siglo estaba entre los veintitrés y los veintinueve. Él había repudiado las opiniones a las cuales la familia siempre se había atenido, excepto una: «De un modo u otro hemos abandonado a Eric. ¿Cómo ha sido posible? ¡Pobre Eric! Charmian lo ha mimado demasiado, pero nunca fue una verdadera madre para él. Godfrey, demasiado atado a sus negocios, no se cuidó nunca del muchacho. Godfrey ha sido demasiado débil, demasiado severo, demasiado avaro; le dio demasiado dinero, etc., etc.» Los ancianos, más tarde, tomaron la costumbre de repetir esas sentencias cuando ya estaban pasadas de moda. Pero ahora Eric las había hecho suyas. Eran su credo. Para consolarlo, Lettie lo llevaba consigo de vacaciones. Él la robaba y la culpa siempre recaía en el personal del hotel. La tía también intentó interesarle en la obra de asistencia a los presos, pero él empezó a contrabandear cartas y tabaco en Wormwood Serubs. «¡Pobre Eric, nunca se le ha ofrecido una buena oportunidad para sobresalir! ¡No debían haberle enviado a aquella pésima escuela! ¿Cómo podíase esperar que lograra aprobar nunca un examen? Yo la culpa se la doy a Charmian… Yo la culpa se la doy a Lettie… Godfrey no se ha cuidado nunca…, etc., etcétera». Frecuentó una academia de pintura, pero le sorprendieron robando los tubos de colores. Lo enviaron a un psicoanalista freudiano, que le era antipático. Luego, a uno adleriano. Finalmente, a uno individualista. Mientras, ocurrió aquel incidente con el joven portero de un club, y a consecuencia de lo ocurrido fue enviado a otro psiquiatra, comprensivo y persuasivo.

Salió de allí tan perfectamente curado que creó un verdadero problema a una de las camareras. Charmian se convirtió al catolicismo. «Eric saldrá de esta fase negra —dijo su madre—. Mi abuelo, de joven, era también un alocado calavera.»

Pero Eric quedó estupefacto, cuando los suyos, por último, dejaron de atribuirse la responsabilidad de las míseras condiciones en las cuales ahondaba. Los juzgó, para usar sus mismas palabras, de hipócritas y sin corazón. Hubiera querido que empezaran de nuevo a discutir con él usando el viejo estilo. Por el contrario, cuando alcanzó los treinta y siete años, le dijeron cosas amargas. Había comprado un
cottage
en Cornwall y allí se bebía su dinero. Al estallar la guerra estaba internado en una clínica haciendo una cura de desintoxicación de alcohol. Salió de allí para ser soldado, pero fue dado por inútil a causa de su anamnesis psicológica. Odió a Charmian, a Godfrey y a Lettie. Odió a su primo Alan que se defendía muy bien ejerciendo de ingeniero y que, de niño, comparado con él, había sido considerado un retrasado. Se casó con una mujer negra de la cual se divorció seis meses después. Godfrey cuidó de fijarle una asignación. De vez en cuando escribía a Charmian, a Godfrey, a Lettie, para decirles que les detestaba. Cuando, en 1947, Godfrey se negó a darle dinero, Eric hizo las paces con tía Lettie. De ella obtuvo alguna pequeña ayuda y promesas más generosas para el futuro. Pero cuando ella vio que el dinero gastado le rendía tan poco en cuanto a la compañía que le hacía el sobrino, tía Lettie redujo su munificencia a meras y sencillas divagaciones sobre el testamento. Eric escribió una novela que fue publicada gracias al prestigio del cual aún disfrutaba el nombre de Charmian. La crítica encontró cierta semejanza con el estilo de la madre. «Pobre Eric —exclamó Charmian—. No tiene demasiada personalidad. En mi opinión, Godfrey, ahora que Eric finalmente se ha puesto a hacer algo, creo que nosotros deberíamos ayudarle.» Y, durante dos años, ella le mandó todo el dinero de que disponía. Eric la juzgó tacaña. «Tengo la sospecha de que Godfrey incuba el secreto terror de que haya otro novelista en la familia», había dicho Charmian, confiándose a Guy Leet. Y añadió lo siguiente, lo cual, si no era precisamente exacto, sonaba como lógica conclusión: «Naturalmente, Godfrey siempre deseó que Eric entrase en su tétrica fábrica.»

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