Memento mori (24 page)

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Authors: Muriel Spark

* * *

Como era lógico, cuando Gwen abandonó el servicio en casa de doña Lettie, se lo contó todo a su prometido: las inspecciones nocturnas de la loca de su dueña, que iba dando vueltas por la casa hurgando todos los muebles, todos los rincones y, en el jardín, por detrás de los matorrales, con una lámpara eléctrica portátil, y que no era para maravillarse si estaba perdiendo la vista.

—Y no me permitió avisar a la policía —añadió Gwen—. No se fía de los policías. No me extraña que se le rían en la cara. Pero a mí me venían escalofríos, porque cuando va a caza de ruidos, se oyen por toda la casa y una empieza a creer que ve sombras en la oscuridad. La mayor parte de las veces acababa por ir a chocar contra ella en el jardín. Esa casa está habitada por espíritus. No habría podido resistirlo ni un minuto más.

El novio de Gwen consideró que la narración era interesante y la explicó en la obra en construcción en la que trabajaba.

—Mi chica estaba al servicio de una vieja solterona, una noble, o una condesa, o qué sé yo, allá por la parte de Hampstead… y esa fulana iba dando vueltas por la casa todas las noches… Decía que había ladrones… Pero no quiso avisar a la policía… Mi chica se marchó la semana pasada. Estaba hasta la coronilla…

—Hay mucho loco suelto por el mundo, te lo aseguro —comentó uno de sus amigos—. Recuerdo que durunte la guerra, cuando yo era asistente de un coronel, él…

Y fue así como un peón, nuevo en aquella obra en construcción, llegó a saber lo que Gwen había explicado. Era un joven que no se consideraba a sí mismo como un criminal, pero conocía a un pulidor de cristales, que le podría dar dos o tres libras esterlinas por una información de esa clase. Pero antes le era necesario procurarse la dirección.

—¿En dónde has dicho que vive esa condesa? —preguntó al novio de Gwen—. Yo conozco muy bien toda la zona de Hampstead.

—Oh, es un barrio elegante, Hackleton Rise. Mi chica dice que aquella vieja acabará en un manicomio. Es una loca. ¿Has leído en el periódico lo de las bromas con el teléfono? Ahora ha hecho desconectar el aparato…

El joven peón llevó la información al pulidor de cristales, el cual, sin embargo, no le pagó en el acto. «Primero comprobaré la dirección con mi compadre», dijo.

Tampoco el pulidor de cristales desarrollaba personalmente una actividad de esa naturaleza. Pero esa noticia podía producir dinero. Después de unos días, el compadre se declaró satisfecho y desembolsó diez esterlinas, no sin dejar de hacer notar de que la vieja solterona en cuestión, después de todo, no era condesa. El pulidor de cristales pasó una pequeña parte de la suma al peón. A su vez le hizo notar que la información no era exacta del todo y le recomendó que, en los días sucesivos, tuviese la boca bien cerrada.

Fue así como la casa de doña Lettie y sus inspecciones nocturnas acabaron bajo control.

El día de su última visita a Jean, Lettie regresó a Hampstead en taxi poco después de las cinco. Pasó por la agencia de colocaciones para ver si le habían encontrado una sirvienta de media edad, limpia, con buenas referencias y dispuesta a ir a su casa. No, aún no habían encontrado a nadie, pero estaban al tanto. Recorrió a pie el resto del trayecto.

Con mal humor, se hizo té y bebió una taza en la cocina, de pie.

Luego fue a su estudio y empezó una carta para Eric. Bien pronto la pluma quedó seca. Lettie la llenó y reanudó la escritura:

«…pienso tan sólo en tu pobre madre, acabando en una clínica, y en tu pobre padre que tanto ha hecho por ti y que está perdiendo la salud rápidamente, cuando te pido que por lo menos tú escribas y expliques las razones de tu silencio. Me consta que entre tú y los tuyos ha habido dolorosos contrastes; pero ahora que ellos son viejos, ha llegado el tiempo de que trates de corregirlo como puedas. Me decía tu padre el otro día que, por su parte, está dispuesto a poner una piedra encima del pasado; y, en cierto modo, me ha rogado que yo te escribiera en tal sentido.»

Lettie se interrumpió y miró al otro lado de la ventana. Un coche desconocido se había detenido delante de la casa de enfrente. Evidentemente, alguien iba a visitar a los Dillinger, y no sabía que estaban fuera. Empezó a notar fresco y se levantó para correr las cortinas. Un hombre estaba sentado ante el volante del coche, esperando, pero en el momento en que ella corrió las cortinas, lo puso en marcha.

«No creas que no sé de tus actividades en Londres, y tus tentativas para asustarme. No te ilusiones pensando que estoy lo más mínimo asustada.»

Subrayó las últimas frases. Al principio, ciertamente, lo había pensado, pero en una segunda ocasión —ahora lo recordaba— se había decidido a escribirle usando un tono que sonase como a una llamada. Con un hombre como Eric era necesario jugar con astucia. Cogió otra hoja de papel y empezó de nuevo, deteniéndose una vez para mirar por encima de sus hombros, y prestar atención, escuchando algún ruido.

«Pienso sólo en tu pobre madre, acabando en una clínica, y en tu pobre padre que ha perdido sus energías y declina rápidamente, cuando te…»

Acabó la carta. Escribió la dirección y cerró el sobre. Luego llamó a Gwen para que fuera a echarla al correo para la recogida de las seis. Pero en seguida recordó que Gwen se había ido.

Desconsolada, Lettie dejó la carta sobre la mesita del vestíbulo y reunió fuerzas para pensar en la cena, conectar la radio y escuchar el noticiario.

Se preparó pescado hervido. Comió y lavó la vajilla. Oyó la radio hasta las nueve y media, luego apagó el aparato y se fue otra vez al vestíbulo. Permaneció cinco minutos escuchando. Por último le llegaron unos ruidos, primero desde la cocina, luego desde el comedor, a su derecha, y desde el piso de arriba.

Durante tres cuartos de hora inspeccionó la casa y el jardín minuciosamente, por la parte de la calle y por la parte trasera. Luego cerró con llave la puerta de entrada y puso la cadena. Cerró también todas las habitaciones y se quedó con la llave. Por último subió lentamente las escaleras para ir a la cama, deteniéndose a cada tres o cuatro peldaños para tomar aliento y escuchar. Indudablemente, alguien debía estar sobre el tejado.

Cerró con llave a sus espaldas la entrada del dormitorio y colocó una silla bajo el tirador. Sin duda alguna había alguien abajo, en el jardín. Al día siguiente por la mañana se pondría en contacto con su diputado. No había aún contestado a su última carta, entregada en correos el lunes. ¿No era el martes? Bien, aún había tiempo para una respuesta. La corrupción en las fuerzas de la policía era un hecho muy grave. Debía ser objeto de una interpelación en la Cámara de los Comunes. Una bien tiene el derecho de ser protegida. Alargó la mano para sentir el pesado bastón de paseo que tenía apoyado a la escalera de la cama.

Por fin se durmió. La despertó, de repente, un ruido, y, pese a todo, le sorprendió darse cuenta de que era verdadero.

Lettie encendió la luz. Eran las dos y cinco. Un hombre estaba de pie frente a su tocador, cuyos cajones estaban abiertos y completamente revueltos. El hombre se volvió y la miró. La puerta de la habitación estaba abierta. En el pasillo había luz y Lettie oyó los pasos de otra persona. Chilló, agarró su bastón y estaba intentando levantarse de la cama, cuando desde el pasillo una voz masculina dijo:

—Ya basta. Vámonos.

El hombre que estaba junto al tocador tuvo un relámpago de excitación nerviosa. Velozmente se acercó a la cama por la parte donde estaba Lettie, mientras ésta abría la boca y se le desencajaban los ojos. El hombre le arrancó el bastón de la mano, y con la embotada puntera la golpeó hasta matarla.

Doña Lettie murió a la edad de ochenta y un años.

XIV

Transcurrieron cuatro días antes de que el lechero refiriese que hasta cuatro botellas de leche se habían acumulado en el umbral de la casa de doña Lettie Colston. La policía entró y encontró el cuerpo, la mitad fuera del lecho.

A Godfrey, entre tanto, no le había preocupado lo más mínimo no saber nada de Lettie. Desde que su hermana había hecho desconectar el teléfono, raramente recibía noticias suyas. De todas maneras, aquella mañana tenía otras muchas cosas en que pensar. Alec Warner había ido a verle para referirle, de parte de Jean Taylor, aquel increíble, perturbador e impúdico mensaje, el cual, con todo, le infundía nueva vida. Como es natural, había echado a Alec fuera de su casa. Este, que parecía ya esperarlo, obedeció con presteza al «¡Fuera de aquí!» de Godfrey, lo mismo que un actor que ha probado y vuelto a probar su papel. Pero en el momento de irse, dejó una hojita de papel con una serie de datos y de nombres de localidades. Godfrey examinó el documento y se sintió extraordinariamente más sano y gallardo que meses atrás. Salió, fue a beber un whisky con sifón, y, mientras, decidió lo que debía hacer. Mientras bebía, pensó en Guy con desprecio. Este pensamiento le procuraba cierto placer. Asociaba a él una nueva sensación de bienestar. Bebió otro whisky y rió para sí, pensando en Guy encorvado sobre sus dos bastones. ¡Había sido siempre un bruto ese marrano!

* * *

Guy Leet estaba sentado en su habitación, en Old Stable, en el Surrey, atento a escribir con mucha fatiga sus propias memorias, que se publicaban en folletón en una revista. El cansancio era todo físico, no mental. Los dedos funcionaban lentamente, apretados alrededor de la gruesa pluma estilográfica. Quizás aún le servirían otro año más, si es que podía decirse que aún le servían esos dedos deformados, de prominentes nudillos. De vez en cuando los miraba desaprobador. Sí, quizás resistirían otro año. Todo dependía del rigor del próximo invierno. ¡Cómo se convierte en primitiva la vida a una edad avanzada cuando un hombre, aunque esté rodeado por el calor de la familia, es más vulnerable a la acción de la naturaleza, que un joven explorador en el Polo! ¡Y con cuánta sencillez se imponen las leyes físicas, frustrando todo propósito! Guy estaba aquejado de una alteración de las articulaciones de las rodillas, a consecuencia de la cual una pierna se aflojaba echándose sobre la otra cada vez que era obligada al peso del cuerpo. «La ley de la gravedad, ¡qué maldición!», solía decir. No obstante, siempre estaba muy alegre. Sufría también de un reumatismo en el cuello que le obligaba a echar la cabeza hacia delante y a inclinarla hacia un lado. En cuanto le había sido posible había adaptado la vista y el cuerpo a esos defectos, habituándose a mirar de soslayo y a recurrir, para sus diligencias, a la ayuda de su criado y del automóvil, o bien a los dos bastones. A su servicio estaba un irlandés de mediana edad, soltero, religioso, de hablar pausado, que siempre andaba de puntillas. Guy lo apreciaba mucho. Cuando le dirigía la palabra le llamaba Tony, pero a sus espaldas era «Jesús de puntillas».

Tony entró con el café de la mañana y con el correo, que siempre llegaba más bien tarde. Colocó dos cartas junto al cortapapeles y el café delante de Guy. Después, con una sonrisa radiante, se alisó la parte delantera de los pantalones un tanto ajados. Hacía una novena perpetua para la conversión de su amo, pese a que Guy le había dicho: «Cuanto más rezas por mí, Tony, más me convierto en un pecador encallecido, o mejor dicho, me convertiría si tuviese la posibilidad».

Guy abrió el sobre más grande. Eran las galeradas de la última entrega de sus memorias.

—Toma, Tony —dijo—, corrige esas pruebas.

—Ya sabe que sin lentes no puedo leer.

—¡Eso es un eufemismo, Tony!

En efecto, como lector, Tony no era gran cosa, aunque —en caso de necesidad— salía del apuro siguiendo cada palabra con el dedo.

—Es un pecado, señor —dijo Tony, desapareciendo.

Guy abrió la otra carta. Tuvo una sonrisa que hubiera parecido siniestra para quien no se diera cuenta de que era otra consecuencia del cuello torcido por el reuma. La carta era de Alec Warner.

«Querido Guy,

»Confieso que he enviado a Percy Mannering el último episodio de tus memorias. De todas formas lo hubiera visto lo mismo. Creo que ha quedado un tanto descompuesto por tus nuevas referencias a Dowson.

»Contéstame dándome las gracias por haberle enviado el artículo. Mannering dice que irá a verte, evidentemente, para discutir el asunto. Confío que no será un peso demasiado grave que soportar y que tú apelarás a toda tu indulgencia.

»Ahora bien, querido amigo, yo sé que querrás ayudarme contando las pulsaciones y anotando la temperatura del viejo, apenas puedas hacerlo fácilmente, después que haya discutido el artículo.

»Ciertamente, sería preferible hacerlo «durante» la discusión, pero, probablemente, resultará difícil. Cualquier otra observación sobre su color, su conversación (y claridad de la misma, etc.), y también sobre su comportamiento en general «durante» la breve discusión, como te consta, será apreciadísima.

»Mannering estará mañana contigo —o sea, el mismo día en que supongo recibirás ésta mía—, por la tarde, a las tres y cuarenta aproximadamente. Le he facilitado un horario de ferrocarriles y todas las necesarias indicaciones.

»Querido amigo, tu reconocidísimo,

ALEC WARNER.
»

Guy volvió a colocar la carta en el sobre. Telefoneó a la clínica en donde ahora vivía Charmian, e hizo que le preguntaran si aquella tarde podía ir a visitarla. Después de haberse informado, la enfermera contestó que sí, que podía ir. Entonces le dijo a Tony que tuviera dispuesto el coche para las tres y cuarto.

Había decidido ya con anterioridad ir a ver a Charmian. El día era cálido y luminoso, aunque de vez en cuando el cielo se nublaba. Él no experimentaba resentimiento alguno contra Alec Warner: el tipo ése había nacido para crear embrollos, pero ni él mismo se daba cuenta, y eso era ya un atenuante. Le disgustaba que aquella tarde el pobre Percy afrontase el viaje, inútilmente.

Cuando se fue a las tres y cuarto, dejó una nota pegada a la puerta de Old Stable: «Ausente por algunos días».

«Es una cosa inverosímil —pensó—. Sea como sea, Percy no tiene elección, tendrá que tomarlo como verdadero.»

—Pero es una mentira —comentó Tony subiendo en el automóvil para acompañar a su dueño.

A Charmian le gustaba la nueva habitación. Era vasta y estaba arreglada con
chintz
viejo estilo, de vivos colores. Le recordaba la habitación de su profesora, en la escuela, en los tiempos lejanos en los cuales los días, quién sabe por qué, eran siempre serenos y parecía que todo el mundo se amaba. Tuvo que cumplir dieciocho años para darse cuenta de que no era verdad que todos se querían. Y siempre se había fatigado persuadiendo a los otros de esta realidad. «¿Cómo es posible que hayas llegado a los dieciocho años sin haber chocado nunca con la malignidad y el odio?»

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