Authors: Muriel Spark
—Ahora no consigo recordar quién era —contestó Godfrey—. Hace ya mucho tiempo que me he despreocupado de los asuntos de Eric.
—Convendría que tuvieras la memoria más ágil —insistió Lettie—. Cada noche, antes de acostarte, intenta rehacer mentalmente todo lo que hayas hecho durante el día. Francamente, estoy preocupada por el hecho de que Eric no haya venido a verme.
—Ni con nosotros se ha dejado ver —dijo Godfrey—. ¿Por qué debería haber venido a ti?
—Creí que al menos él sabría en dónde está su interés.
—Tú no conoces a Eric. Cincuenta y seis años, y un fracaso completo. Deberías ya saber, Lettie, que los hombres de su edad y de su clase no pueden soportar la vista de los viejos. Les recuerda que ellos están también envejeciendo. Por lo que me han dicho, se ve que Eric acusa ya sus años. A lo mejor tú conseguirás ver cómo le echarán la tierra encima. Quizás lo consigamos tú y yo.
Más tarde, aquella misma noche, ya en su cama, doña Lettie se dijo que detrás de aquellas llamadas telefónicas debía ocultarse sin duda su sobrino. No era él, claro está, quien telefoneaba, por temor de que le reconociera su voz. Tenía un cómplice, evidentemente.
Levantóse y encendió la luz.
* * *
En bata, sentada ante su escritorio, en plena noche, doña Lettie llenó la pluma estilográfica y mientras estaba atenta en este trabajo, echó una ojeada a la página que había escrito hacía poco. «Cuán deforme es mi caligrafía», pensó. En seguida, como si diera un portazo, alejó aquella preocupación. Secó la punta de la pluma, volvió la hoja y continuó en la otra página la carta a Eric:
«… y así, desde el momento que he sabido que has estado en Londres en estas últimas seis semanas y que no sólo no me has informado, sino que tampoco has venido a visitarme, confieso que me ha dolido tu —digámoslo suavemente— descortesía. Hubiera deseado consultarte sobre ciertas cosas referentes a tu madre. Probablemente deberemos internarla en la clínica de Surrey, de la que te hablé la última vez que nos vimos.»
Dejó la pluma, quitóse de los cabellos una de sus bonitas horquillas y se la volvió a poner.
«Quizá debería ser más astuta con Eric», pensó. Debajo de la lámpara de mesa su cara se desfiguró en una serie de diversas contracciones. Dos pensamientos la asaltaron a la vez. Uno era: «Estoy de veras muy cansada». El otro: «No estoy nada cansada. Adelante, con mayor energía». Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo sus temblorosas palabras.
«Recientemente he introducido alguna modificación en mis asuntos y también sobre ello hubiese querido consultarte, si tú hubieras creído oportuno informarme de tu reciente estancia en Londres.»
¿Era lo bastante insinuante? Bien, quizá lo era demasiado para Eric.
«Estos arreglos de importancia secundaria, se refieren, naturalmente, a mi testamento. Me ha parecido siempre una lástima que tu primo Martin, que se las arregla tan bien en Sudáfrica, no fuese recordado, ni siquiera modestamente. No quisiera recriminaciones en la familia después de mi muerte. Tu posición, como es natural, queda substancialmente invariable, pero hubiera deseado que me hubieses permitido consultarte. Recordarás las modificaciones por mí aportadas a la precedente situación después de la muerte de tu primo Alan, caído en el campo de batalla…»
«Así va bien, aquí soy bastante hábil —pensó—. Eric, de una forma u otra se quedó al margen de la guerra.»
Y continuó:
«Hubiera querido discutirlo contigo, pero soy una vieja y me doy perfecta cuenta de que también tú, no demasiado joven, debes estar muy atareado. El señor Merrilees está ahora redactando el testamento modificado y yo no quisiera alterar posteriormente el estado actual de las cosas. De todos modos hubiese querido discutirlo contigo, si hubieras creído oportuno dar señales de vida durante las seis semanas de tu reciente viaje a Londres, del cual he tenido sólo noticias cuando ya te habías ido.»
«Así debería ir bien —pensó—. Eric regresará de Cornualles con el primer tren. Si es él el culpable, comprenderá que yo lo sé. Nadie se atreverá a matarme metiéndome miedo.»
Y una vez más se le ocurrió preguntarse quién podía ser su enemigo, y empezó a dudar de que Eric fuese capaz… y dispusiese de medios financieros para pagarse un cómplice.
«La cosa es más fácil para Mortimer —pensó—. De todas formas, debe tratarse de una persona mencionada en mi testamento.»
Cerró, franqueó la carta para Eric y la puso encima de la bandeja, en el vestíbulo. Después bebió un sorbo de whisky y se volvió a la cama. Pero lentamente volvía y volvía su cabeza en la almohada. No lograba dormirse. Había cogido frío en el estudio. Un calambre le encogió una pierna. Sintió el deseo impaciente de un amigo fuerte, de una Fuerza Superior a la cual dirigirse.
«¿Quién puede ayudarme? —pensaba—. Godfrey es egoísta. Charmian imposibilitada. Jean Taylor postrada en una cama. Puedo hablar a Taylor, pero ella no tiene la fuerza que yo necesito. Alec Warner… ¿debo ir en busca de Alec Warner? No he recibido nunca ninguna fuerza de él. Y tampoco de Taylor. Alec tampoco posee fuerza suficiente para sí mismo.»
De improviso se sobresaltó y se sentó. Algo le había rozado una mejilla. Encendió la luz. Había una araña encima de la almohada, grande como una moneda e inmóvil, con las patas negras y alargadas. La miró aterrorizada. Después recurrió a sus fuerzas para intentar echarla de la almohada. Mientras extendía la mano, vio, también en la almohada, allí en donde la luz de la lamparita de noche proyectaba una sombra, otro insecto más claro, peludo, igualmente parecido a una araña.
—¡Gwen! —gritó—. ¡Gwen!
Pero Gwen dormía profundamente. Presa de pánico, doña Lettie apartó la araña más grande; pero se dio cuenta de que era un plumón y que también lo era el otro insecto.
De nuevo dejó caer la cabeza en la almohada.
«Mis almohadas son viejas —pensó—. Tendré que comprar otras nuevas.»
Apagó la luz y comenzaron de nuevo los inquietos movimientos de la cabeza.
«¿De quién puedo obtener fuerza?» pensaba Lettie.
Mentalmente hizo un examen de sus conocidos, uno por uno. ¿Quién de ellos era más tenaz, y más fuerte que ella?
Tempest, concluyó al fin. Decidió pedir a Tempest Sidebottome que la ayudase. Tempest, su antagonista durante cuarenta años en sus sesiones de comité, había sido muchas veces una preocupación tormentosa para Lettie. Estaba resentida sobre todo por su autoritaria actividad y por el dinamismo físico de Tempest durante el funeral de Lisa. Pero ahora, cosa extraña, el recuerdo de aquella mujer le daba fuerza. Tempest Sidebottome arreglaría el asunto. Si una persona en el mundo podía resolverlo, era ella. Tempest descubriría y aniquilaría a su perseguidor. La cabeza de doña Lettie encontró quietud sobre la almohada. A la mañana siguiente iría a Richmond para hablar a Tempest. Después de todo, sólo tenía setenta años. Deseó solamente que Ronald, el idiota del marido, no estuviese en casa. Pero de todas maneras, ¡era tan sordo! Finalmente, esperando confiada en la fuerza de Tempest Sidebottome, como en una madre terrible, una victoria ya soñada, doña Lettie se durmió.
* * *
—Buenos días, Eric —dijo Charmian mientras fatigosamente daba la vuelta a la mesa para sentarse en su sitio para el desayuno.
—Nada de Eric —dijo la señora Pettigrew—. Esta mañana tenemos otra vez la mente un poco confusa.
—¿De verdad? ¿Por qué tiene la cabeza confusa, querida? —preguntó Charmian.
Godfrey comprendió que se estaba iniciando una discusión. Levantó la vista del periódico.
—Lettie me decía ayer noche que es de gran ayuda para la memoria, recordar mentalmente, durante todas las noches, las cosas que han sucedido durante el día —dijo dirigiéndose a su esposa.
—Pero eso es una práctica católica —contestó Charmian—. A nosotros católicos se nos recomienda meditar todas las noches sobre las acciones cometidas durante el día. Es un maravilloso…
—No es lo mismo —argumentó Godfrey—. Tú te refieres solo a las acciones morales, de una persona. Yo, sin embargo, hablo de todo lo que ha sucedido. Es una gran ayuda para la memoria, me decía Lettie ayer noche, recordar, trayéndolo a la memoria, todo lo experimentado durante el día. Además, esa práctica que tú llamas católica es común a la mayor parte de las religiones. Según mi opinión, ese tipo de examen de conciencia tiene el poder de esclavizar al envidioso y privarlo de su libertad de acción. Por ejemplo tú. Tú sólo puedes apelar a la psicología…
—¿A quién? —preguntó Charmian con sorna, mientras tomaba la taza que la señora Pettigrew le estaba ofreciendo. Godfrey volvió a su periódico y Charmian continuó su discusión con el ama de llaves.
—No veo cómo se puede meditar sobre el propio comportamiento moral sin recordar todo aquello que ha sucedido durante el día. Es, por tanto, la misma cosa. Lo que Lettie aconseja es una forma de…
Godfrey dejó el periódico.
—Te digo que no es lo mismo.
Mojó en el té un pedazo de pan tostado y se lo llevó a la boca.
La señora Pettigrew aprovechó la ocasión para recitar su parte de pacificadora.
—Ahora, calle —dijo a Charmian—. Coma los huevos batidos que Taylor ha preparado para usted.
—Taylor no está ya aquí —precisó Charmian.
—Taylor… ¿qué quieres decir? —preguntó Godfrey. La señora Pettigrew le guiñó el ojo.
Él abrió la boca para replicar, pero en seguida la cerró.
—Taylor está en el hospital —prosiguió Charmian, complacida de su lucidez.
—Motling… —leyó Godfrey en el periódico—. ¿Me escuchas, Charmian? Zomba. Nysailandia, 10 diciembre. El Mayor Cosmos Petwich Motling G.C.V.O.
{4}
esposo de la difunta Eugenia, padre amantísimo de Patricia y de Eugenio, ha muerto a la edad de noventa y un años. ¿Me escuchas, Charmian?
—¿Ha caído en el frente, querido?
—¡Oh, pobre de mí! —exclamó la señora Pettigrew.
Godfrey abrió la boca para decir algo a la señora Pettigrew, pero se contuvo. Cogió de nuevo el periódico y escondiéndose tras él, balbució:
—No, ha muerto en Zomba. Se llama Motling. Fue trasladado allá cuando le correspondió el retiro. Tú no lo recordarás.
—«Yo» lo recuerdo muy bien —intervino la señora Pettigrew—. Cuando su mujer vivía, Lisa tenía la costumbre…
—¿Murió en el frente? —preguntó aún Charmian.
—En el frente —dijo la señora Pettigrew.
—Sidebottome… —leyó Godfrey—. ¿Me escuchas, Charmian? El 18 de diciembre, en la Clínica Mandeville de Richmond ha muerto Tempest Ethel, esposa muy querida de Ronald. Charles Sidebottome. Nada de flores ni de visitas. No dice cuántos años tenía.
—¡Tempest Sidebottome! —exclamó la señora Pettigrew alargando la mano para coger el periódico de la mano de Godfrey—. ¿Me deja ver?
Godfrey apartó el periódico. De nuevo abrió la boca como para protestar, pero en seguida la cerró.
—No he terminado todavía de leerlo —pudo decir un momento después.
—¡Caramba, caramba, Tempest Sidebottome! —exclamó la señora Pettigrew—. Naturalmente, el cáncer es el cáncer.
—Fue siempre una peste —comentó Godfrey, como si el hecho de que Tempest hubiese muerto no constituyese la prueba determinante.
—A saber quién cuidará ahora al viejo Ronald, pobrecito —dijo la señora Pettigrew. ¡Es tan sordo!
Godfrey levantó la vista para mirarla y comprender mejor qué había querido decir, pero la nariz pequeña y chata de la gobernanta estaba hundida en la taza y sus ojos miraban complacidos la mermelada.
En efecto, la noticia de la muerte de Tempest la había afectado profundamente. Un mes antes había accedido a unir sus fuerzas con las de Sidebottome en la causa para impugnar el testamento de Lisa Brooke. Cuando se enteró del matrimonio —secreto hasta aquel momento— de Guy Leet y de Lisa, Tempest decidió ponerse en contacto con la señora Pettigrew para intentar concertar sus recientes contrastes. La señora Pettigrew hubiera preferido actuar sola, pero el coste elevado del pleito la disuadió de su propósito inicial. Por eso había consentido tomar parte en el procedimiento junto a Tempest contra Guy Leet, sosteniendo que su matrimonio con Lisa Brooke no había sido consumado. Los abogados les habían advertido que la causa tenía pocas probabilidades de éxito, pero Tempest tenía dinero y arrestos para continuar, en tanto que la señora Pettigrew poseía las cartas a que se refería el asunto. Ronald Sidebottome, a este propósito, se había mostrado evasivo. No le gustaba sacar a la luz viejos escándalos. Pero evidentemente quien mandaba era Tempest. Por eso su muerte fue un duro golpe para la señora Pettigrew. Le había tocado tener que discutir no poco con Ronald para persuadirlo a seguir adelante. Era verdad que no se tiene nunca un momento de reposo. Fijaba su mirada en el tarro de la mermelada como para sondear su profundidad.
Godfrey había vuelto a su periódico.
—Nada de flores, ni visitas. Nos ahorraremos la corona.
—Harías bien escribiendo al pobre Ronald —dijo Charmian—. Yo rezaré un rosario por la pobre Tempest. ¡Oh, cómo la recuerdo cuando era joven! Había llegado hacía poco de Australia y su tío era uno de los directores de instituto en el Dorset, como mi tío, ¿sabe?, señora Pettigrew…
—Tu tío no estaba en Dorset. Estaba en Yorkshire —intervino Godfrey.
—Pero era presidente de una escuela de campo, como el tío de Tempest. Déjame en paz, Godfrey. Estoy hablando con la señora Pettigrew.
—Oh, llámeme Mabel —dijo la gobernanta dando una ojeada en dirección a Godfrey.
—Su tío, Mabel —repitió Charmian— era un director y también el mío. Lo único que teníamos en común; nada más o casi nada más. Por otra parte, naturalmente, Tempest era una muchacha mucho más joven que yo.
—Más joven que tú siempre lo ha sido —intervino Godfrey.
—No, ahora ya basta, Godfrey. Bueno, señora Pettigrew. Yo recuerdo a nuestros tíos. Estábamos todos en Dorset y estaban también un obispo y un decano, además de los dos tíos. Tempest, pobrecilla, se aburría hasta morir. Ellos discutían sobre las Sagradas Escrituras y de aquel manuscrito llamado «Q». ¡Cómo se enfadó Tempest cuando se enteró de que aquel «Q» era sólo un manuscrito! Había creído que hablaban de un obispo y por esto había preguntado en voz alta: «¿Quién es este obispo Kew?»
{5}
. Naturalmente todos se echaron a reír; pero después lo sintieron por Tempest y trataron de consolarla diciéndole que aquel «Q», en realidad, no era nada, ni siquiera un manuscrito, y que ni siquiera existía. Debo confesar que no he podido jamás comprender cómo estuvieron hasta tan tarde, de noche, cambiando opiniones sobre ese «Q» que no existía. Repito que la pobre Tempest estaba de verdad furiosa. No podía soportar que se burlasen de ella.