Authors: Muriel Spark
—Sí, sí, Mabel, con el abogado. Procure que la señora Anthony no la oiga.
—La señora Anthony se ha ido. De todas formas es sorda. ¿En dónde ha estado durante toda esta tarde?
—Bien, he ido a la comisaría de policía.
—¿Cómo?
—Sí, he estado en la comisaría de policía. Me han hecho esperar mucho rato.
—Escuche, Godfrey, usted no tiene ninguna prueba en contra mía, ¿comprende? Usted tiene necesidad de pruebas. Intente alguna cosa, ¡y ya verá! ¿Qué les ha dicho a los de la policía? ¿Qué les ha dicho?
—No recuerdo las palabras exactas. Es hora ya de que hagan algo. Les he dicho: «Mi hermana es perseguida por ese hombre desde hace ya más de seis meses. Y ahora también ha empezado conmigo. Ya va siendo hora de que encuentren un remedio», he dicho. Luego he continuado diciendo…
—¡Ah, las llamadas telefónicas…! Pero ¿nada más que eso? De verdad, Godfrey, ¿es eso todo?
Godfrey se encogió en el sillón.
—¡Maldita sea, qué frío! —rezongó—. ¿Hay un poco de whisky?
—No. No tenemos.
Silenciosamente, antes de acostarse, Godfrey abrió la puerta de la habitación de Charmian.
—¿Aún despierta? —preguntó como en un susurro.
—Sí —contestó ella, despertándose.
—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas alguna cosa?
—No necesito nada, gracias, Godfrey.
—¡No te marches a la clínica! —murmuró.
—Godfrey, esta tarde yo sola me he preparado el té.
—Está bien. Te lo has preparado tú. Pero no te marches…
—Godfrey —insistió Charmian—. Si quieres seguir mi consejo, escribe a Eric. Debes hacer las paces con él.
—¿Por qué? ¿Qué te hace hablar así?
Pero ella no quiso decir lo que le había sugerido esas palabras. Godfrey se quedó perplejo. También él había pensado en escribir al hijo, pero ahora se preguntaba si Charmian sabría acerca de él y de su situación mucho más de cuanto él pudiese suponer, o quizás aquella frase únicamente expresaba un deseo genérico.
* * *
—Debe prometerme que ese asunto será tratado como estrictamente profesional.
—Prometo —asintió Alec Warner.
—Se trata de una cosa peligrosa —prosiguió la joven—. He llegado a saberla por conducto estrictamente confidencial. Quisiera que no se mencionara ni una sola palabra.
—Ni yo tampoco —dijo Alec.
—Tan sólo a efectos puramente científicos —insistió Olive.
—Ciertamente.
—¿De qué manera toma sus apuntes? —preguntó la muchacha—. No se pueden descubrir los verdaderos nombres.
—Todos los documentos con referencias a nombres reales serán destruidos después de mi muerte. Nadie podrá identificar jamás las anamnesis de mis casos.
—Está bien —dijo Olive—. Santo Cielo, esta tarde Godfrey estaba en un estado espantoso. Me ha dado pena. Se trata de la señora Pettigrew, ¿comprende?
—¿Ligas y diversiones de esa clase?
—¡Oh, no, no! Aquello acabó ya.
—Chantaje.
—Precisamente. La mujer, a lo que parece, ha descubierto un montón de cosas sobre el pasado de Godfrey.
—¿El asunto con Lisa Brooke?
—Ese y muchos más. Después un escándalo financiero en la «Cerveza Colston», al que a su tiempo se le echó tierra encima. La señora Pettigrew está al corriente de todo. Ha puesto sus manos sobre los papeles personales de Godfrey.
—¿Y él ha ido a la policía?
—No, tiene miedo.
—Le protegerían. ¿De qué tiene miedo? ¿Se lo ha preguntado?
—Sobre todo de su mujer. No quiere que acabe sabiéndolo. Creo que es cuestión de orgullo. Naturalmente, yo no la conozco, pero me parece haber comprendido que, de ellos dos, ella ha sido la más religiosa, y, siendo una famosa escritora, siempre se ha conquistado la simpatía general, incluso porque es más sensible que él.
Alec Warner escribía en su carnet.
—Charmian no se dejaría turbar por cualquier cosa que llegara a saber a propósito de Godfrey. Bien, ahora usted me dice que Godfrey «tiene miedo», de que Charmian sepa…
—Sí, así es.
—La mayor parte de la gente —continuó él—, diría más bien que es ella la que tiene miedo de él, ya que a veces Godfrey la trata ásperamente.
—Bien, yo sólo he oído la campana de Godfrey. La verdad es que ahora está muy deprimido.
—¿Ha observado su color?
—Tiene la cara muy enrojecida. Y ha bajado de peso.
—¿Se ha encorvado más?
—¡Oh, sí! Y nada de bebidas al alcance de su mano. La señora Pettigrew tiene el whisky bajo llave.
Alec tomó un apunte.
—Abstenerse de alcohol le resultará beneficioso con el tiempo —comentó—. Para su edad, bebía demasiado. ¿Y qué piensa hacer con la señora Pettigrew?
—Bueno, él la paga, pero ella continúa pidiéndole más y Godfrey aborrece desembolsar dinero. La última novedad es que la señora Pettigrew pretende que él haga nuevo testamento a su favor. Hoy debía ir al estudio de su abogado, pero, en cambio, vino aquí. Creía que yo podría convencer a Eric para que interviniera y asustara de alguna manera a esa mujer. Dice que Eric no perdería nada con ello. Pero usted sabe que Eric está muy resentido con los suyos y está celoso de su madre, especialmente desde que las novelas de ella se reeditan. En realidad, a Eric le asisten todos los derechos para heredar cierta suma; es sólo cuestión de tiempo…
—Eric no es uno de los nuestros —dijo Alec—. Siga hablándome de Godfrey.
—Él dice que le gustaría hacer las paces con su hijo, y yo le he prometido escribir a Eric en su nombre. Lo haré, pero repito…
—La señora Pettigrew, ¿tiene dinero propio?
—No lo sé. Con una mujer como ésa, no se puede saber nunca, ¿no le parece? No creo que tenga mucho, después de lo que supe ayer…
—¿Qué fue?
—Verá —siguió diciendo Olive—, me he enterado de la historia de Ronald Sidebottome, que vino a verme ayer. No lo he sabido por Godfrey.
—¿De qué se trata? —preguntó Alec—. Olive, usted sabe que yo pago siempre un suplemento cuando las informaciones representan una entrevista extra por parte suya.
—¡Calma, calma! De acuerdo. Yo sólo quería que comprendiera que cuanto voy a referirle es una noticia que no tiene nada que ver con las otras.
Alec le sonrió como un viejo tío.
—Ronald Sidebottome —continuó Olive—. ha acabado por decidirse a no impugnar el testamento de Lisa Brooke, ahora que Tempest ha muerto. La acción judicial había sido una idea de Tempest y me dijo que el asunto habría sido muy desagradable, quiero decir el asunto del matrimonio no consumado entre Lisa y Guy Leet. La señora Pettigrew está ahora furiosa de que la acción se suspenda, porque, cuando Tempest murió, se había puesto de parte de los Sidebottome. Y no ha logrado influir a Ronald como hubiera querido, pese a que durante todo el invierno no ha escatimado esfuerzos en ese sentido. En el fondo, Ronald es un tipo muy independiente. ¡Ella no conoce al viejo Ronald! Está sordo, lo admito, pero…
—Le conozco desde hace más de cuarenta años. Es interesante que a usted le dé la impresión de ser un tipo independiente.
—Tiene un carácter muy particular, tranquilo… —continuó Olive.
Conoció a Ronald Sidebottome un día que, en compañía del abuelo, visitaba una exposición de arte, poco después de la muerte de Tempest, y había invitado a los dos viejos a cenar a su casa.
—Pues si conoce a Ronald desde hace más de cuarenta años, ciertamente no tiene necesidad de que yo le hable de él.
—Querida mía, yo le conozco desde hace más de cuarenta años, pero no lo conozco tal como le conoce usted.
—Aborrece a la señora Pettigrew —dijo Olive con una sonrisa que traicionaba una propia e íntima reflexión—. Esa mujer no tendrá mucho de lo que le dejó Lisa. Hasta ahora sólo ha puesto las manos sobre el abrigo de piel de ardilla. Nada más.
—Pero ¿no se propone impugnar el testamento por cuenta propia?
—No. Los abogados le han dicho que no tiene suficientes probabilidades de ganar el pleito. Lisa Brooke la pagó siempre como es debido, y no existen otros motivos válidos para un proceso. De todos modos, no creo que tenga suficiente dinero para correr con los gastos del pleito. Por eso contaba con Sidebottome. Naturalmente, según el testamento, el dinero le tocará a ella, a la muerte de Guy Leet. Pero Guy va diciendo a todo el mundo que nunca se había sentido mejor de lo que se encuentra ahora. Por eso es posible que la señora Pettigrew intente exprimir todo cuanto pueda al pobre Godfrey.
Alec Warner acabó de tomar apuntes y cerró el bloc. Olive le sirvió de beber.
—¡Pobre Godfrey! —dijo nuevamente la joven—. También estaba trastornado por otro motivo. Ha recibido una llamada telefónica de ese individuo que persigue a su hermana. O, por lo menos, cree haberla recibido, aunque creo que, en definitiva, es la misma cosa, ¿no le parece?
Alec Warner volvió a abrir el bloc y otra vez tomó la pluma del bolsillo de su chaleco.
—¿Qué dijo ese hombre?
—La misma frase: «Usted morirá», o algo similar.
—Intente ser más concreta. El hombre de Lettie dice: «Recuerde que ha de morir». ¿Son éstas las palabras que Godfrey oyó al teléfono?
—Creo que sí. Esa clase de trabajo es cansado de veras.
—Lo sé, querida. ¿A qué hora recibió la llamada?
—Por la mañana. Eso lo sé. Me dijo que fue inmediatamente después de que se despidiera el médico de Charmian.
Alec completó sus notas. De nuevo cerró la libretita.
—¿Sabe Guy Leet que ha sido retirada la demanda de invalidación del testamento? —preguntó aún.
—Lo ignoro. La decisión es sólo de ayer tarde.
—Quizás aún no lo sabe. Últimamente lo pasaba bastante mal.
—Pero no le queda ya mucho que vivir —dijo Olive.
—El dinero de Lisa le hará más agradable el tiempo que le quede. Supongo que esa información no es estrictamente confidencial, ¿verdad?
—No —contestó Olive—. Sólo es confidencial lo que le he dicho sobre la señora Pettigrew en cuanto a que tiene a Godfrey en su poder.
Alec Warner regresó a casa y escribió una carta a Guy Leet:
«Querido Leet,
»No sé si soy el primero en informarte de que ni Ronald Sidebottome ni la señora Pettigrew quieren ser parte en el pleito para invalidar el testamento de Lisa.
»Te envío mis felicitaciones y confío que disfrutarás para largo de tu buena fortuna.
»Perdóname si me atrevo a anticiparte así la comunicación oficial. Si he conseguido ser el primero a darte esa noticia, ¿podrías hacerme el favor de medir tus pulsaciones y tomarte la temperatura inmediatamente después de haber leído esta carta, luego vuelves a hacerlo una hora después y por último otra vez a la mañana siguiente, e informarme sobre los datos recogidos: tus pulsaciones y tu temperatura en condiciones normales, si es que lo sabes?
»Esos datos serán preciosos para mi fichero. Te lo agradecerá mucho tu
ALEC WARNER.
»P.S.— Naturalmente, cualquier otra observación concerniente a tus reacciones por la buena noticia, será extraordinariamente bien recibida.»
Alec Warner fue a echar la carta y luego regresó para poner al día sus fichas. El teléfono sonó dos veces. La primera vez era Godfrey Colston, de quien Alec, por pura coincidencia, tenía precisamente en la mano su tarjeta.
—Oh —dijo Godfrey—, estás en casa.
—Sí. ¿Me habías llamado antes?
—No —contestó Godfrey—. Oye, tengo necesidad de hablarte. ¿Conoces a alguien de la policía?
—No conozco a nadie demasiado bien, desde que Mortimer se retiró.
—Mortimer no sirve para nada —contestó el otro—. Se trata de esas llamadas anónimas. Mortimer hace meses que está investigando. Ahora ese tipo ha empezado a fijarse en mí.
—De nueve a diez estoy libre. ¿Puedes llegarte al club?
Alec reanudó sus anotaciones. La segunda llamada llegó un cuarto de hora después. Era de un hombre que dijo:
—Recuerde que ha de morir.
—¿Le desagradaría repetírmelo? —preguntó Alec.
El desconocido repitió la frase.
—Gracias —dijo Alec, y colgó el receptor un momento antes que su interlocutor.
Tomó su ficha personal y escribió unos apuntes. Luego añadió una señal de referencia en una carpeta debidamente anotada. Por último escribió en su diario una frase que terminaba con estas palabras: «Problema: ¿histeria colectiva?»
En la clara, nueva luz del sol abrileño que la abordaba filtrándose por la ventana, Emmeline Mortimer se ajustó los lentes y se alisó la blusita. Estaba contenta por haberse librado de sus jerseys invernales y vestir de nuevo una blusa y un jersey ligero.
Decidió que aquella mañana plantaría perejil, y quizás arreglaría los claveles y los guisantes dulces. Comprobaría si Henry había podado las rosas. Henry ya había superado el momento peor, pero era necesario impedir que azadoneara, que arrancara las malas hierbas, es decir, que se encorvase e hiciera esfuerzos de cualquier clase. Debía tenerle la vista encima, sin aparentarlo. Por la tarde, cuando ya todos se hubieran ido, podría vaporizar con cal y azufre la parra para preservarla del moho, los perales con la mezcla de Bordeaux contra la roña y las grosellas contra los gusanos. Había mucho trabajo en el jardín y Henry no debía de cansarse demasiado. No, no debía rociar los perales, porque tendría que estirar demasiado los brazos y podría fatigarse. Seguramente que aquella gente le cansaría.
Esta mañana tenía el oído muy fino. Henry se movía alegremente por el piso de arriba mientras canturreaba.
El perfume de los jacintos sobre el alféizar de la ventana le llegaba en ondas cortas, irregulares, que Emmeline acogía con una sensación de placer agudo y penetrante. Bebió su té caliente, exquisito, y cubrió la tetera con el paño. Así el té se conservaría caliente para Henry. Se ajustó los lentes y cogió el periódico de la mañana.
Al cabo de pocos minutos bajó Henry Mortimer. Cuando entró, su mujer movió imperceptiblemente la cabeza y en el acto volvió a su lectura.
Él abrió completamente las puertas-ventana y por unos momentos estuvo vigorizando el cuerpo al nuevo sol, gustando el aire primaveral a la vista de su jardín. Luego las cerró y se sentó a la mesita.
—Hoy tendré que tirar de azada un poco.
La mujer no hizo objeción alguna. Era necesario esperar el momento justo. No es que Henry fuese susceptible o difícil, por lo que a su angina se refería. Era, más que nada, cuestión de principio o de costumbre. Ella siempre había esperado el momento adecuado para oponerse a las decisiones de su marido.