Memento mori (15 page)

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Authors: Muriel Spark

La señora Pettigrew le hizo un guiño a Godfrey.

—Charmian —dijo Godfrey—, te estás excitando demasiado.

Era verdad. La anciana, azarándose, se había echado a llorar.

IX

Fuese por causa de una reorganización de la sala Maud Long, o a consecuencia de la muerte de Tempest Sidebottome, la hermana Burstead fue trasladada a otra sección. Había sido una de las protegidas de Tempest, y esto influyó muchísimo en el hecho de que el comité directivo había opuesto resistencia a la sugerencia de trasladarla de la sala porque no estaba en situación de salir airosa en una sección de mujeres viejas.

El comité, a pesar de que estaba formado en gran parte de profesionales —hombres y mujeres— ingresados recientemente, había temido siempre a Tempest por muchos motivos. O mejor dicho, a todos les asustaba tener que aceptar —cuando ella se hubiese ido— a alguien todavía peor.

Así tuvieron que soportar a un par de supervivientes de la «vieja guardia» en espera de que también muriesen. En realidad, temían sobre todo, en el caso de que Tempest se hubiera ofendido y hubiese presentado la dimisión, que su lugar fuese ocupado por una persona más temible aún; por ejemplo, una asistenta social más astuta e intrigante. Aunque Tempest tenía siempre muchas declaraciones dramáticas que hacer al comité, y era autoritaria con la dirección y, por principio, se opusiese cada vez que hacía falta afrontar algún nuevo gasto; aunque manifestase su más profundo desprecio por los fisioterapeutas y los psiquiatras (de toda palabra que empezaba con «psico» o con «fisio», Tempest hacía un todo, identificaba el significado y luego lo arrinconaba); aunque se pusiese siempre en contra de los ideales del comité, se limitaba expresamente al margen del ridículo; justamente porque traicionaba con tanta evidencia los errores de su sistema, la habían conservado en su puesto y por fin se la habían apropiado, permitiéndole, de vez en cuando, que obrase a su modo en cuestiones de importancia secundaria como en el caso de la Burstead. No era que el comité no temiese a Tempest también por otras razones menos evidentes; pero estas últimas eran razones sugeridas por el instinto que no se admitían nunca abiertamente. Su voz en el comité había aterrorizado extrañamente a muchos especialistas eminentes, pero dotados de poco temperamento; y por último las jóvenes protectoras —autoritarias y adornadas con las más altas calificaciones— no habían conseguido sostener la mirada de piedra de la Sidebottome, la «gran matriarca», la cual adelantaba siempre sus preguntas con un tono de extremo despego. «Una mujer terrible», decían todos, apenas ella se había ido.

—Cuando haga los cincuenta años —dijo una vez el presidente, que tenía setenta y tres—, todo será más fácil. Es el período de transición… A la vieja brigada no le gustan los cambios y no le agrada perder su autoridad. Cuando tenga sesenta, setenta años, todo será más fácil y funcionará a la perfección.

Por lo cual el comité se había amoldado y resignado a soportar a Tempest, inmutable como una roca, ¡en espera de 1965!

En todo caso murió dejando tras ella, en el comité, un vacío preciso, que los colegas trataron inmediatamente de llenar, pero hasta ahora no lo habían conseguido.

Entre tanto, casi como para tentar a la Providencia para que les mandara otra Tempest, vengativa, el primer día de enero trasladaron a la hermana Burstead a otra sala. La próxima reorganización del reparto de los ancianos proporcionó un pretexto razonable, y la abuela Burstead no elevó ninguna protesta. La noticia del traslado llegó a las abuelas aun antes de la reorganización.

—Lo creeré cuando lo vea con mis propios ojos —declaró la abuela Barnacle.

Y lo vio con sus ojos antes de que acabara la semana. Fue incorporada a la sala una nueva jefa, alta y gorda, con unas facciones serenas, toda carne, y de piernas agilísimas.

—Así va bien —exclamó la abuela Barnacle—. La Bastard estaba demasiado delgada.

—Pero, ¿qué demonios piensa hacer? —exclamó la nueva encargada de sala poniéndose en jarras cuando sorprendió a la anciana Green que distraídamente vaciaba dentro del pequeño armario el huevo batido de su plato.

—Así me gustan —repitió la abuela Barnacle.

Satisfecha, apoyó la cabeza en el almohadón y cerró los ojos. Por primera vez después de varios meses, declaró que se sentía segura y prosiguió que ahora, después de haber asistido al alejamiento de la hermana Bastard, ya estaba preparada para bien morir. Se incorporó sobre el almohadón y con el brazo tendido y un dedo apuntando el vacío predijo que toda la sala superaría el invierno.

La señorita Valvona, que se dejaba siempre influir por el humor de la abuela Barnacle, consultó las estrellas.

—Abuela Barnacle. Sagitario. Las horas alrededor del mediodía son las mejores para emprender un largo viaje. Hoy puede dar prueba de su originalidad.

—Oh —exclamó la abuela Barnacle—. ¿Originalidad, hoy? ¡Me pondré las bragas al revés!

Llegaron las enfermeras para la limpieza cotidiana: lavar, cambiar, peinar, poner bonitas a las asiladas, antes de la inspección de la directora. Ellas notaron en seguida la excitación de la abuela Barnacle y decidieron que fuese la última. Por lo demás, se excitaba siempre durante aquella operación, y, sobre todo en los tiempos de la Burstead, se ponía a chillar si volvían para empolvarle la espalda con polvos de talco y la ayudaban a bajar de la cama y a ponerse en el sillón.

—Enfermera, me llenará de cardenales —chillaba.

—Si no se mueve, abuela, se llenará de llagas.

Ella invocaba a Dios llamándolo como testimonio del hecho de que no conseguía sentarse. Cuando, después, el fisioterapeuta le hacía mover los dedos de las manos y pies, gemía y protestaba diciendo que sus articulaciones crujían.

—Máteme de una vez —chillaba— y se acabará todo.

—Abuela, debe hacer ejercicio.

—¡Crac! Pero, ¿no oye como crujen mis huesos? Me mata y…

—Déjese friccionar las piernas, abuela. ¡Caramba, qué bonitas piernas tiene!

También cuando estaba de buen humor, para la abuela Barnacle cualquier ocasión era buena para hacer un poco de ruido. Se pavoneaba. En cierto sentido, daba libre desahogo al general deseo de sus compañeras de ponerse a gritar; así las otras acababan por evitar toda la bulla, que tal vez hubieran provocado. En verdad, alguna se quejaba en voz alta, pero sólo pocos instantes, cuando las peinaban. La abuela Green, apenas la enfermera le había arreglado el peinado, no dejaba nunca de decir: «¡Tenía los cabellos tan bonitos antes de que me los cortasen!» En realidad, cuando ingresó en el hospital, hubo poco que cortar.

—Es por higiene, abuela. Y además si tuviese los cabellos largos sentiría más dolor cuando la peinamos.

—Tenía los cabellos tan bonitos…

—También yo —decía la abuela Barnacle, especialmente si estaba cerca Burstead—. ¡Habrían tenido que ver mi cabeza antes de que me cortaran los cabellos!

—Los cabellos cortos hacen menos calor cuando se está en cama —murmuraba para sí la abuela Taylor, la cual realmente había poseído cabellos largos y bellísimos, pero ahora, francamente, los prefería cortos.

—¡Hoy le haremos una bonita onda, abuela Barnacle!

—¡Oh, pero me estáis matando!

El día de la llegada de la nueva encargada, cuando le llegó el turno a la abuela Barnacle, excitada, que había sido dejada la última, se descubrió que tenía un poco de fiebre.

—¿Me levantas ya de la cama, tesoro? —preguntó implorante a la enfermera—. Déjame estar sentada hoy: así podré ver que la Bastard se ha ido de verdad.

—No, usted tiene un poco de fiebre.

—Enfermera, hoy deseo levantarme. Procúrame un impreso de testamento. Tengo un chelín en mi armario. Quiero hacer un nuevo testamento y hacer figurar en él a la nueva encargada de las enfermeras. ¿Cómo se llama?

—Lucy.

—Lucy Locket —chilló la abuela Barnacle—. Ha perdido su…

—Tranquilícese, abuela, y verá. Haremos que usted se encuentre mejor, ya verá.

Después de unos cuantos caprichos, la vieja se rindió. Al día siguiente, cuando le dijeron que tenía que estar definitivamente en cama, protestó más fuerte e intentó debatirse un poco. Pero la señora Taylor, que estaba en la cama de enfrente, notó que la voz de la abuela Barnacle era extrañamente sutil y aguda.

—Enfermera, hoy quiero levantarme. Me dará un impreso. Quiero hacer un nuevo testamento e incluiré a la nueva encargada de enfermeras. ¿Cómo se llama?

—Lucy —respondió la enfermera—. Tiene la presión alta, abuela.

—¿Y su apellido de soltera?

—Lucy, Sister Lucy.

—Sister Lousy
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—gritó la abuela Barnacle—. Bueno, de todos modos, quiero incluirla en mi testamento. Deme una mano…

Cuando el doctor se fue, le pusieron una inyección y ella se adormiló un poco. A la una, mientras todas estaban comiendo, se despertó. Lucy le llevó crema y se la dio con la cucharita. La sala estaba silenciosa, y en ausencia de las voces, el tintineo de las cucharas contra los platos se hizo más intenso.

Hacia las tres, la abuela Barnacle se despertó de nuevo y comenzó a quejarse con voz implorante, al principio floja y después más aguda y penetrante. «Noticias de la tarde… Ultimas noticias de la tarde», exclamaba dulcemente la vieja vendedora de periódicos: «Periódico de la tarde. ¡E'ning Stan-ar, E'ning stah Noos, Stan-ar!»
{7}

Le pusieron una inyección y le dieron un sorbo de agua. Su cama fue empujada a un extremo de la sala y rodeada de un biombo. Más tarde llegó el médico, quedóse un momento cerca de la enferma y después se marchó.

De vez en cuando la nueva encargada iba a echar una ojeada a la abuela Barnacle. Hacia las cinco, cuando los pocos visitantes se marcharon, Lucy fue una vez más detrás del biombo. La abuela Barnacle le contestó con voz débil.

—Ha recobrado el conocimiento —dijo la señorita Valvona.

—Sí, ha hablado.

—¿Está mal? —preguntó la señorita Valvona cuando la enfermera pasó cerca de su cama.

—No está muy bien —contestó Lucy.

Algunas de las asiladas, con temerosa ansiedad, miraban fijamente la puerta de ingreso de la sala cada vez que oían acercarse unos pasos, casi como si estuviesen velando en espera del Angel de la Muerte. Hacia las seis se oyeron los pasos de un hombre. Sentadas en sus camas, delante de la bandeja de la cena, las abuelas dejaron de comer y se volvieron a mirar quién había llegado.

Era el sacerdote y llevaba un cofrecito. La señorita Valvona y la señora Taylor se santiguaron. Acompañado de una enfermera, el sacerdote desapareció detrás del biombo. No obstante el silencio en que estaba sumida la sala, a pesar de los aparatos acústicos, ninguna de las viejas tenía el oído bastante bueno para oír —por los rezos del sacerdote— algo más que un susurro, de vez en cuando.

La señorita Valvona derramaba lágrimas en el plato de la cena. Pensaba en la Extremaunción de su padre. Después, el viejo se repuso y vivió otros seis meses. Tras el biombo el sacerdote recomendaba a la abuela Barnacle al Señor y le ungía ojos, orejas, nariz, boca, manos y pies, pidiendo perdón por los pecados cometidos por ella con la vista, el oído, el olfato, el gusto y la palabra, con el tacto de sus manos y por fin por sus pasos.

El sacerdote se marchó. Pocas acabaron su cena. A las otras viejas se les convenció con dulzura de que bebieran ovomaltina. A las siete la enfermera miró por última vez tras el biombo antes de irse al comedor.

—¿Y ahora cómo está? —preguntó una de las abuelas.

—Duerme tranquila.

Pasados veinte minutos una enfermera miró detrás del biombo, entró un instante y se marchó de prisa. Las pacientes la siguieron con la vista mientras dejaba la sala. La chica dijo algo a uno del servicio, el cual fue al comedor, atrajo la atención de la encargada de la sala, y después levantó un dedo para hacerle comprender que una de sus pacientes había muerto.

Era la tercera muerte que ocurría en la sala desde que la señora Taylor había ingresado en el hospital. Ahora ella ya conocía los trámites.

—La dejamos una hora por respeto a la muerte —le había explicado una vez una enfermera—, pero no más de una hora, porque el cuerpo empieza en seguida a descomponerse. Después le rendimos los últimos servicios. La lavamos y la preparamos para la sepultura.

A las nueve y media, a la débil luz de la lámpara, la abuela Barnacle fue llevada afuera.

—No dormiré ni un solo minuto —manifestó la señora Reewes-Duncan y muchas dijeron lo mismo.

Sin embargo aquella noche durmieron más profundamente que otras noches. La sala quedó sumergida, hasta la mañana, en la paz y en el silencio, como si respirase un solo cuerpo, en vez de once.

X

La reorganización de la sala Maud Long comenzó al día siguiente, y todas las asiladas convinieron en que había habido una señal de la misericordia celeste en el hecho de que la abuela Barnacle hubiese muerto y se ahorrara lo que siguió.

Hasta entonces las doce camas de la sala Maud Long habían ocupado sólo la mitad del espacio, y de esa forma habían constituido, por decirlo así, lo sobrante de otra sala más grande, que alojaba con preferencia mujeres ancianas. El nuevo acomodamiento tuvo el objeto de utilizar la mitad disponible de la sala Maud Long, trasladando otras nuevas y viejísimas acogidas, que había que colocar en el otro extremo de la habitación. Mientras se hacían los preparativos, las enfermeras dieron a aquella ala el nombre de «rincón geriátrico».

—¿Qué significa esa palabra que repiten continuamente? —preguntó la abuela Roberts a la señora Taylor.

—Algo que tiene que ver con la vejez. Se ve que las nuevas que se esperan son muy viejas.

—Y nosotras, entonces, ¿qué somos? ¿Jovencitas?

—Probablemente nuestras nuevas amigas son centenarias —dijo la abuela Valvona.

—No he comprendido bien. Un momento, que me pongo bien la trompa —dijo la abuela Roberts, que así llamaba a su pequeño aparato acústico.

—Mirad lo que están trayendo en la sala —dijo la abuela Green.

Una fila de camas con ruedas eran empujadas por la sala y alineadas en el nuevo rincón geriátrico. Eran muy parecidas a otras camas del hospital, pero tenían una sorprendente particularidad; a ambos lados tenían barandas metálicas, como las camitas de los niños.

La abuela Valvona se santiguó.

Poco después, condujeron a las pacientes. Esto quizá no fue el mejor modo de presentar las recién llegadas al grupo de viejas asiladas. Representaban estados diversos de avanzada senilidad y estaban particularmente turbadas por el traslado; así es que hacían ruido y perdían más saliva que de ordinario.

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