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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (16 page)

—¿En unos quince minutos?

—Perfecto. Es lo que tardaré desde aquí con este tráfico, aunque parece que está dejando de llover.

—Nos vemos.

—Hasta ahora, entonces.

Se despidió acelerando y sin poder disimular la sonrisa de quinceañero que se le acababa de dibujar en la cara. Percatarse de aquello le provocó cierto rubor.

Oficina de correos
Barrio de Parquesol

En ese momento, Augusto se disponía, llave en mano, a recoger un paquete importante en la oficina de correos de la calle Ciudad de La Habana. Siempre acudía a última hora de la mañana, casi cuando estaban cerrando para evitar aglomeraciones. Había escogido aquella oficina porque tenía los cajetines dispuestos justo a la entrada. De esa forma, ni siquiera tenía que entrar —y mucho menos, tratar con funcionario alguno— cuando iba a recoger algún envío. Esa comodidad era de un valor incalculable para Augusto; pagar ciento quince euros al año por ello era un auténtico regalo. Abrió el apartado número treinta y seis, que tenía a nombre de Leopoldo Blume, y tal y como esperaba, allí estaba el pedido que Orestes había realizado hacía unos cuantos días en una web mexicana. Se había gastado 1560 euros, pero era del todo necesario. Una buena inversión.

Agarró el paquete, cerró el cajetín y, al darse la vuelta, se dio de bruces con una mujer de avanzada edad que se había parado tras él.

—Disculpa, hijo —dijo cortésmente la señora agarrando a Augusto por el brazo.

El empalagoso impacto olfativo del dulzor floral y la esencia de vainilla, fruto de la mezcolanza del exceso de perfume, del abuso de cosmético y del derroche de crema, superó con creces la tolerancia sensitiva de Augusto. Tras las primeras náuseas, sintió que las arcadas anunciaban unas irreversibles ganas de vomitar y, de forma involuntaria, dejó caer el paquete al suelo para taparse la boca con las manos. Arrancó en busca de la salida, apartando con brusquedad a la señora que permanecía en el sitio, impávida. Mientras, tragaba saliva para tratar de contener lo incontenible. Consiguió abrir la puerta a duras penas y, ya en el exterior, inhaló profundamente el aire de la calle para lograr apoyarse en una de las columnas del soportal. Allí retorcido, capituló vaciando el contenido de su estómago de una sola contracción.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó una voz masculina, algo trémula.

No contestó. El hedor bacteriano del ácido láctico provocó una nueva arcada que le forzó a expulsar lo poco que le quedaba. El color amarillento de la sustancia que se estrelló en la columna le permitió identificar de inmediato la bilis mezclada con los jugos gástricos y la saliva. Con la frente mojada, apoyada en la columna, notó cómo un sudor frío le recorría la espalda. Escupió varias veces con fuerza para tratar de eliminar la amarga acidez adherida a sus papilas gustativas. Así permaneció unos segundos.

Cuando recuperó el control de sí mismo, se dio cuenta de que tenía que volver a la oficina a por el paquete. Se giró para levantar la mirada hacia la puerta y pudo distinguir a varias personas, entre las que estaba la señora que, cariacontecida, sostenía el paquete con ambas manos.

—¿Está usted bien? —insistió la voz masculina, más trémula.

—¡No! —respondió Augusto limpiándose la boca con el dorso de la mano.

Algo aturdido, sacó fuerzas de flaqueza para acercarse hasta aquella mujer, aguantó la respiración y soltó el aire en el momento en que le devolvía el paquete. Sin decir nada más, y con gesto adusto, se dio media vuelta.

Caminó apresuradamente hacia el coche sembrando de blasfemias el camino y condujo los catorce minutos de trayecto hasta su casa recogiendo la cosecha de juramentos. Hubiera deseado tener un chicle, pero nunca tenía y ni siquiera en una situación como aquella, de extrema necesidad, consentiría dañar su dentadura. Ahora bien, daría cualquier cosa por enjuagarse la boca, y no hubiera tenido reparo alguno en hacerlo con salfumán si hubiese tenido la oportunidad. Estoicamente, aguantó hasta que llegó a casa y, nada más entrar por la puerta, corrió al baño a cepillarse los dientes y la lengua; luego, se enjuagó violentamente con elixir bucal y, tras repetir la operación tres veces, se mojó la cara y bebió agua. Esperó unos minutos para terminar de sosegarse y se dispuso a abrir el bulto que había dejado encima de la mesa del salón. A primera vista, no parecía que hubiera sufrido daños, pero se apresuró a comprobarlo. Estaba bien embalado, protegido por un corcho que retiró rápidamente para dejar libre la empuñadura de la pistola.

La Taser X26 era el modelo más avanzado de pistola paralizante que existía en el mercado. Tenía unos quince centímetros de largo por ocho de alto, y pesaba doscientos gramos; tamaño y peso ideales, muy manejable. Disparaba dos dardos que, unidos al dispositivo mediante cables conductores, transmitían descargas eléctricas discontinuas que provocaban una disfunción del sistema motor y, consecuentemente, la paralización del sujeto. El artilugio se cargaba con cartuchos reemplazables de nitrógeno comprimido y tenía un alcance aproximado de seis metros.

Augusto la examinó y la toqueteó unos minutos antes de expresar su satisfacción.

—¡Qué maravilla de cacharra, cojones!

Restaurante La Parrilla de San Lorenzo
Zona centro

Cuando Martina entró en el restaurante, Sancho ya estaba en la barra con un botellín en la mano.

La Parrilla de San Lorenzo era uno de los restaurantes tradicionales con más caché de la ciudad. Integrado en un antiguo convento, sus galerías abovedadas estaban repletas de piezas artísticas, cuadros y tallas de gran valor que condimentaban cultural y armónicamente la carta de aquel establecimiento especializado en carnes y asados.

—No hay forma de llegar a los sitios antes que tú —apuntó ella antes de darle dos besos.

—Me alegro de verte. ¿Entramos?

—Entremos.

Mientras avanzaban guiados por el camarero hasta su mesa, Sancho, que caminaba cortésmente tras su acompañante, no pudo evitar hacer una rápida inspección ocular. Martina vestía ropa ancha, pero que dejaba entrever su figura; tenía las caderas anchas, y en la cintura se asomaban algunos kilos de más, de esos que siempre son bienvenidos en los pechos. Cuando se sentaron a la mesa, ella se quitó el fular que le rodeaba el cuello y sacó su tabaco de liar del bolso.

—No sé qué coño voy a hacer cuando prohíban fumar en los restaurantes —expuso Martina—. Tengo tan asociado fumar con comer y beber que lo mismo me encierro en casa cuando no se pueda. Por cierto, ¿te molesta que fume?

—Para nada. Nunca he fumado, pero no me molesta el olor a tabaco.

—No sabes cómo me alegra que digas eso, estoy más que harta de los antitabaco. Rezuman rencor de años de sufrimiento. El exceso de tutela por parte del Gobierno terminará por dejarnos sin libertades.

—Ya. A mí tampoco me gusta que nos marquen tanto el terreno, pero me parece que no va a haber vuelta atrás con esta ley, viene de Europa. Pero dime, ¿cómo puede ser este el restaurante favorito de una vegetariana?

—Bueno, no es mi favorito, pero he de reconocer que me encanta. Es como estar comiendo en un museo, ¿no te parece?

—Sin duda. No tiene que ser fácil ni barato conseguir todas estas piezas.

—Seguro que no, pero el dueño es restaurador. También tiene un balneario con restaurante en Coreses que es digno de ver.

—Si se come como en este, tendré que ir a conocerlo; quizá un día que vaya a ver a mis padres al pueblo.

—Los carnívoros sois insaciables —comentó Martina antes de encenderse el cigarro y continuar—. Así que… ¿estáis atascados en la investigación?

—Bastante —reconoció—. No conseguimos dar pasos firmes, seguimos bloqueados descartando vías de investigación.

—¿Qué te parece si te cuento lo que te mencionaba antes y luego nos olvidamos por un rato del caso?

—Me parece una gran idea. Te aseguro que lo necesito; olvidarme por unas horas de este caso —puntualizó.

—¿Han elegido ya los señores? —preguntó el camarero, un hombre entrado en años de pelo blanco y gesto formal.

—Yo lo tengo claro, pero ella es vegetariana —intervino el policía.

—Sin problema, los bichos que asamos aquí se alimentan solo de la leche de sus madres y estas de la hierba del campo, así que… —respondió el camarero con ingenio.

—Mira, nunca me lo había planteado así. No obstante, seguro que me va a gustar más una buena ensalada con todo y un plato de queso bien curado para pasar el vino.

—Muy bien. ¿Para el señor? Tenemos el marisco castellano (jamón, lomo y queso),
carpaccio
de cecina con bacalao, ensalada de caza escabechada…

—Supongo que un cuarto de cabrito es demasiado para mí, así que me comeré un solomillo al punto y para picar antes… media de jamón y lomo, que ya le robo yo algo de queso a la señorita. Si me dejas, claro —dijo mirando con complicidad a Martina.

—Bueno, ya veremos —objetó ella con sorna.

—¿Para beber?

—¿Os queda Pago de Carraovejas? —preguntó inmediatamente Martina.

—Sí, claro.

—Genial.

—Muchas gracias.

—Bueno, doctora, cuéntame eso que has descubierto.

—Claro. ¿Recuerdas que había un verso en la última estrofa que me resultaba familiar pero que no conseguía identificar?

—Sí, lo recuerdo.

—La estrofa en cuestión dice así:

Caminaré entre futuros difuntos,

invisible y entregado al delirio

de cultivar de entierros mis asuntos.

—¡La has memorizado! —exclamó Sancho sorprendido.

—En realidad, me he aprendido todo el poema. No consigo borrármelo de la cabeza.

—Ya somos dos.

—Pues bien, ayer mismo, leyendo una antología de la Generación del 27 para preparar una de mis clases, di con
Elegía a Ramón Sijé
, de Miguel Hernández. Es un poema extraordinario. Lo he leído tantas veces que no consigo entender cómo no he reparado en ello antes. Miguel Hernández expresa la rabia y el dolor que siente tras la muerte de su amigo, Ramón Sijé. Sigue la métrica de los tercetos encadenados; es decir, la misma que ha elegido nuestro poeta. En la sexta estrofa, Miguel Hernández dice:

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo

voy de mi corazón a mis asuntos.

—No parece fruto de la casualidad.

—Yo no lo creo, más bien me hace pensar que esta poesía le ha servido de inspiración.

—Podría ser. El caso es que no sé si nos aportará mucho a la investigación en estos momentos. Es decir, me parece un dato a tener en cuenta, pero no me abre ningún nuevo camino para avanzar —observó él un tanto decepcionado.

—Ya me imaginaba que no iba a ser determinante, pero supuse que deberías saberlo.

—Por supuesto, y te agradezco mucho que hayas escarbado tan profundamente en el poema. Quizá yo esté entrando en cierto pesimismo.

—La verdad —replicó ella— es que el motivo por el que le he dado tantas vueltas no ha sido otro que buscar una excusa para volver a llamarte. Me apetecía verte.

Sancho no supo qué decir. Su cerebro quedó eclipsado por la luna y no vio el sol hasta que el camarero llegó con el vino.

—¿Quién lo prueba?

—Ella, que ha sido quien lo ha elegido.

—Excelente —aseguró.

Mientras les llenaban las copas, Sancho no dejaba de mirar a Martina. No sabía muy bien qué iba a decir, pero ya no hacía falta. Ella levantó la copa con un gesto que al inspector no le hizo falta interpretar.

—Salud.

—Salud.

El sonido del cristal precedió a un nuevo silencio en el que las miradas devoraron a las palabras.

Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa

Llovía de nuevo. Ya no lo hacía con tanta intensidad y, sin embargo, un viento que soplaba lateralmente hizo acto de presencia, por lo que eran muy pocas las personas que no disfrutaban en aquel escenario del cobijo de sus hogares. Era el momento propicio para salir a probar la Taser X26. Cubierto con la capucha de la sudadera, Augusto caminaba salvando los charcos que se habían formado en el camino que llevaba a un lateral del complejo residencial. Conocía cada casa del barrio, y sabía muy bien adónde se dirigía. Tenía que cerciorarse de que sabría manejar la pistola en el momento crucial; no podía permitirse el más mínimo error fruto de la inexperiencia. Anduvo unos cuantos metros más y se paró frente a una verja. A los pocos segundos, tal y como esperaba, apareció ladrando el perro que tantas veces le había sobresaltado durante sus tranquilos paseos nocturnos. El dueño del chalé, un hombre de unos cincuenta años, no regresaba antes de las nueve de la noche a casa, y allí estaba el guardián de la misma, un rottweiler negro de nombre Saitán. El animal estaba levantado sobre sus patas traseras, asomando el hocico entre los barrotes y ladrando a pocos centímetros de la cara de Augusto, que le miraba fijamente, impertérrito.

—Querido Saitán, no sabes las ganas que tenía de verte —le anunció suavemente.

Augusto se desplazó hacia un ángulo muerto para no ser visto desde ninguna ventana de la casa colindante. Saitán le siguió hasta su nueva ubicación sin dejar de ladrar, gruñir y enseñar los dientes. Con calma, dio un paso atrás, sacó la Taser X26 que llevaba metida por dentro del pantalón y quitó el seguro. Justo cuando el perro se volvió a levantar, apretó el gatillo apuntando con el haz de luz roja a su robusto cuello. Un único y efímero chillido anticipó la caída a plomo del animal sobre su costado. Saitán quedó totalmente paralizado, y solo algunos espasmos en los cuartos traseros rompían la serenidad de su sistema nervioso, totalmente inutilizado. Notó que jadeaba y movía los ojos confundido. Con una gran sonrisa de satisfacción y señalando con el índice le dijo mofándose:


Cave canem
[25]
.

Augusto se quedó disfrutando de aquello.

En casa, Orestes se conectó a Höhle en busca de novedades. Cuando lo ejecutó, vio con impaciencia que tenía un mensaje de Hansel: «Skuld me ha puesto al tanto de todo, tenemos resultados. Contacta conmigo urgentemente».

Orestes se apresuró a hacer clic en el icono verde de su colega y teclear en alemán:

—Hola, hermano.

Hansel tardó unos segundos en escribir:

—Hola, Orestes. Me alegro de que hayas visto mi mensaje; como te decía, tenemos resultados.

—Cuéntame, por favor.

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