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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

Memento mori (18 page)

—Buenos días, inspector.

Sancho tardó en reaccionar. Tragó las últimas reservas de saliva antes de enfrentarse a las palabras.

—Buenos días, Martina —acertó a decir finalmente sumido en la incertidumbre.

—Si lo que he escuchado no ha sido un mal sueño, voy a tener que aguantarme las ganas que tengo de usar el baño, ¿verdad?

—Efectivamente —reconoció azorado—. Acabamos de precintarlo, doctora. Se ha producido un atentado con armas químicas y no ha habido supervivientes.

—Siendo así —dijo ella abriendo el edredón de la cama—, te dejo que te refugies en mi búnker y esperamos juntos a que se levante la alerta roja.

Barrio de Arturo Eyries

Un operario de mantenimiento empujó la puerta del portal número nueve de la calle Ecuador. Vestía mono azul, chaleco con herramientas y botas de cuero. Una vez dentro, se quitó las gafas de sol que lucía a pesar de que aquella mañana de sábado amaneció nublada y, pasado el mediodía, ningún rayo había logrado atravesar ese techo plomizo. Con un portafolio bajo el brazo, se encaminó con paso firme hacia las escaleras. Sabía perfectamente adónde dirigirse, y la única precaución que debía tomar era la de no cruzarse con ningún vecino. Subió dos pisos y se detuvo frente a la puerta A, en la que destacaba una chapa de latón con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Hizo un fugaz reconocimiento del lugar. Las paredes del descansillo presentaban un color que había evolucionado desde el blanco roto al roto a secas, con algunas reminiscencias de blanco naturalmente envejecido. El suelo, por su parte, añoraba las caricias de una fregona como un preso en libertad condicional las de una mujer.

Volvió a centrarse en la puerta, y no pudo evitar hacer una mueca de satisfacción cuando comprobó que la cerradura era de perno. Mirando el timbre, notó que se le aceleraba el pulso y lo pulsó. Varias veces. No tardó en escuchar unos pies que arrastraban zapatillas de felpa de andar por casa. Cuando oyó el ruido de la mirilla, decidió tomar la iniciativa:

—¡De mantenimiento! —anunció elevando el tono de voz—. Tengo que hacerle unas preguntas, será solo un segundo.

Esperando la respuesta sin quitar la vista de la mirilla, el operario se esforzó internamente por controlar el impulso de tirar la puerta abajo y terminar con todo aquello en ese mismo momento. Tuvo que repetirse mentalmente varias veces la fórmula: planificación, procedimiento y perseverancia, mientras se hacía sonar los nudillos hasta que, por fin, escuchó el ruido de la cerradura. La puerta se abrió los veinte centímetros que le permitía la cadena, pero, aun así, consiguió ver parcialmente el rostro de Mercedes, su madre.

—¿Y qué es lo que se ha roto ahora? —preguntó ella de forma nada amistosa.

Tenía los ojos pequeños, oscuros y carentes de brillo, naufragados en un agitado mar de arrugas de color gris ceniza. Su pelo, canoso y mal cuidado, le hacía aparentar muchos más años de los cincuenta y dos que figuraban en su carné de identidad. No la hubiera reconocido de no ser por el lunar que tenía en la mejilla derecha.

«Objetivo cumplido», concluyó.

Repuesto del impacto de volver a ver a su madre después de tantos años, empezó con el guion que tenía preparado.

—Buenos días, señora. ¿Ha notado últimamente problemas con la calefacción?

—En esta pocilga tenemos problemas con todo menos con la calefacción. —Carraspeó para continuar quejándose—. Tengo que apagar los radiadores para no asfixiarme de calor. Sin embargo, la maldita televisión se ve mal desde hace años, y nadie viene a arreglarla.

Aquella voz descosida rezumaba malestar y amargura mientras la atmósfera era invadida por el inconfundible olor a coliflor en proceso de cocción. El instinto del operario tocó a retirada.

—Perdone, pero ese no es asunto nuestro, señora. Yo solo vengo a comprobar las tuberías del agua, aunque si me dice que no ha tenido ningún problema, no la molesto más. Buenos días, señora.

—¡Con Dios! —se despidió.

Se dio media vuelta y escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. Se dirigió, según lo previsto, a tocar el timbre de la letra B. La voz de Mercedes desde el interior de la vivienda le hizo cambiar de planes:

—Ni te molestes, muchacho, ahí no vive nadie desde hace años. Dentro de poco, vamos a tener que hacer la reunión de vecinos en el cementerio del Carmen.

—Gracias, señora.

Augusto desapareció por las escaleras en dirección al portal.

De nuevo en casa, sonó el móvil.

—Pílades… —contestó al reconocer el número.

—¿Cómo va todo, chavalín?

Su interlocutor demoró la respuesta.

—Va.

—Bueno, cuando quieras hablar conmigo me llamas. —Colgó.

Orestes hizo un chasquido con la lengua y dio a la rellamada. Se fijó entonces en que un rayo de sol había conseguido abrirse paso por entre las nubes y que le molestaba en los ojos.

—Dime.

—¡No te rebotes, hombre!

—¡Trátame con respeto! ¡¡Me lo debes!!

—Perdona, es que no sé muy bien qué contarte.

—En ese caso, no digas nada. Solo llamaba para saber si necesitas algo.

—Estoy bien, algo tenso. ¿Has conseguido ya la invitación a la fiesta?

—Todavía no —reconoció.

—Quizá podamos forzarlo. Se me ha ocurrido algo.

—Orestes, sabes que estoy contigo en esto, la planificación la deberíamos trabajar juntos y cuanto antes esté dentro, antes podré servirte de ayuda. Dime qué has pensado.

—A su debido tiempo.

Pílades tardó en retomar la palabra tras el revés.

—Tú sabrás.

—¿Tienes prisa por rellenar tu oscuro cuaderno de bitácora? —cuestionó con cierta alevosía.

—Orestes, llámame cuando lo estimes oportuno.

—Así lo haré.

—Cuídate.

Terminó la llamada y dedicó el tiempo que necesitó para encajar algunas piezas en su cabeza. La sonrisa que le devolvió la pantalla en negro de su iMac decía que lo había conseguido.

(EMPEZAR PORQUE SÍ)
Y ACABAR NO SÉ CUÁNDO

Barrio de Arturo Eyries (Valladolid)
31 de octubre de 2010, a las 12:55

A
taviado con vaqueros, deportivas y un forro polar, Augusto enfiló la calle Colombia repasando una y otra vez el plan que había elaborado durante los días precedentes. Aparcó en el paseo de Zorrilla para relajarse caminando hasta su destino. Antes de salir de casa, había pasado revista varias veces al material que iba a necesitar: maletín de herramientas para el cuidado de bonsáis, pistola Taser X26, pistola de ganzúas, caja de guantes de vinilo, rollo de bolsas de plástico transparentes, cinta adhesiva, rollo de plástico de cien metros, linterna, kit de limpieza completo y
Poeta en Nueva York
, de Federico García Lorca. Todo perfectamente colocado en la mochila que llevaba a la espalda.

No había motivo alguno para estar nervioso. Había simplificado al máximo para minimizar errores, y solo tenía que aprovechar que su madre se ausentara del domicilio cuando fuera a misa de una para colarse en su piso y esperar a que regresara. A partir de ahí, lo que le fuera pidiendo el cuerpo. Tal y como había comprobado las jornadas anteriores, normalmente ella solo salía de casa dos veces al día: por la mañana para hacer la compra, y por la tarde para ir a la misa de las siete y media. Los fines de semana no cambiaba más que el horario al que acudía a la iglesia.

Miró su Viceroy. Su madre ya debía de estar escuchando la homilía en la parroquia de Santa Rosa de Lima, a escasos cinco minutos del portal que ya podía divisar desde su posición. Como había previsto, a esas horas se podían ver muy pocas personas en los alrededores. A decir verdad, había más parroquianos congregados en los bares de la zona comentando los cinco goles que le había metido el Barça al Sevilla que feligreses escuchando el sermón del padre Ramón. Todavía no había nacido en España párroco, sacerdote, clérigo, capellán o cura que pudiera hacer sombra a Lionel Messi o a Cristiano Ronaldo.

Sosegado, llegó a su destino y empujó la puerta sin más.

Nadie.

Augusto se encontraba cómodo y seguro peinado con su raya al medio, gafas de pasta negra sin graduar, perilla, correctores nasales y lentillas verdes. Si todo salía como esperaba, la policía estaría buscando a la persona equivocada en unos días.

Subió por las escaleras hasta el segundo piso al tiempo que se quitaba la mochila y se ponía los guantes; una vez en el descansillo, aguzó el oído.

Nada.

Rodilla en tierra, sacó la pistola de ganzúas, apretó el gatillo e introdujo el percutor dentro de la cerradura. Solo tenía que sincronizar el momento en que soltara el gatillo con un certero giro de muñeca imitando el movimiento de una llave. Así, el percutor golpearía los pernos, los alinearía y podría girar el mecanismo. Los repetidos ensayos en el trastero de su casa dieron su fruto, y el día del estreno lo consiguió a la primera. Dando un paso adelante, entró en la vivienda y cerró la puerta sin hacer ruido. Entraba luz suficiente del exterior como para no tener que usar la linterna. Frente a él, se abría un pasillo de unos cinco metros, y a su derecha, la cocina. Algunos de los cuadros del recibidor le resultaban familiares, pero fue esa mezcla de olor a comida y a productos de limpieza la que le hizo abrazar por unos segundos ciertos recuerdos de su infancia. Al comprobar que había una olla en el fuego, dedujo que ella no tardaría en volver, por lo que tendría que darse prisa con los preparativos.

Se dirigió al salón, al final del pasillo. Era de escasas dimensiones, y estaba decorado con muebles viejos y muy deteriorados, pero sin una mota de polvo. Tenía una mesa de comedor con cuatro sillas de madera y un sofá verde botella frente al mueble de la televisión. El papel pintado que recubría la pared mostraba unas extrañas formas sumidas en una sinfonía de colores que bien podrían atribuirse a un diseñador con discromatopsia en grado severo.

Buscó la localización idónea para fijar una de esas sillas, reparó en un radiador de pared y masculló:

—Perfecto.

Lo siguiente era decidir dónde la esperaba. Cogió la Taser y miró la hora, 13:28. Todavía tenía unos diez minutos para encontrar lo que había ido a buscar.

Residencia de Ramiro Sancho
Barrio de Parquesol

Tras deshojar un campo entero de margaritas, Sancho se decidió a presionar el botón de llamada.

—Buenos días, inspector.

—Buenos días, doctora. ¿Cómo estás?

—La verdad, muy liada estas últimas semanas.

—Ya veo, ya.

—Siento no haber podido atender tus llamadas.

—Ni devolvérmelas.

—Ni devolvértelas —repitió.

—Ya.

Se hizo el silencio unos segundos.

—¿Tienes planes para comer hoy?

—No. Bueno, sí —rectificó al vuelo—. Había planeado comer tranquilamente en casa, echarme la siesta y leer durante toda la tarde. Necesito desconectar un poco.

—¿Desconectar del trabajo o desconectar de mí?

—Desconectar.

—Vale. No te molesto más.

—Sancho —intervino Martina antes de que colgara el teléfono—, ¿puedo decirte algo?

—Claro que puedes.

—Lo que ocurrió el otro día fue divertido. Lo pasamos bien, pero yo tengo tendencia a huir de los compromisos. Necesito tiempo.

—Joder, Martina, no tengo ninguna intención de pedirte en matrimonio. Unos se casan por la iglesia, otros se casan por el juzgado y yo me casé por idiota.

Martina se dejó llevar por la risa.

—En serio, doctora, solo quería verla otra vez y pasar un rato agradable con usted.

—Está bien, inspector. Déjame que le dé una vuelta a todo esto y me aclare un poco. Te llamo en unos días, ¿de acuerdo?

—Como quieras.

—Gracias.

—Disfruta de tu tarde de desconexión. Ya hablamos —dijo él como queriendo terminar la conversación.

—Hablamos —repitió ella atendiendo a su petición.

Sancho tiró el teléfono encima de la mesa y encendió la televisión. Se frotó la barba con avidez e hizo
zapping
con hastío mientras se arrepentía de no haber ido a ver el partido de rugby entre El Salvador y La Vila. Por lo menos, habría pasado un buen rato entre amigos. Tirándose de los pelos del bigote, admitió:

—¡Hay que rejoderse!

Residencia de Mercedes Mateo
Barrio de Arturo Eyries

Inmóvil tras la puerta, con la Taser preparada, escuchó el ruido de unas llaves al otro lado. Contuvo la respiración. Cuando la cerró, Mercedes, que estaba de espaldas a él, ni siquiera se percató de su presencia. Augusto dejó que colgara el abrigo en el perchero y extendió el brazo para apuntar con el haz del láser al cuello. Estaba apenas a tres metros y no podía fallar. Emitió un quejido no muy diferente al de Saitán justo antes de desplomarse con los ojos abiertos. Augusto no soltó el gatillo hasta que se vació la carga, y esperó a que cesaran las convulsiones para retirarle los dardos; uno, en la parte posterior del cuello, y el otro, unos centímetros más abajo. Aunque clavado en la ropa, había transmitido igualmente los impulsos eléctricos. Seguidamente, la agarró por las axilas y la arrastró por el pasillo hasta el salón.

—Espera aquí un segundo que hago espacio para que estemos tú y yo a gustito, ¿vale? —le propuso Augusto dejando con cuidado el cuerpo en el suelo.

Ella estaba consciente, pero sus músculos no podían recibir las órdenes de huida que emitía su cerebro. Todas las conexiones nerviosas habían sido inutilizadas temporalmente.

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