Ahora el general George Armstrong Custer es uno más entre los muertos del Séptimo de Caballería, que los indios han destrozado a orillas del río Little Big Horn.
Custer se había hecho afeitar, anoche, la cabellera dorada. Su cráneo rapado luce intacto y todavía tiene esa cara más bien estúpida de los hombres que nunca han sido derrotados.
(51, 91 y 198)
Poco después de la derrota de Little Big Horn, unos soldados se abalanzan sobre los indios cheyennes acampados a orillas de un riachuelo y en el tiroteo cae el jefe Mano Amarilla.
Buffalo Bill es el primero en llegar. De un tajo arranca el cuero cabelludo del jefe cheyenne y de un galope vuela hacia los escenarios de lejanas ciudades. La historia del Oeste se va convirtiendo en espectáculo a medida que ocurre. No ha terminado la batalla y ya el desollador está vendiendo su épica hazaña en los teatros de Filadelfia, Baltimore, Washington y Nueva York. Para memoria y venganza del general Custer, Buffalo Bill alza los brazos ante las plateas repletas: de una mano asoma el cuchillo y de la otra, que estruja un pellejo teñido de sangre, cuelga una cascada de plumas multicolores. El héroe viste un traje mexicano de mucho ornamento, con un par de revólveres en la cintura y en bandolera el Winchester de quince tiros. Pronto la escena ilustrará las tapas de las novelitas de
cowboys
que circulan por todo el país.
Buffalo Bill, el más célebre de los vaqueros, no ha arreado una vaca en su vida. El símbolo vivo de la conquista del Oeste, inmortal superhombre, ha hecho su fama exterminando indios y búfalos y hablando sin parar sobre su propio coraje y puntería. Lo bautizaron Buffalo Bill cuando trabajaba para el ferrocarril de la Kansas Pacific: él dice que en un año y medio disparó 4.280 tiros y mató 4.280 búfalos, aunque las mujeres le impedían trabajar a pleno rendimiento.
(157)
El general Santa Anna había sido once veces presidente de México. Compraba la lealtad de sus generales vendiendo pedazos de país y aplicando impuestos a perros, caballos y ventanas; pero a menudo tuvo que huir de palacio, disfrazado de pobre. Aunque fue un especialista en perder guerras, hizo levantar muchas estatuas de sí mismo, al galope en el bronce, la espada en alto, y por decreto convirtió su cumpleaños en fiesta nacional.
Cuando volvió del destierro, ya habían muerto todos sus amigos y todos sus enemigos. Hundido en el fondo de un sillón, siempre con un gallo en brazos, Santa
Anna frotaba antiguas medallas o se rascaba la pierna de corcho. Estaba ciego, pero creía ver carruajes de príncipes y presidentes deteniéndose ante su puerta. Estaba sordo, pero creía escuchar letanías de multitudes acudiendo a suplicar audiencia y clemencia o empleo.
—¡Que esperen!
—chillaba Santa Anna—.
¡Que se callen!
—mientras el último de sus lacayos le mudaba los pantalones meados.
De su casa de la calle Vergara, hipotecada, siempre vacía, lo sacan ahora para llevarlo al cementerio. Los gallos marchan delante del ataúd, encarando gente y pidiendo pelea.
(227 y 266)
Justo Rufino Barrios, presidente de Guatemala, cierra los párpados y escucha estrépitos de ferrocarriles y máquinas de vapor violando el silencio de los conventos.
No hay quien pare a los colorantes sintéticos en los mercados del mundo y no hay quien compre la grana, el añil y la cochinilla que Guatemala vende. Es la hora del café. Los mercados exigen café y el café exige tierras y brazos, trenes y puertos.
Para modernizar el país
, Barrios expulsa a los frailes parásitos, arrebata a la Iglesia sus tierras inmensas y las regala a sus amigos más íntimos. También expropia las tierras de las comunidades indígenas. Se decreta la abolición de la propiedad colectiva y se impone el peonaje obligatorio.
Para integrar al indio a la nación
, el gobierno liberal lo convierte en siervo de las nuevas plantaciones de café. Vuelve el sistema colonial del trabajo forzado.
Los soldados recorren las fincas repartiendo indios.
(59)
Causa pena decirlo, pero es preciso
. El coronel Alberto Santa Fe denuncia desde la prisión de Tlatelolco: los indios eran más dichosos bajo el dominio español.
Hoy se les llama pomposamente libres y son esclavos
.
Según el socialista Santa Fe, que ha desatado la insurrección de los indios del valle de Texmelucan, los males de México vienen de la miseria del pueblo, que a su vez viene del acaparamiento de la tierra en pocas manos y de la falta de industria nacional,
porque todo nos viene del extranjero pudiendo hacerlo nosotros
. Y se pregunta;
¿Debemos preferir perder la independencia y ser una colonia norteamericana, o variar la organización social que nos ha arruinado?
Desde el periódico «El Socialista», Juan de Mata Rivera también proclama que mejor estaban los indios en la colonia, y exige que les devuelvan sus tierras: no hay ley que otorgue derecho a los ladrones sobre los frutos de la violencia y la infamia.
Al mismo tiempo, los campesinos de Sierra Gorda difunden su
plan socialista
. Acusan al latifundio despojador, raíz de toda desgracia, y a los gobiernos que han puesto a los indios al servicio de los terratenientes. Proponen que se declaren
pueblos
las haciendas, restituyendo la propiedad comunitaria de tierras de labranza, aguas, montes y pasturas.
(129 y 274)
los soldados argentinos conquistan veinte mil leguas de tierras de indios.
El mercado de Londres exige la multiplicación de las vacas; y estalla la frontera. Para que los latifundios de la pampa crezcan hacia el sur y hacia el oeste, los fusiles de repetición vacían
los espacios vacíos
. Limpiando de salvajes la Patagonia, incendiando tolderías, haciendo puntería sobre indios y avestruces, el general Julio Argentino Roca culmina la brillante carrera militar que había iniciado en las guerras contra gauchos y paraguayos.
En la isla de Choele-Choel, en el río Negro, cuatro mil soldados polvorientos asisten a misa. Se ofrece a Dios la victoria. La campaña del desierto ha concluido.
Los sobrevivientes, indios, indias, botín de la frontera, son repartidos en estancias, fortines, caballerizas, cocinas y camas. Más de diez mil, calcula el teniente coronel Federico Barbará. Gracias al altruismo de las damas argentinas, dice Barbará, los niños salvajes cambian el chiripá por el pantalón y adquieren cara de humanos.
(353)
José Hernández publica en Buenos Aires la última parte del «Martín Fierro», canto de agonía del gaucho que hizo la patria y sin patria se ha quedado. Desde hace un tiempo circula por los campos rioplatenses la otra mitad del espléndido poema y sus versos son de tan primera necesidad como la carne y la yerba y el tabaco.
Tristeando coplas en rueda de fogones, los siervos de latifundio y los milicos de fortín evocan los andares de aquel hermano arisco, hombre sin rey y sin ley, y así recuperan la memoria de su perdida libertad.
(158)
El desterrado Antonio Maceo llega al alto de Belle Air, camino de Santo Domingo, cuando cinco asesinos se abalanzan. Es noche de toda luna, pero Maceo escapa del tiroteo y se hunde al galope en la manigua. El cónsul español en Haití había prometido a los verdugos veinte mil pesos en oro. Maceo es el más popular y peligroso de los guerreros de la independencia de Cuba.
En la guerra ha perdido al padre y a catorce hermanos; y a la guerra volverá. En el trueno de la caballería, cuando el chischás de los machetes arremete contra las bocas de los cañones, Maceo cabalga adelante. En combate ha ganado todos sus ascensos y nada bien les cae, a algunos jefes blancos, que un casi negro sea mayor general.
Maceo pelea por una revolución de verdad.
No se trata de sustituir a los españoles
, dice. La independencia no es el fin último, sino el primero. A partir de ella habrá que cambiar a Cuba, y mientras el pueblo no mande no se hará patria la colonia. Los grandes terratenientes criollos desconfían, con toda razón, de este hombre que dice que nada tiene de sagrado el derecho de propiedad.
(262)
De pura mierda estaban hechas las colinas que se alzaban en las islas. Durante milenios, millones de aves habían concluido su digestión en las costas del sur del Perú.
Los incas sabían que este guano era capaz de resucitar cualquier tierra, por muerta que pareciera; pero Europa no conoció los mágicos poderes del fertilizante peruano hasta que Humboldt llevó las primeras muestras.
El Perú, que había ganado prestigio mundial por la plata y el oro, pudo perpetuar su gloria gracias a la buena voluntad de los pájaros. Hacia Europa navegaban los navíos, cargados de guano maloliente, y volvían trayendo estatuas de puro mármol de Carrara para decorar la alameda de Lima. Venían las bodegas repletas de ropas inglesas, que han arruinado los telares de la sierra sureña, y vinos de Burdeos que han liquidado los viñedos nacionales de Moquegua. Casas enteras llegaron a El Callao desde Londres. Desde París se importaron hoteles completos, de lujo, con cocinero y todo.
Al cabo de cuarenta años, están arrasadas las islas. El Perú ha vendido doce millones de toneladas de guano, ha gastado el doble y ahora debe a cada santo una vela.
(43, 44 y 289)
La guerra no estalla por el guano, que poco queda. Es el salitre quien lanza al ejército chileno a la conquista de los desiertos, contra las fuerzas aliadas de Perú y Bolivia.
De los estériles desiertos de Atacama y Tarapacá sale el verdor de los valles de Europa. En estas soledades no hay más que lagartijas escondiéndose en el pedrerío y piaras de mulas acarreando hacia los puertos del Pacífico los cargamentos de salitre, grumosa nieve que devolverá el entusiasmo a las cansadas tierras europeas. Nada hace sombra en este mundo sin nada, como no sean las fulgurantes montañas de salitre secándose al sol en el desamparo y los obreros miserables, guerreros del desierto que usan por cota una ruinosa bolsa de harina, piquetas por lanzas y palas por espadas.
El salitre o nitrato resulta imprescindible para los negocios de la vida y de la muerte. No sólo es el más codiciado de los fertilizantes. Además, mezclado con carbón y azufre, se convierte en pólvora. Lo necesitan la agricultura y la próspera industria de la guerra.
(35 y 268)
Chile invade y arrasa. Con uniformes ingleses y armas inglesas, el ejército chileno derrumba las poblaciones de Chorrillos, Barranco y Miraflores, playas de Lima, sin dejar piedra sobre piedra. Los oficiales peruanos mandan indios al matadero y huyen gritando:
¡Viva la patria!
Hay muchos chinos, chinos del Perú, peleando del lado chileno. Son chinos huidos de los latifundios, que entran en Lima cantando gratitudes al general invasor, Patricio Lynch, el Príncipe Rojo, el Salvador.
Esos chinos habían sido embarcados, hace pocos años, por los traficantes ingleses, portugueses y franceses en los puertos de Macao y Cantón. De cada tres, dos llegaron vivos al Perú. En el puerto del Callao, fueron puestos en venta: los diarios de Lima los ofrecían
acabaditos de llegar
. A muchos marcaron con hierro candente. El ferrocarril, el algodón, el azúcar, el guano y el café necesitaban brazos esclavos. En las islas guaneras, los guardias no les quitaban el ojo de encima, porque al menor descuido los chinos se mataban arrojándose a la mar.
La caída de Lima desata el caos en todo el Perú. En el valle de Cañete, se alzan los negros. Al fin del carnaval, un miércoles de ceniza, estalla el odio de siglos. Ritual de humillaciones: los negros, hasta hace poco esclavos y como esclavos tratados todavía, vengan antiguos rencores matando chinos, también esclavos, a golpes de palo y machete.
(45 y 329)
Corrido por la policía francesa y castigado por el invierno inglés, que hace mear estalactitas, Paul Lafargue escribe en Londres un nuevo alegato contra
el criminal sistema que hace del hombre un miserable sirviente de la máquina
.
La moral capitalista es una lamentable parodia de la moral divina
, escribe el yerno cubano de Marx. Como los frailes, el capitalismo enseña a los obreros que ellos han nacido en este valle de lágrimas para trabajar y sufrir; y los induce a entregar a sus mujeres y a sus niños a las fábricas, que los trituran doce horas por día. Lafargue se niega a acompañar
los cantos nauseabundos en honor del dios Progreso, hijo mayor del Trabajo
, y reivindica el derecho a la pereza y al pleno goce de las pasiones humanas. La pereza es un regalo de los dioses. Hasta Cristo la predicó en el sermón de la montaña. Alguna vez, anuncia Lafargue, acabarán los tormentos del hambre y del trabajo forzado, más numerosos que las langostas de la Biblia, y entonces la tierra se estremecerá de alegría.
(177)
—Voy a darle un consejo, doc.
Hasta hace un minuto, Billy the Kid esperaba la horca en una celda. Ahora apunta al sheriff desde lo alto de la escalera.
—Empiezo a cansarme, doc.
El sheriff le arroja la llave de las esposas y cuando Billy se agacha estalla un relámpago de revólveres. El sheriff se desploma con una bala en el ojo y la estrella de plata hecha polvo.
Billy tiene veintiún años y veintiuna muescas en la culata del Colt, sin contar a los apaches y mexicanos que ha matado sin registro.