Memoria del fuego II (33 page)

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Authors: Eduardo Galeano

Tags: #Histórico, Relato

Ahora North, rey del salitre, fabrica cerveza en Francia y cemento en Bélgica, tiene tranvías en Egipto y aserraderos en el África negra y explota oro en Australia y diamantes en Brasil. En Inglaterra, este Midas de cuna plebeya y dedos veloces ha comprado el grado de coronel del ejército de Su Majestad, dirige la logia masónica del condado de Kent y es miembro prominente del Partido Conservador; duques, lores y ministros se sientan a su mesa. Vive en un palacio cuyas grandes puertas de hierro fueron arrancadas de la catedral de Lima, según dicen, por los soldados chilenos.

En vísperas de un viaje a Chile, North ofrece un baile de despedida en el hotel Metropole. Acuden mil ingleses. Los salones del Metropole brillan como soles, y brillan los manjares y los licores. Inmensos escudos de crisantemos lucen, al centro, la letra N. Una ovación saluda al todopoderoso, que baja las escaleras disfrazado de Enrique VIII. Del brazo lleva a su mujer, vestida de duquesa; y detrás viene la hija, de princesa persa, y el hijo con traje de cardenal Richelieu.

El corresponsal de guerra del
Times
integra el amplio séquito que acompañará a North en el viaje hacia su reino de Chile. Turbulentas jornadas se avecinan. Allá, en los desiertos conquistados a bala, North es dueño del salitre y del carbón y del agua y de los bancos y de los diarios y del ferrocarril; pero en la ciudad de Santiago hay un presidente que tiene el mal gusto de rechazarle los regalos. Se llama José Manuel Balmaceda. North viaja para voltearlo.

(269 y 270)

1889 - Montevideo
El fútbol

Setenta años cumple, en Londres, la reina Victoria. En el río de la Plata, lo celebran a patadas.

Las selecciones de Buenos Aires y Montevideo disputan la pelota, en el campito de La Blanqueada, ante la desdeñosa mirada de la reina. Al centro del palco, entre las banderas, se alza el retrato de la dueña de los mares y buena parte de las tierras del mundo.

Gana Buenos Aires 3 a 0. No hay muertos que lamentar, aunque todavía no se ha inventado el penal y arriesga la vida quien se aproxima al arco enemigo. Para

hacer un gol de cerquita, hay que embestir contra un alud de piernas que se descargan como hachas; y cada partido es una batalla que exige huesos de acero.

El fútbol es juego de ingleses. Lo practican los funcionarios del ferrocarril, del gas y del Banco de Londres, y los marineros de paso; pero ya unos cuantos criollos, infiltrados entre los artilleros de rubios bigotazos, están demostrando que la picardía puede ser un arma eficaz para fusilar arqueros.

(221)

1890 - Río de la Plata
Los compañeros

Más de cincuenta mil trabajadores llegan cada año al río de la Plata, europeos que la desesperación arroja hacia estas costas: banderas italianas saludan el paso de Edmundo de Amicis por las colonias piamontesas del litoral argentino y en los actos obreros de Buenos Aires o Montevideo se escuchan arengas en español, italiano, francés o alemán.

Ocho de cada diez obreros o artesanos son extranjeros y entre ellos hay socialistas y anarquistas italianos, franceses de la Comuna, españoles de la primera república y revolucionarios de Alemania y de Europa central.

Estallan huelgas en las dos orillas del río. En Montevideo, los conductores de tranvías trabajan dieciocho horas por día y quince los obreros de molinos y fábricas de fideos. No hay domingos; y un miembro del gobierno de Buenos Aires ha hecho público su descubrimiento de que la holganza es madre de todo vicio.

En Buenos Aires se celebra el primer primero de mayo de América latina. El orador de fondo, José Winiger, saluda en lengua alemana a los mártires de Chicago y anuncia que está próxima la hora del socialismo en el mundo, mientras hombres de toga, pluma, espada o sotana claman por la expulsión de los extranjeros enemigos del orden. El inspirado escritor Miguel Cané redacta un proyecto de ley para echar de la Argentina a los agitadores foráneos.

(140 y 290)

1890 - Buenos Aires
Los conventillos

Pobres y ricos pagan la misma entrada en el teatro Colón, cuando llega el carnaval, pero pasando la puerta los brazos ocupan su lugar y los cerebros el suyo, y nadie comete el sacrilegio de equivocarse de sitio. En la pista bailan los de abajo y en palcos y salones se divierten los de arriba.

Buenos Aires es como su teatro. La gente copetuda duerme en palacios franceses de dos o tres plantas, en el barrio Norte, y solas duermen las solteronas que prefieren morir vírgenes antes que mezclar la sangre con algún extranjero de medio pelo. Los que mandan decoran su abolengo, o lo producen, mediante chorros de perlas y heráldicas labradas en vajilla de plata, y ostentan porcelanas de Sajonia o Sévres o Limoges, cristales de Waterford, tapices de Lyon y manteles de Bruselas. De la vida recogida de la Gran Aldea han pasado al exhibicionismo frenético de la París de América.

Al sur, se apretujan los golpeados de la tierra. En las abandonadas casonas coloniales de tres patios, o en conventillos especialmente construidos, duermen, por turnos, los trabajadores venidos de Nápoles o Vigo o la Besarabia. Jamás se enfrían las camas, escasas en el ningún espacio invadido de braseros y palanganas y cajones que hacen de cunas. No faltan peleas en las largas colas a la puerta de la única letrina, y el silencio es un lujo imposible. Pero a veces, en las noches de fiesta, el acordeón o la mandolina o la gaita traen perdidas voces a estas mujeres lavanderas y costureras, sirvientas de patrones y maridos, y alivian la soledad de estos hombres que de sol a sol curten cueros, envasan carne, serruchan madera, barren calles, cargan bultos, alzan y pintan paredes, arman cigarrillos, muelen trigo y hornean pan mientras sus hijos lustran botines y vocean el crimen del día.

(236 y 312)

El solo

Un fuego menos, dicen allá
, en las aldeas de Galicia, cuando alguien emigra.

Pero allá él era exceso de población y acá quisiera no sobrar.

Como mula trabaja y aguanta y calla, hombre poco de palabras, y en la ciudad ajena ocupa menos sitio que un perro.

Acá le toman el pelo y lo tratan con desdén, porque él no sabe ni firmar y el trabajo manual es cosa de especies inferiores. En cambio, acá veneran a quien mucha soberbia gasta y aplauden al taimado capaz de desplumar al más gallo en certero golpe de astucia y suerte.

Poco puede dormir el solo, el inmigrante; pero no bien pega las pestañas es amado por hadas o brujas en verdísimas montañas y acantilados de niebla. A veces, tiene pesadillas. Entonces, se ahoga en el río. No en cualquier río, sino en cierto río de allá. Quien lo atraviesa, es fama, pierde la memoria.

Tangueando

El tango, hijo tristón de la alegre milonga, ha nacido en los corrales suburbanos y en los patios de conventillo.

En las dos orillas del Plata, es música de mala fama. La bailan, sobre piso de tierra, obreros y malevos, hombres de martillo o cuchillo, macho con macho si la mujer no es capaz de seguir el paso muy entrador y quebrado o si le resulta cosa de putas el abrazo tan cuerpo a cuerpo: la pareja se desliza, se hamaca, se despereza y se florea en cortes y filigranas.

El tango viene de las tonadas gauchas de tierra adentro y viene de la mar, de los cantares marineros. Viene de los esclavos del África y de los gitanos de Andalucía. De España trajo la guitarra, de Alemania el bandoneón y de Italia la mandolina. El cochero del tranvía de caballos le dio su corneta de guampa y el obrero inmigrante su armónica, compañera de soledades. Con paso demorón, el tango atravesó cuarteles y bodegones, picaderos de circos ambulantes y patios de prostíbulos de arrabal. Ahora los organitos lo pasean por las calles de las orillas de Buenos Aires y de Montevideo, rumbo al centro, y los barcos se lo llevan a loquear a París.

(257, 293 y 350)

1890 - Hartford
Mark Twain

Las manos del novelista arrojan a Hank Morgan, funcionario de la fábrica de armas Colt, a la remota corte del rey Arturo. El teléfono, la bicicleta y la dinamita viajan al tiempo del mago Merlín y sir Galaad en el valle de Camelot; allá Hank Morgan edita y vende un periódico al módico precio de dos centavos, funda una academia militar de West Point y revela que el mundo no es un plato apoyado sobre columnas. Aunque viene de una sociedad que ya conoce los monopolios, Hank lleva a los castillos feudales la buena nueva de la libre competencia, el libre comercio y el sufragio libre. En vano intenta sustituir los duelos de a caballo por el béisbol, la monarquía hereditaria por la democracia y el código de honor por el cálculo de costos; y al final achicharra a treinta mil jinetes ingleses de armadura y lanza oponiéndoles alambres eléctricos ya ensayados contra los indios de los Estados Unidos. La aventura culmina a toda muerte y Hank cae asfixiado por la miasma de podredumbre que se desprende de sus víctimas.

Mark Twain termina de escribir
Un yanqui en la corte del rey Arturo
en su casa de Hartford. «Es mi canto del cisne», anuncia. Él ha vivido siempre a los saltos, persiguiendo un fugitivo millón de dólares. Ha sido periodista y explorador, agente de publicidad, minero de oro, piloto de barco, especulador, inventor de maquinitas, director de una compañía de seguros y empresario con mala suerte; pero entre bancarrota y bancarrota se las arregló para inventar o recordar a Tom Sawyer y a Huck Finn, y encontró la manera de invitarnos a todos a flotar en balsa, junto a ese par de muchachos, por las aguas del Mississippi. Y lo hizo por la pura alegría de ir, no por la urgencia de llegar.

(149 y 341)

1890 - Wounded Knee
Viento de nieve

El Creador no hizo a los indios: los cantó, los danzó.

A través de los cantos y las danzas, el Creador está anunciando ahora que esta tierra vieja y moribunda será pronto arrasada por el verdoso torbellino de la tierra nueva. El profeta Wovoka trajo su palabra desde el otro mundo: en la tierra nueva resucitarán los búfalos y renacerán los indios muertos y una feroz inundación ahogará a los blancos. Ni un solo usurpador sobrevivirá.

Las danzas y los cantos del profeta Wovoka vienen desde el oeste, atraviesan las Montañas Rocosas y se propagan por las llanuras. Los sioux, que fueron los más numerosos y poderosos de estas regiones, celebran la anunciación del paraíso, el fin del hambre y del exilio: danzan y cantan desde el alba hasta lo hondo de cada noche.

Cuatro días después de Navidad, los truenos de la fusilería interrumpen las ceremonias en el campamento sioux de Wounded Knee. Los soldados acribillan como a búfalos a las mujeres, los niños y los pocos hombres. La ventisca golpea a los muertos y los congela sobre la nieve.

(51, 91 y 230)

Canto profético de los sioux

Es de trueno la nación que soy, he dicho.

Es de trueno la nación que soy, he dicho. Vivirás.

Vivirás.

Vivirás.

Vivirás.

(38)

1891 - Santiago de Chile
Balmaceda

José Manuel Balmaceda quiso impulsar la industria nacional,
vivir y vestirnos por nosotros mismos
, presintiendo que la era del salitre pasaría sin dejar a Chile más que el remordimiento. Quiso aplicar estímulos y protecciones semejantes a las que habían practicado, en su infancia industrial, Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania. Alzó los salarios de los trabajadores y sembró de escuelas públicas el país. Dio al largo cuerpo de Chile una columna vertebral de vías y caminos. En sus años de presidencia, el sagrado capital británico corrió grave riesgo de profanación: Balmaceda quiso nacionalizar los ferrocarriles y quiso acabar con la usura de los bancos y la voracidad de las empresas salitreras.

Mucho quiso Balmaceda, y bastante pudo; pero más pudo el enorme presupuesto que John Thomas North destina a comprar conciencias y torcer justicias. La prensa desató sus truenos contra
el César ebrio de poder, déspota enemigo de la libertad y hostil a las empresas extranjeras
, y no menos fuerte resonó el clamor de los obispos y los parlamentarios. La sublevación militar estalló como un eco y entonces corrió sangre de pueblo.

«The South American Journal» anuncia el triunfo del golpe de Estado:
Chile volverá a los buenos tiempos de antes
. El banquero Eduardo Matte también lo celebra:
Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo. Lo demás es masa influenciable y vendible.

Balmaceda se mata de un balazo.

(270)

1891 - Washington
La otra América

José Martí lleva diez años viviendo en los Estados Unidos. Es mucho lo que admira en este país múltiple y vigoroso, donde nada nuevo da miedo; pero también denuncia, en sus artículos, las ambiciones imperiales de la joven nación, la elevación de la codicia a la categoría de derecho divino y el atroz racismo que extermina indios, humilla negros y desprecia latinos.

Al sur del río Bravo, dice Martí, hay
otra
América,
nuestra América, tierra que balbucea
, que no reconoce su completo rostro en el espejo europeo ni en el norteamericano. Es la patria hispanoamericana, dice, que reclama a Cuba para completarse con ella, mientras en el norte la reclaman para devorarla. Los intereses de una y otra América, no coinciden.
¿Conviene a Hispanoamérica
—pregunta Martí—
la unión política y económica con los Estados Unidos?
Y contesta:
Dos cóndores, o dos corderos, se unen sin tanto peligro como un cóndor y un cordero
. El año pasado se celebró en Washington la primera conferencia panamericana y ahora asiste Martí, como delegado del Uruguay, a la continuación del diálogo.
Quien dice unión económica, dice unión política. El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende, sirve… El pueblo que quiere morir, vende a un solo pueblo, y el que quiere salvarse, vende a más de uno… El pueblo que quiera ser libre, distribuya sus negocios entre países igualmente fuertes. Si ha de preferir a alguno, prefiera al que lo necesite menos, al que lo desdeñe menos…

Martí ha consagrado su vida a esa otra América: quiere resucitarla en todo lo que le mataron desde la conquista en adelante, y quiere revelarla y rebelarla, porque su escondida y traicionada identidad no será revelada mientra no se desate.

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