Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (3 page)

Empecé a urdir mi venganza en el momento justo en que me enteré de que te ibas con él. En realidad, el motor de mi vida fue la revancha. Descubrí, amor mío, que se podía vivir haciendo daño y que, además, haciéndolo me hacía fuerte. De no tener absolutamente nada, de ser un pobre diablo, podía pasar a ser un diablo venerado, deseado, ensalzado, imitado, adorado. ¿Que qué me quedó de todo esto? Ya lo ves. Cuando uno ama mucho, corre el riesgo de sufrir mucho. El corazón va siempre acongojado y triste. Perdido en la marabunta de las frivolidades y de los egos saciados a punta de bragueta. Hoy seduzco a una, mañana a otra y a otra y a otra; una suma que crece y te enaltece (vaya imbecilidad). Trofeos para tu estúpida gloria. Cada una lleva su historia a cuestas; historias que no te atraen lo más mínimo y a las que tú les vendes tu atención, pensando en que a cambio de ese ratito de decirles «te comprendo y me interesa lo que me cuentas» tendrás una carne nueva entre tus piernas. No compensa, ¿sabes?, no tiene ningún sentido; ningún sentido práctico. Y la vida, al final, busca practicidad.

Oye, ¿qué demonios haces? No abras la caja. No se te ocurra levantar la tapa. No quiero que este frío que me invade te llegue. No alcanzas a imaginar lo que es el helaje de la muerte. ¿Crees que no lo siento? Mientras estuve vivo, nunca se me pasó por la mente pensarlo. Ojalá me cubrieras ahora. No te pido mantas, ni cobijas: sólo tu piel. Déjame que guarde para siempre el calor de tu cuerpo entre mis brazos. Ese calor, el de la entrega mutua, no puede compararse con nada. Hice el amor —vaya expresión tan mal utilizada—, perdón, corrijo: hice el sexo con tantas mujeres en mi vida que, aunque alguna vez traté de llevar la cuenta, me perdí. ¿Para qué contar lo que, una vez hecho, borré de mi memoria? Cuerpos que utilizaba y de los que no me quedó absolutamente nada. Sí, tal vez una postura inventada para quedar como el mejor. Unas medias de seda, unos ligueros… zapatos de tacón de aguja… Un sofá y unas velas; varios gin-tonics. Una boca voluptuosa, una lengua inquieta, unos senos turgentes. Escenarios buscados con premeditación y alevosía para darle realce al acto. Bazofia, pura bazofia, porque no eras tú la protagonista, amor, no era contigo.

¡Qué tozuda eres, Dios! Te dije que no lo hicieras y no me has hecho caso. ¿Para qué quieres abrir la bendita tapa de esta asquerosa caja que me atrapa? A estas alturas, es mejor que nuestra historia se quede entre nosotros, ¿no crees?

Capítulo 8

La primera vez que lo vi cruzaba con María del Mar, mi amiga del alma de aquellos años, la Glorieta de Bécquer del Parque de María Luisa. Ese día, en la clase de lengua castellana la profesora Rocío me había hecho recitar delante de mis compañeras un poema suyo que hablaba del amor y a mí, que eso de hablar en público debido a mi extrema timidez se me daba muy mal, me temblaba la voz y el cuerpo.

Podrá nublarse el sol eternamente;

podrá secarse en un instante el mar;

podrá romperse el eje de la tierra

como un débil cristal.

¡Todo sucederá! Podrá la muerte

cubrirme con su fúnebre crespón;

pero jamás en mí podrá apagarse

la llama de tu amor.

En aquel entonces yo no entendía el verdadero sentido de esas palabras y me parecía algo exagerado el hecho de que se nublara el sol, se secara el mar y hasta el eje de la tierra se rompiera sólo por el hecho de amar a alguien. Nos veníamos riendo, repitiendo el sonsonete, «podrá nublarse el sol…» como si fuese una cancioncilla tontísima, burlándonos de los poetas que nos obligaban a estudiar y de sus amores desgarrados e imposibles, cuando lo vi de lejos, delante de aquellas esculturas de mujeres en mármol heridas por un Cupido alegre, que representaban «el amor ilusionado», «el amor poseído» y «el amor perdido».

Era todo ojos. Unos ojos tristes y húmedos que le ocupaban la cara, como dos puñados de tierra mojada, brillante, a la espera de fecundar semillas. Pensé que los poetas tenían razón. Que unos ojos pueden clavar puñales que van directamente al corazón y lo dejan herido de goce y dolor.

Yo, por no saber no sabía nada de nada de la vida, salvo lo que oía de las chicas de tercer grado que no querían tener ningún tipo de relación con nosotras, las menores. Nuestro gran pasatiempo a la hora del recreo era escucharlas, eso sí, cuidando de que no nos descubrieran pues el castigo por entrometernos en sus asuntos podía ser terrible. Hablaban de chicos y de las cosas que hacían con ellos cuando nadie las veía: besos y toqueteos impuros que llevaban directamente al infierno, pero con los que nosotras soñábamos.

Estaba solo, recogiendo pequeñas piedras que guardaba en sus bolsillos. Una de ellas, estando a punto de pisarla con mi zapato, había sido rescatada por sus dedos in extremis. Al cogerla, me miró directo a los ojos y a mí no sé por qué me salió decirle «perdón» cuando ni siquiera la había rozado. Quizá porque me di cuenta de que lo que para mí era una simple piedra sin importancia alguna para él era un diamante, o qué sé yo. La verdad es que en ese momento me pareció un gitanito de esos a los que mi padre les daba de vez en cuando alguna moneda a la salida de la misa, pero cuando me fijé bien, me dio la impresión de que era un príncipe sin reino. Un niño solitario que tal vez no tenía ni familia ni amigos; nadie que se interesara por él. Una especie de Oliver Twist. Un chico escapado del orfanato de la Casa Cuna, donde cada mes entregábamos la ropa que ya no usábamos.

Me miró y con sus dedos untados de tierra me ofreció la piedrecita que acababa de recoger. La recibí y recordé las palabras de mi padre: «Esta ciudad está llena de peligros para chicas tan guapas como tú. Nunca recibas nada de alguien que no conoces». Entonces, aunque deseaba con toda mi alma quedármela, se la devolví. Él insistió: «Es sólo un corazón, ¿no lo ves? Tengo muchos. El Parque está lleno de ellos. Quédatela». Y sin esperar a que le contestara, sacó de sus bolsillos muchas más. En ese momento, María del Mar me tiró del brazo y en secreto me dijo: «Es mejor que nos vayamos, Alma. Es un… vagabundo». Yo no quería, pero mi amiga era una marimandona y aunque me moría de la rabia de estar a sus órdenes, siempre acababa obedeciéndola como una imbécil. Así que, al final, tiré la piedra al suelo y salimos corriendo, huyendo de no sé qué peligro.

Después de esa tarde, vinieron muchas más. Pero nunca volvió a acercarse. Se quedaba sentado en uno de los bancos y, al ver que me aproximaba, clavaba sus ojos en los míos y con ellos me decía cosas que mi corazón escuchaba con una mezcla de temor y alegría. Palabras que me hacían arder el cuerpo como si tuviera la peor de las fiebres y me dejaban exhausta, completamente muda y etérea. Por esos días, mi tartamudeo congénito empeoró. En el colegio era todo un drama cuando me preguntaban algo; hacía esfuerzos sobrehumanos por decir las lecciones, tanto que para tratar de aliviarme las monjas acabaron por examinarme sólo a nivel escrito. Lo peor es que todo me lo sabía de memoria y en mi mente las respuestas fluían con total rapidez, pero al llegar a la garganta, no sé por qué, las palabras se me amontonaban unas encima de otras y no había poder humano de desatascarlas. Y si por el colegio llovía, por la casa no escampaba. Allí mi mutismo era total; no me salía ni una sola sílaba.

A pesar de sentirme enferma, quería más de esa enfermedad. Era como si sus ojos me llenaran de vida y me elevaran a otros mundos que se apartaban por completo de los algodones, las normas, los linajes y las composturas. Un mundo donde la palabra «libertad» era la puerta de acceso que permitía tocar la tierra y el cielo, untarse de barro, ensuciarse el vestido y los zapatos, gritar, saltar, sudar y despeinarse. Con él quería pecar, hacer lo que las del tercer grado contaban en el recreo.

Sin que nadie lo supiera empecé a escaparme los sábados, con la disculpa de ir a visitar a mi amiga. Cuando estaba segura de que nadie me seguía, desviaba mi camino y corría hacia el Parque, a la Glorieta de Bécquer. Descubrí que, bajo el banco donde se sentaba, el gitanito de los ojos húmedos y pelo enmarañado me dejaba piedras y notas. Frases que me parecía haber leído en viejos libros que mis padres guardaban como un tesoro en un arcón de su habitación y a los cuales accedía a escondidas, pues según ellos eran lecturas prohibidas para mi edad. Cosas que una niña de doce años no podía leer porque eran pecaminosas. Palabras en las que yo no veía ni por asomo dónde podía estar aquello tan sucio que llevara al pecado. Eran páginas maravillosas que te adentraban en un universo donde el amor era el motor de la vida de sus autores. Algunos de ellos se habían suicidado en el intento de alcanzar la plenitud a través de él. Capítulos enteros que hablaban del sufrimiento, de vidas complicadas, del dolor del rechazo. Paisajes desolados y tristes… El mar y la luna como protagonistas de frustraciones y desengaños. La mayoría eran historias de amores contrariados o prohibidos, cuerpos que se consumían de pasión. Descripciones que me producían escalofríos, palpitaciones y humedades íntimas.

En aquellos días, respiraba, comía, estudiaba y vivía sólo pensando en él. Sabía que si no rendía en el colegio, los sábados no podía escaparme. Fue la época en que llegué a sacar las mejores notas. Todos mis movimientos y quehaceres tenían como única meta poder ir al Parque. En aquel banco de la glorieta me esperaba la felicidad. Decidí empezar a contestar a sus misivas con ilustraciones hechas en acuarela que, según decía la hermana Julia, se me daban muy bien. En ellas trataba de ilustrar lo que sus palabras me decían.

De lunes a viernes nuestro lenguaje era de ojos y silencio. Pero el sábado… el sábado era otra cosa. Era palpar en vivo y en directo su corazón, y a eso me volví adicta.

María del Mar estaba intrigadísima tratando de entender a qué se debía ese cambio tan marcado en mi comportamiento y no paraba de preguntarme, pero yo había decidido proteger mi secreto de todos. Nadie, absolutamente nadie, iba a enterarse.

Ése fue el comienzo de todo.

Ahora que estoy delante de él, con esta madurez que jamás imaginé que llegaría a tener, con este dolor que casi me impide respirar, me doy cuenta de que de nada sirvieron todos estos años de sacrificios y vacíos. Qué estúpidos llegamos a ser los seres humanos imaginando que llegará el día menos pensado en que un hecho ajeno a nosotros nos conducirá al camino correcto, el que de verdad nos marca el corazón. Qué ingenuidad pensar que otros harán lo que por nosotros no hemos sido capaces de hacer.

Durante toda mi vida creí que algo inesperado, quizá un golpe de viento despistado, haría que la veleta de mi destino girara y me llevara hasta él, y nunca, nunca hice nada. ¡Cuánta debilidad enmascarada de valentía y sensatez!

No puedo creer que jamás lo volveré a ver.

Me miro como si fuera una de estas personas anónimas que hacen cola para verlo, portando entre mis manos esta carta que he escondido durante tantos años para que nadie la encontrara —palabras que para muchos no significarían nada—, vestida como si fuera la verdadera viuda de Francisco, y me doy pena. ¡Qué imagen más patética debo dar! Ahora, que ya es tarde para todo, que ya no sirve para nada lo que haga. Ahora, que yo me quedo aquí y él se va. Ahora, soy valiente.

Capítulo 9

¿Será arpía la mosquita muerta? ¿Cómo se atreve a ir vestida como si fuera la gran viuda, haciéndose la adolorida ante mis ojos? Sabía que algo se traía entre manos la muy pécora. ¡Siempre lo supe!

Entró en nuestra familia siendo el ejemplo a seguir. Desde pequeña me tocó aguantarme los piropos y halagos que mi madre hacía de ella. Tan bella, tan pulcra, tan decente, tan perfecta. Alma por aquí, Alma por allá, compórtate como ella. Sus vestidos, su decoro, su saber estar. ¿Que dónde le hacen los trajes? Pues vamos allí. Me convertí en su copia y, como todos sabéis, la copia siempre es peor que el original.

No hablaba, ella nunca hablaba; según mis padres, eso era signo de inteligencia. Pero yo sabía que era una tartamuda, una pobre y desgraciada tartamuda. En el colegio todas lo sabíamos, pero en mi casa nadie se lo creía. Hasta mi madre llegó a comentarme que lo que yo decía era envidia cochina.

Su familia impecable, sus mantillas, su docilidad, su feminidad, su inteligencia, su donaire… todo era un modelo a imitar. ¡Malditaaaaa! Sus apellidos que hacían juego con los nuestros. Dos escudos unidos para fortalecer dinastías, estirpe, nobleza, decoro y etcétera, etcétera, etcétera. Pura basura. El tonto de mi padre nos la vendió como si fuera la Virgen de la Luz y la Bondad. ¡Me parto de risa! Sabía que algo se traía entre manos. Siempre perdonando los desmadres de mí marido. Siempre callando lo que todos criticaban. ¿Cómo no iba a hacerlo, si la mosquita muerta siempre estuvo enamorada de él?

Lo que no acabo de entender es, sabiendo las porquerías que mi marido hacía a diestra y siniestra, cómo lo justificaba. Pero ya se sabe, cuando alguien está enamorado no puede permitir que el ser que ama —en este caso, este hombre tan asquerosamente obsceno— sea de otra forma a como lo imagina, y prefiere disculparlo con tal de que su imagen, la imagen falsa que tiene de él, no se vea mancillada. Vestirlo con los ropajes de la ignorancia y de su amor incondicional: ojos que no ven, corazón que no siente.

Pero, por más que me devano los sesos, me cuesta entender… ¿qué tipo de juego se llevaban entre ellos?

Mientras tanto yo, la pobre imbécil, pariendo hijos como una coneja. Uno, dos… siete. Siete años de embarazos, con mi cuerpo deformado por la bendita maternidad que todos aplaudían. Hembra, varón, hembra… haciendo cara de mujer abnegada y solícita, mientras el asqueroso se lo hacía con cuantas mujeres se le cruzaban en su camino.

Pero la venganza siempre es dulce. Un plato que se sirve frío. Me convertí en la más deseada y repugnante de las mujeres. Nunca sabré cuántas se folló Francisco, pero por lo que a mí respecta, creo que lo superé.

Capítulo 10

Abrió la tapa del ataúd despacio, como si temiera despertar al muerto, con su mano de encaje negro que sudaba pena. Al hacerlo, Alma fijó sus ojos en los párpados dormidos de Francisco. Se quitó el guante y cogió una de sus manos, que a pesar del rigor mortis conservaba el último hálito de calor. La acercó a su boca y la besó despacio. Después, la pasó por sus mejillas, buscando que sus dedos la rozaran. El marido, desde una esquina, la observaba atónito, mientras abrazaba a su hermana Morgana. ¿Qué demonios hacía su mujer besando la mano de su cuñado?

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