Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (8 page)

Capítulo 17

Si hubiera sabido que todo esto era más fácil de lo que creía, lo habría hecho hace muchos años. ¡Dios sabe que sí! Pero para mi desgracia y desgracia de muchos, no lo hice.

Quizá hoy no estaría delante del ataúd de Francisco llorando su muerte, retorciéndome de impotencia y frustración. Quizá él no se habría casado con Morgana. Quizá sus hijos serían míos. O los míos, suyos. Quizá él no habría ido con tantas mujeres de tan «dudosa ortografía»…

¿Habría sido fiel?… Quizá.

Quizá yo no hubiera estado tan triste y amargada toda mi vida. Quizá él no habría robado ni estafado a tantos, ni hubiese tenido esa ambición tan desmedida, ni hubiese llegado tan lejos a costa de aplastar a medio mundo.

Quizá yo no hubiera tenido que mentirle a Beltrán haciéndole creer que sentía lo que nunca sentí. Quizá Francisco no habría pisado la cárcel nunca. Quizá Beltrán hubiese encontrado el verdadero amor en otra. Quizá Morgana no hubiera acabado tan enferma de odio. Quizá mis armarios estarían más vacíos y mi corazón más lleno.

Quizá nuestra vida no habría llegado a estos niveles de degradación.

Quizá mis hijos serían felices.

Quizá hoy estaríamos, él y yo, tranquilos, contando estrellas, o caminando cogidos de la mano viendo la vida pasar, o leyendo un libro en silencio mientras nuestros hijos se van haciendo adultos. Sintiéndonos todos seguros de pertenecer a una familia donde el amor, el respeto y la cordura son los verdaderos valores que cuentan.

Quizá… Quizá…

Pero ¿de qué sirve ahora lamentarse de aquello que no pasó? El mundo está lleno de hubieras, quimeras y quejas. Frustraciones amontonadas y oxidadas; millares de esqueletos sin enterrar, que sólo sirven para acusar en silencio y dar pena.

Un monumento a los que fracasaron sin intentarlo.

Con ninguno de ellos se puede hacer casi nada, salvo alguna triste o melodramática novela que leerán los últimos románticos trasnochados, o alguna obra de teatro para ser interpretada en un local de mala muerte, a precio de saldo, delante de cuatro ilusos desprogramados.

¡Vaya gracia!

Después de haberte pegado el batacazo —cuando la piel del alma y del cuerpo se te han marchitado y ya has dejado de creer en la vida—, va y te llega la lucidez. Te llega cuando los acontecimientos han cambiado. Hoy ya no es ayer. Aquel ímpetu de creer que te comerías el mundo ha ido languideciendo. No tienes la edad que tenías cuando sentías lo que sentías, ni el corazón limpio e ingenuo. Ha entrado la razón, como una okupa, a adueñarse de todo, hasta de tu conciencia.

¡Y eso es lo más triste!

Cuando te vas haciendo mayor —el espejo se ha convertido en tu terrible enemigo—, la piel se repliega y tu espontaneidad, el creer que todo lo puedes, también se arruga y envejece. Y tienes que asumirlo, como asumes que por más que un atardecer te parezca bello, no puedes retenerlo. Se evapora, y los colores se van diluyendo lentamente hasta desaparecer. Un presente efímero que pasa a transformarse en pasado a velocidad de vértigo.

Acabas rendido a la evidencia de que no eres todopoderoso. Que las circunstancias, finalmente, son las grandes vencedoras.

Tengo cincuenta y dos largos, malvividos y tendidos años. El espejo del salón —que refleja el reloj de pared sin agujas y la interminable columna de deudos que desfilan delante del féretro abierto— me lo recuerda sin piedad. He envejecido de forma melancólica, como las rosas cuando las cortan y colocan en un jarrón que nadie ve. Mi belleza se ha ido cayendo a pedazos —cara y alma fundidas—, como sus pétalos. Miro los pliegues que tengo en mi piel y cada uno de ellos me recuerda la amargura de mi existencia. Arrugas de risa, de aquellas que he visto en muchos amigos, no tengo ninguna. No importa; ya hace mucho tiempo que dejó de importarme. A esta actitud desvencijada y humillante, por otra parte despreocupada, muchos le llaman madurez. Finalmente, la pobre niña rica se convirtió en una pobre adulta sabia.

Y todo, ¿para qué?

El hombre que yace tendido en esa caja, mi amado Francisco, no es ni sombra de aquel hermoso y sencillo niño con el que me crucé un soleado día de mayo en la Glorieta de Bécquer. Y a pesar de no serlo, todavía puedo ver, en el fondo de sus ojos dormidos, su luz. Aquella que me ungió de gloria y dolor. Es lo que tiene el verdadero amor que, una vez te ha elegido, te deja tocado y hundido para siempre.

Y no es que no sepas ver los defectos o carencias del ser amado. Es simple y llanamente que aquel estado de enajenación tiene la virtud de elevarte por encima de las bajezas humanas y hacerte trascender. Aprendes a comprender y a aceptar a ese pedazo de carne y espíritu, con sus miserias y sus lujos. Casi como el amor que sientes por un hijo: en el fondo de tu alma conoces a la perfección de lo que carece, pero siempre encuentras la disculpa perfecta para redimirlo.

Esto era exactamente lo que me pasaba con mi Francisco. Aunque había hecho y deshecho actos a cual más reprochable, inmediatamente me enteraba de alguno mi inconsciente fabricaba su justificación. Eran mi pasión y mi sueño unidos, mi espera y mi tenacidad dando brazadas para no ahogarse en ese mar de negaciones y renuncias.

¡Y así se fue la vida!

De minuto en minuto, de hora en hora, de mes en mes y al final de año en año y de lustro en lustro. Perdonando sin restricciones de ninguna índole, para no morir deshidratada de alma.

¡Pura supervivencia!

Aquí está Francisco, hermoso y sereno, plantado en medio de las dos. Por no ser, ya no es de nadie; ni siquiera de él mismo. Y a pesar de no estar, está más presente que nunca. Si no fuera porque lo han certificado, diría que sólo duerme.

La casa está ebria de su presencia. Por todos los rincones oigo el eco de sus pasos; de su risa y su voz. Parece que se burlara de todos; como si incluso al final también se hubiese salido con la suya.

A pesar de que el salón está a reventar de aromas y perfumes, siento el agrio aliento del odio de Morgana. Sé que me acecha, como un alacrán cuando estudia su presa y busca desesperadamente clavar su ponzoña para descargar su veneno. Pero no voy a regalarle el placer de darme por aludida. Se ha convertido de repente en eso: una asquerosa sabandija que arrastra sus sedas rojas por el suelo. Un insecto al que, por más veneno que trate de inocular, no temo.

En este instante daría lo que fuera por saber qué diablos está pasando por la cabeza de Morgana. ¿El incidente que acabamos de vivir con su hija le habrá producido algún tipo de vergüenza? Debería. ¡Pobre niña!

¿Qué cuchillo cortará este silencio tan grotesca e hirientemente horneado?

Capítulo 18

Eran las dos y diecisiete minutos de la tarde y Sevilla continuaba sumida en la más absoluta oscuridad. En el sopor de la desgracia, nada se movía; ni siquiera una hoja. Sólo una luna repentina vestida de tules se desplazaba rezongona por el cielo, como si fuese la gran diva de una ópera sin ensayar en esa inesperada y desorientada noche.

Tras la intervención de la hija de Francisco, el regio salón donde se velaba su cuerpo permanecía ahogado en un silencio sepulcral. En esa hipócrita solemnidad, cada visitante representaba magistralmente su papel.

Las palabras de Macarena disculpando los desatinos de su madre, en lugar de haber servido para restarle importancia a la estrafalaria escena de celos y reproches conyugales, la había agitado. El público esperaba ansioso el segundo acto. Se abrió el telón en la boca de Morgana.

—Nunca… —empezó a decir en voz baja.

—Nunca… —volvió a repetir, subiendo la voz.

—NUNCA… —le gritó a Alma, mirándola a los ojos—, dejaré que me humilles, ¡zorra!

Pero Alma no se dio por aludida. Imperturbable y distante como una esfinge, continuó acariciando con sus largos dedos el iridiscente copete del pavo real que se había acercado a defenderla, como si se tratase de un cachorro. Haber revelado sus sentimientos ante todos le otorgaba una especie de fuerza divina que la convertía en una Turandot capaz de desafiar o ignorar al mundo. Ésa era la Libertad.

—Es contigo —le increpó Morgana acercándose amenazadora, mientras su hija, tragándose el llanto, trataba inútilmente de calmarla. Junto a ella, Beltrán, en trance de ausencia supina, parecía ignorarlo todo. Su cuerpo se mantenía rígido, estatuado y lejano. No oía, no veía, no sentía. Ni el más ínfimo gesto le delataba. La vergüenza vivida por el comportamiento de su mujer lo había desvinculado del presente.

Un taconeo lento se desprendió del tumulto y dio la cara. Envuelta en humos bordados, una altiva y refinada mujer preguntó con su voz rota.

—¿Os lo estáis rifando?… ¿De verdad os peleáis por él? —Y a continuación soltó una sonora carcajada—. ¡Qué ingenuas! No perdáis más el tiempo. ¿Por qué sufrir por algo que no os pertenece? ¡Francisco era mío!

Un murmullo general convirtió el lugar en un concierto de voces disonantes; agudos y graves interpretaban el «despelleje del difunto» en do re mi, hasta que se alzó otra voz en un solo sostenido en Fa.

—¿Tuyo? —Era una mujer que iba emperifollada como si de una marquesa venida a menos se tratara; cubierta de joyas como un árbol de Navidad barato, arrastraba a dos gemelos que miraban impávidos a la muchedumbre—. ¿De quién creéis que son estos querubines? ¡Miradlos!… —A continuación los colocó delante de todos—. Niños, dejaos ver bien. —Mientras hablaba, peinó con sus dedos sus renegridos rizos—. ¿No lo veis? ¡Son el vivo retrato de su padre!

—Pero ¿qué estupidez decís? —exclamó Mariana La Bailaora, haciendo sonar sus dedos como dos castañuelas, mientras se separaba de la multitud y se plantaba junto al féretro—. Si lo nuestro era un secreto a voces. —Sus pies empezaron un virtuoso zapateado circular alrededor de la caja que hizo estremecer el suelo. Las palabras que pronunciaba parecían acompañar una música muda que la llevaba a mover su cuerpo al compás de sus recuerdos—. ¡Yo fui su gran y único amor! —Sus tacones martillaban magistralmente el final de cada frase—. ¡Ay, si pudieras hablar, Hermoso! Si de tu boquita saliera uno de esos suspiros que exclamabas por culpa de mis manos. —Dio un chasqueado de dedos que finalizó con ocho palmas y un punteado ligero—. ¡Pobrecito mío! Se aprovechan de tu silencio para calumniarte —le dijo a la cara al muerto.

De repente, el pavo real que acariciaba Alma sacudió su plumaje y con un alarido casi humano silenció a los asistentes. Entonces, sin que nadie pudiera evitarlo, empezó a sobrevolar el salón en alocados círculos. Sus plumas, aquellos hermosos ocelos, fueron cayendo sobre todos como alargados copos de nieve azulados. Decenas de ojos índigos que observaban y sentenciaban con levedad etérea todo cuanto veían.

—¡¡¡Por el amor de Dios, debería daros vergüenza!!! Un hombre tan honorable como don Francisco no merece un espectáculo tan deplorable.

Quien así hablaba era el excelentísimo señor don Ramón Viesca de Uruñuela, alcalde de la ciudad, que debía todos sus títulos al velado apoyo financiero que Francisco, en una de sus espectaculares e insomnes juergas, le había ofrecido y él se había encargado de ordeñar a cambio de dejar impoluto el nombre de su benefactor, tras los espesos escándalos que lo habían llevado a la cárcel.

En el mismo momento en que el alcalde hablaba, al otro extremo de la sala se oyó un golpe seco sobre el mármol. El cuerpo de Morgana acababa de caer desplomado entre sus sedas rojas.

Capítulo 19

Por favor, chicas. Comportaos, por favor. ¡No me hagáis esto! Hoy no, que están mis hijos y ellos no tienen la culpa de haberme tenido como padre. Respetad por lo menos mi letárgico estado.

Pero qué disparate acabo de oír, ¡por Dios! ¡Esos gemelos no son míos!… Pobrecillos. Te aseguro que de haberlo sido, llevarían mi apellido; porque para mí no existe responsabilidad más grande que la de ser padre. Eso está por encima de todo.

¡Ayyy, Carmela! Ahora vienes y te plantas frente a mis despojos como ave carroñera a ver qué arrancas de mis huesos. Debo recordarte que la primera tarde que pasamos juntos me echaste un cuento de lo más estrafalario, pero como te quería follar pues me hice el que te creía. Me dijiste que habías soñado que dos hombres te habían amado al mismo tiempo y que uno te había dejado preñada por la boca y el otro por el… ja, ja, ja… Seguro que ya estabas embarazada y vete a saber de quién. ¡Sabandija!

A pesar de todo, bien que te beneficiaste estos largos años, porque en el fondo soy bondadoso y me dolió verte tan desprotegida y venida a menos por culpa de tu flojera y tu ingenuidad sexual. Te abrías de piernas al primer pintiparado que hacía su aparición vendiéndote el oro y el moro. Te compré el piso en el que vives por pura compasión, haciendo que te creyeras portentosa. Haciéndote sentir que valías lo que no vales.

Me debías el favor de haber sido mantenida por mí durante años… ¿Y así me pagas?

No eras tan buena en la cama como te creías. Me daba cuenta de todos tus fingimientos. Tus palabras melosas pidiendo más y más; susurrando «me gusta así o asá», cuando tus pezones permanecían flácidos e inertes y tu pobre y escuálida vagina era un pozo seco.

¿Crees que no me daba cuenta de que no había nada que hacer con tu moribunda sexualidad? ¡¡¡Tonta, más que tonta!!! Estabas más deshidratada y marchita que un desierto, pero yo me hacía el bobo. A eso jugábamos. Agradece a todos los whiskies que me bebía y a mi estado de enajenación pseudorromántica que me engañaba y me hacía creer que vivía el sueño de los bobos. También me encantaba mentir; hacía parte del cuento. Era lo que me la ponía dura. Ya sabes: no existe ninguna historia romántica que se respete que no lleve su dosis de mentira incorporada.

Pero hablemos de lo concreto: de ti. Para que te quede bien clarito: tus carnes fofas no llegaron a excitarme nunca lo suficiente… aunque eso no sea culpa tuya. Ambos jugamos al juego de acompañar nuestras respectivas soledades alcoholizadas, bien diferentes por cierto. Al menos la mía tenía donde caerse muerta. Ahora estamos a paz y salvo, ¿no te parece, Carmela?

En cuanto a ti, Mariana, has de saber que no todo lo que se dice en esta vida es verdad. Que la mentira es un dulce juego al que jugamos todos cuando la realidad ya no sabe qué decir. Una canción que se canta cuando no hay melodías que tararear. Un muro que se escala con las uñas cuando sales de un pozo. El aire liso que despeina tu alma, desaparecida en la frustración de no haber logrado lo que querías.

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