Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (12 page)

Así me encontró la hermana Rosario, una novicia más buena que el pan. La que durante el tiempo que estuvo en el colegio, y hasta que el novio la rescató para devolverla al mundanal ruido, me hizo de hermana mayor.

Me llevó a escondidas hasta su cuarto y con mi tartamudeo, que ese día estaba más alborotado que nunca, le expliqué como pude lo que me había sucedido. Le entregué el sobre, muerta de temor, y como estaba mojado fue muy fácil abrirlo; pero la tinta se había corrido y era imposible su lectura. Sin embargo, yo no sabía que en el oscuro tema de las misivas Rosario era una experta, y sin dudarlo me hizo acompañarla hasta el baño. Llenó el lavamanos de agua, sumergió en ella los papeles con la letra de Francisco y las palabras se desprendieron de la carta y empezaron a nadar en el agua hasta ahogarse en un charco azul. Al darme cuenta de lo sucedido y temerme lo peor, la hermana Rosario me tranquilizó con la mirada. Con unas pinzas de las cejas extrajo las páginas y las colgó en una cuerda mientras traía una plancha de ropa que guardaba en el armario. Después de planchar los papeles, comprobé con tristeza que las palabras habían desaparecido; y cuando me iba a poner a llorar, de pronto vi como Rosario iluminaba los papeles con una curiosa lamparilla que emitía un color violeta y los párrafos, convertidos en grito, aparecieron.

Primero lo leyó ella y al comprobar su contenido me miró a los ojos con lástima y desconsuelo, dobló la carta y me prohibió que la leyera.

—Hay amores que sólo causan dolor, pequeña —me dijo la novicia acariciando mis mejillas—, y para tu desgracia, éste es uno de ellos; estarás unida a él, aunque te mueras.

—Qué… qué… qué… quéeeee… qui-qui-quiquieee… —Pero a mí no me salían las palabras.

—¡Pobrecita mía! —continuó diciéndome, al tiempo que guardaba la lamparilla bajo el colchón de su espartano catre.

Dobló la carta, la introdujo de nuevo en el sobre y me la entregó. Consultó el reloj de su muñeca y abrió la puerta:

—Ve a tu clase, Alma, tus compañeras te esperan. Ya son las ocho.

Esa misma tarde, en medio del recreo —mientras las profesoras se encontraban reunidas—, subí a la habitación de Rosario y sustraje la lamparilla.

Me deslicé hasta la capilla del colegio y, escondida detrás de la Santísima Virgen de Regla, leí la carta. Al acabar, un dolor brutal en la parte baja de mi abdomen, como si me desgarraran la cadera, me dejó sin aliento. Y un líquido caliente, pegajoso y espeso me fue escurriendo por la parte interior de mis muslos…

Acababa de convertirme en mujer.

Capítulo 28

Y devolví el sobre.

Esa misma tarde, con mi uniforme azul empapado en sangre y la horrible sensación de estar muriendo desangrada —ya que mi madre aún no me había ilustrado en el tema de la menstruación por considerarlo demasiado delicado y prematuro para mi edad—, dejé la carta de nuevo en el banco, bajo la piedra con forma de corazón. Preferí que, dado que mi muerte era inminente, lo mejor sería que Francisco nunca se enterara de que la había leído y de que el odio que exudaban sus escritos me había matado.

Pero no me morí.

A pesar del terrible sangrado que me duró cuarenta y cinco días con sus noches. A pesar de sentirme enferma y sucia, y ducharme hasta diez veces al día. A pesar de la incomodidad de llevar aquellas compresas que me obligaban a caminar con las piernas abiertas. A pesar de que cada mañana, además de beber unos amargos reconstituyentes cargados de hierro, me obligaran a beberme unos nauseabundos batidos de hígado de ternera crudo para que la anemia no acabara conmigo.

A pesar de todos los pesares, no me morí.

Durante meses dejé de hablar por completo; sólo abría mi boca para comer lo mínimo. La poca energía que me quedó de aquella hecatombe la empleé en convertirme en la mejor estudiante del Colegio España. Mi padre empezó a llevarme cada mañana en su coche —algo que antes nunca hacía—, porque tanto él como mi madre estaban muy preocupados por mi situación. Y es que ya habían sufrido la muerte de mi hermano Tristán y no querían quedarse sin descendencia. Y eso que el médico les había asegurado que mi traumático caso no era el único, y que en chicas con altísima sensibilidad la regla podía llegar a producir este tipo de desbarajustes.

La verdad verdadera fue que se me juntaron tres desgracias: una, la de haber perdido al amor de mi vida; dos, la de haber ganado mi infelicidad para construir con ella mi futuro; y tres, la del puntual sangrado mensual que me convertía en apta para dar a luz los hijos que vendrían de mi patético desamor por Beltrán.

Nada llamaba mi atención. Empecé a palidecer hasta hacerme transparente —como mi hermano Tristán—, y a deambular como un fantasma por todos los rincones. Iba como ánima en pena tratando de encontrar mi lugar en este mundo, pues sentía que con aquella carta lo había perdido.

Vinieron médicos, psiquiatras y homeópatas —cada uno de ellos con su respectiva y milagrosa solución—, y me recetaron desde pastillas para la depresión, la angustia y la obsesión compulsiva hasta granulitos de todos los colores para tomar en ayunas y cuando hiciera falta. Pero al ver que todo aquello no funcionó, que la medicina no había resuelto mi transparencia psíquica y física, entonces a mi madre se le ocurrió la fervorosa idea de echar mano de las Vírgenes, quienes al final siempre la habían sacado de apuros. Además de visitar a cada una de ellas, empezamos a asistir a solitarias procesiones, singulares rezos y cánticos de selectos grupos de oración. Tan desesperada estaba que terminamos peregrinando hasta el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, en los Pirineos franceses, con un frío mortal que me congeló la sangre y nos obligó a abraSarnos (sí, con s) en las llamas de una descomunal chimenea que al final me hizo volver en mí, y mi transparencia —que comenzaba a ser crónica— remitió. Lentamente mi piel marchita empezó a transformarse en una piel sonrosada y viva. La sangre volvió a correr por mis venas…, todo un milagro que mi madre atribuyó absolutamente a la Virgen.

Fue a partir de esa fecha, muy a mi pesar, que mi noviazgo con Beltrán se formalizó y mi resignación se convirtió en la tarea más difícil de mi vida.

Capítulo 29

Se la llevaron.

Al ver que Morgana no reaccionaba adecuadamente a los estímulos, los enfermeros decidieron trasladarla de urgencia al hospital Virgen del Rocío.

La colocaron en la camilla tal y como estaba, con sus sedas escarlatas en volandas, sus uñas pintadas de rojo vino, sus zapatos verde
chatre
de último modelo y una máscara de oxígeno que le restaba belleza, según comentaron
sotto voce
los asistentes. Y así, en medio de los cirios y los rezos, atravesaron el negro tumulto velador. Y en el instante mismo en que abandonaba el salón, los pavos reales, al unísono, se cagaron.

[Cuentan los que lo vivieron que, cuando los enfermeros pasaron con el cuerpo desmadejado de Morgana por delante del ataúd, un vaho rojo con olor a azufre cayó sobre el féretro y por un instante el salón se convirtió en un pestilente infierno sin llamas.]

Detrás de la camilla, Macarena, la hija mayor de Francisco y Morgana, corría abrazada a su tío, que trataba de tranquilizarla asegurándole que todo era una
farsa
alarma de su madre.

—Cariño, tienes que entender que ella, aparte de madre, es una gran actriz. Ya tienes edad para comprender su historia —le dijo Beltrán cariñoso—. Necesita ser protagonista de esta obra; es el último pulso con tu padre. Su vida ha sido una larga y tortuosa batalla de desencuentros. Va siendo hora de que alguno de vosotros se entere. Tú eres la mayor, y ahora que tu padre no está y tu madre está como está, debes asumir la dirección de esta familia. El amor también es tratar de comprender lo incomprensible y tener compasión por aquellos que no supieron conducir sus vidas. A su manera, y aunque ahora te cueste mucho entenderlo, tu padre ahora está en paz, y también a su manera, tu madre ha descansado. Me da mucho dolor decírtelo; aquel matrimonio no debió producirse nunca.

Pero Macarena no podía entender que el amor de sus padres pudiese contener tanto desprecio y fuese tan turbio y bilioso. No estaba preparada para el odio. Ella quería creer que aquel cuento de hadas que escuchaba de pequeña podía ser posible; quería soñar con el «y vivieron felices y comieron perdices para siempre».

¿De qué le hablaba su tío? Estaba en el velorio de su padre, y su madre estaba inconsciente. Cabía la posibilidad de que sucedieran dos desgracias juntas: que el mismo día no sólo perdiera a uno de sus progenitores, sino a ambos. Y eso era demasiado para ella; la superaba. Sus seis hermanos —a pesar de que el dinero no sólo les sobraba sino que se derramaba— eran una carga muy pesada para asumirla. Tenía un exceso de responsabilidad, sobre todo hacia su madre, a la que veía inmadura e impulsiva, y aunque la idolatraba, en el fondo la hacía responsable de haberle robado su juventud. Sin contar con los despropósitos y vergüenzas vividos por culpa de su padre. Todo en su casa era tan absurdamente vergonzoso y «normal» que había perdido el norte.

Pero cuando estaban a punto de meter la camilla en la ambulancia y el tumulto de gente cada vez se hacía mayor, Morgana se incorporó de repente y arrancó de su cara la máscara de oxígeno.

—¿Qué estáis haciendo? ¿Quiénes sois? ¿Adónde creéis que me lleváis, desalmados? —gritó energúmena, interpretando el papel de su vida—. ¿No os dais cuenta de que me estáis apartando de mi marido? Ésta es su despedida y quiero estar con él, acompañándolo hasta el final. ¡Bajadme de aquí!

Los desconcertados enfermeros colocaron la camilla en el suelo, la tranquilizaron y al asegurarse de que se encontraba en pleno uso de todas sus facultades le dieron a firmar un documento, y tal como llegaron se marcharon.

Mientras Beltrán observaba la escena sin participar, Morgana tranquilizó a los asistentes, apoyó el brazo sobre el hombro de su hija y juntas volvieron al salón donde permanecía Francisco rodeado de cirios encendidos y de gentes de todo tipo y condición social que se acercaban a verlo.

—Mira, ¡una abeja! Le va a picar una abeja. ¿Está dormido?… ¿Por qué está tan quieto? —La voz de un niño rompió el silencio. Un hombre andrajoso lo llevaba cargado y le enseñaba el muerto. A su alrededor, una mujer y ocho niños más, en edades comprendidas entre los dieciocho y los seis años, rodeaban el féretro. El niño estaba pegado al ataúd y miraba impasible su contenido, como si observara la atracción de una feria ambulante. De todo lo que veía, lo único que llamaba su atención era el insecto que se paseaba orondo por la cara del difunto—. Le va a picar… —volvió a decir asustado; puso la mano sobre el cristal y empezó a golpearlo con su pequeño puño—. Heyyy, ¡despierte, señor! ¡Despierte!

—Lleváoslos de aquí —ordenó Morgana y continuó—. ¿A quién se le ocurre traer a un chico tan pequeño a… ?—Avanzó hasta donde se encontraba la familia y les ordenó—: Fuera, fuera… apestáis.

—Tttt tttt tttt… —El hombre hizo varios chasquidos con la lengua—. Mucho cuidadito cuando se dirija a mí, señora. De aquí no me mueve nadie… hasta que me pague —le dijo amenazante—. Su marido no va a salirse con la suya, ¡no señor! Eso puede darlo por seguro. Estará muerto, cosa que celebro como no se imagina, y deseo que se pudra y arda en los infiernos, si es que lo aceptan y no va a otro sitio peor donde se descomponga despacio y sea la comida de las ratas; el problema es que, por desgracia, rata no come rata. Pero usted está viva y va a pagarme hasta el último centavo que él me robó. El muy maldito creyó que yo nunca saldría de la cárcel y, mira por dónde, van y me liberan justo el día de su entierro. Si es que al final la justicia divina es la única que trabaja.

—Largo de aquí… ¡Laaaaaargo! Me estáis ensuciando mi alfombra persa —gritó mezquina, Morgana—. No tenéis ni idea de lo que me costó que me la enviaran; está hecha a mano y tiene más de mil doscientos setenta nudos por centímetro cuadrado. Beltrán, por favor… Macarena… dile a Vicente que avise a los criados que vengan. Alguien que me ayude. ¡Qué falta de consideración, por Dios! ¿Es que no hay nadie que respete el dolor de esta viuda?

—Usted paga porque paga o si no… —El hombre miró a su parentela, entregó el niño a su mujer y se hizo con una espléndida escultura de Modigliani que presidía una esquina del salón.

El alcalde, que en ese momento se encontraba en los jardines fumándose un puro y bebiéndose un fino, fue avisado de inmediato.

Capítulo 30

¡No me lo puedo creer! Me había olvidado de ti, Casto Robledo. Estaba convencido de que ya habías muerto. ¿Así que todavía andas por aquí? ¿Cómo es que te dejaron libre?

Qué regalito más bonito te he dejado, Morgana querida. Ya me dirás cómo te lo sacas de encima.

Vamos a ver, Casto, ¿cómo puedo explicarte que yo no tuve nada que ver con tu condena? La culpa de que fueras tan ingenuo y te creyeras el negocio que en aquel entonces te propuse fue sólo tuya. Yo siempre tuve especial cuidado de leerme con pelos y señales todo lo que me ponían delante antes de echarle mi firma.

¿No pensarás que te iba a adoctrinar en los posibles riesgos que había al construir en aquel terreno fangoso? Todo el mundo sabía que esas hectáreas eran un moridero en donde no irían a pastar las vacas aunque estuvieran muriéndose de hambre. Tú quisiste financiar aquello y luego firmaste todo lo que te iban poniendo por delante sin leértelo. Por principio, siempre hay que desconfiar de los paraísos que te venden (de eso tan bueno no dan tanto, amigo), pero, como comprenderás, no era a mí a quien le tocaba advertírtelo. Te podías haber asesorado bien. ¡Ay! Casto, Casto… confiaste demasiado en mí. Invertiste todo el dinero que tenías. Me acuerdo que hasta trajiste los ahorros que guardabas en Suiza, y eso que yo no te obligué a que los pusieras. Fuiste tú mismo quien se entusiasmó y en tu ambiciosa euforia me confesaste que tenías escondidos esos dineritos allá y que para hacerlo más grande lo mejor era meterlos en el negocio. Yo sólo ponía la idea, ya sabes. Luego el proyecto se hizo inmenso y la gente se fue ilusionando. Porque se vive de ilusiones, amigo, pero hay ilusiones de ilusiones. Yo sólo te vendí una ilusión —envenenada eso sí— y tú picaste.

Ése sería el maravilloso sueño de las clases medias. Cuatro mil viviendas rodeadas de verde, tres lagos con su Club de golf, sus restaurantes, sus gimnasios con
spa
, salones y piscinas cubiertas. Varios supermercados, dos hoteles cinco estrellas. Todos los que se sumaron creían que lo que tú financiabas saldría adelante. En realidad, creían en ti, Casto. Fuiste tú el que les defraudaste. Luego vinieron los problemas de alcantarillado, de agua, los eléctricos, la falta de dinero, la obra con todos persiguiéndote.

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