Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (26 page)

Y aunque no me sobraba el tiempo me dediqué a buscar imágenes, hasta que en un viejo anticuario de la plaza de La Alfalfa encontré dos extraordinarias tallas policromadas del siglo XVII: la de una Virgen Dolorosa, de una extraordinaria belleza, y la de un Cristo llagado y golpeado, que me servían para crear un pasaje del Evangelio que convertí en «La negación de San Pedro». Pagué un dineral por ellas y las llevé a un escultor amigo para que las pusiera a punto.

La desnudez de la Virgen que acababa de adquirir me produjo por un lado mucha pena, y por el otro me brindaba la oportunidad de vestirla como siempre había soñado. En la primera salida que iba a realizar mi Cofradía quería cubrirla con sayas, mantos y brocados que jamás se hubieran visto en Sevilla.

Terminé encargando a las monjitas del convento de las Trinitarias —quienes llevaban años marcando con mis iniciales mis camisas y mis pañuelos, y regalándome exquisitos tocinillos de cielo a los cuales era adicto— un gran manto bordado en oro, a la antigua usanza, con incrustaciones de esmeraldas y rubíes, para que Sevilla entera se enterara de que mi Virgen era la más amada y la mejor vestida. Hablé con la familia Marmolejo, orfebres de toda la vida, para que elaboraran la más bella corona, llena de iconografías que aludían a escudos ducales y estrellas que representaban mis vivencias. La Cofradía sería la de El Señor de los Valientes, que además de ser verdad, pues hacía alusión al Cristo que había adquirido, me servía para reforzar mi apellido, del cual había aprendido a sentirme muy orgulloso por lo que significaba.

Aproveché una noche de fiesta en la que se celebraba un cumpleaños de Morgana para regalar a diestra y siniestra lo habido y por haber. A mi mujer le obsequié, delante de todos, cien lingotes de oro de veinticuatro quilates. A los asistentes un crucero por las islas griegas y, al final de la noche, entre whiskies y coros rocieros, una cuadrilla trajo en volandas el palio en el que me había gastado tanto dinero, sobre todo en varales, candelería y respiraderos de oro macizo, y en faldones bordados con alusiones a la pasión de Cristo en el Huerto de los Olivos. Sobre él estaba mi Virgen, que llegaba vestida con su saya recamada en perlas, su primoroso manto, su toca de oro y su rostrillo de encajes plisados traídos de Francia. Los aplausos y la admiración que causaron me llenaron de orgullo propio. Regó mi ego como no os lo podéis imaginar.

Entre los invitados ilustres se encontraba el arzobispo, que pronto se convertiría en cardenal. Había quedado con él para que bendijera las imágenes la semana siguiente. Hasta ese momento, sin su bendición, todavía aquella policromía era una iconografía pagana.

Y sucedió lo que ese día no tenía previsto, pues me sentía bastante cansado y no estaba para conquistas. Entre los asistentes se encontraba la hija de un ganadero con quien tenía una estrecha relación —la persona que me daría las llaves para hacerme con un hierro del cual os hablaré más adelante—. Me miraba con esas miradas que piden guerra.

—Me encanta el manto de tu Virgen. Me gustaría un día vestirme con algo así… que alguien me vistiera de oro —me dijo con un punto de picardía.

—A mí lo que me gustaría es desvestirte —le contesté.

—¿Me invitas a una copa?

—¿Qué quieres beber?

—Quiero beberte… a ti. Quiero un Francisco
on the rocks
.

Me la llevé al jardín, al lugar donde la cuadrilla había depositado el palio, levanté los faldones de éste y me metí con ella dentro.

—Esto es un sacrilegio —me dijo sonriendo, mientras se acercaba.

—No… todavía no lo es. La imagen aún no ha sido bendecida. Es una escultura como cualquiera —le repliqué—. La próxima semana, lo que estamos a punto de hacer sería pecado mortal.

—¿Sabes que todos hablan de ti? Dicen que eres un sinvergüenza.

—¿Y eso es malo? Sinvergüenza es no tener vergüenza; para vivir, sirve. Y tú, ¿qué opinas?

—A mí me da igual. Mis padres no saben nada de mí. Creen que aún soy su niña, ¿sabes? No se han dado cuenta de que crecí. Me gustan los hombres como tú…, los sinvergüenzas.

La desnudé y lancé al suelo. El césped estaba húmedo y olía a tierra. Me bajé la bragueta y le levanté la falda.

—Me gusta tu violencia…, dulce violencia —me dijo, haciéndose la experta.

La poseí. Al hacerlo, oí de su boca un grito ahogado y un sollozo.

—¡Bestia!… —me gritó jugando—, me has desgarrado…

Me di cuenta de que no había hecho el amor con nadie. Pensé que en mi jardín muy pronto se pasearía un nuevo pavo real.

Había bautizado el palio.

La llevé al interior de la casa y saqué de mi caja fuerte algunas joyas que tenía guardadas para regalar a mis conquistas. Elegí una de las medallas que había mandado diseñar a mi joyero —un pavo real de plumas abiertas en oro y turquesas—, que sólo regalaba a quienes perdían su virginidad conmigo, y se la puse en el cuello.

—¿Soy otra de tus conquistas? —me preguntó.

—¿Has sido feliz?

—Sí.

—¿Te has sentido bien?

—Como nunca.

—Pues ya está.

—¿Te volveré a ver?

—Lo maravilloso de la vida es la incertidumbre —le contesté—. No saber a qué atenernos. Tú aún eres joven, pero aprenderás a disfrutar de ella.

—Eres muy malo… pero me gustan los malos.

—En la vida, querida niña, lo que consideras malo a veces se convierte en lo mejor. Tú me buscaste; ahora deberás atenerte a las consecuencias. Sabes quién soy; no me pidas más.

Al salir, vi a Morgana entre los matorrales con el padre de la chica. Su torso estaba desnudo y la luna se reflejaba en la lágrima de diamante azul que colgaba entre sus senos. El hombre la tocaba con hambre y la llevaba hasta el tronco de uno de los muchos árboles de fuego que rodeaban el jardín. No sentí celos; es más, creo que me produjo una sensación placentera. Me quedé unos minutos observando cómo hacían el amor. Sus quejidos me llegaron nítidos. Pensé que yo estaba enfermo y que no tenía salvación.

Al regresar a la fiesta, entre los asistentes tropecé con la mirada de Alma y me avergoncé. Deseé con todas mis fuerzas que no se hubiera dado cuenta de lo que acababa de hacer. Para ella quería continuar siendo el niño de la Glorieta de Bécquer.

Capítulo 60

Los años se deslizaban por mi cara dejando alrededor de mis ojos y en la comisura de mis labios surcos que evidenciaban ante mí y ante los demás mis recalcitrantes odios y mis incontables frustraciones. A pesar de los esfuerzos que hacía para cubrirlos, ningún maquillaje podía ocultarlos. Me costaba aceptar que me hacía vieja, que mi cuerpo ya no era aquel monumento de piel turgente y lozana por el que muchos habían suspirado; que, por más que me vistiera de seda y aparentara alegría, todo lo vivido por mí era ya irreversible… que este agujero que me arrastraba a una inminente vejez, al final, acabaría por sepultarme en el olvido de mí misma. Supe que ya nada en el mundo me ayudaría a ser feliz, pues había amasado el pan de mi vida con la harina del rencor.

Mientras el tiempo se ensañaba conmigo, a Francisco la madurez le otorgaba una injusta solemnidad que lo hacía mucho más atractivo, sobre todo para las jóvenes. Lo había notado cada vez que venían a casa algunas amigas de mis hijas y se quedaban mirándolo con ese deseo juvenil que brilla por la inconsciencia.

De no soportarnos, habíamos pasado a la indiferencia absoluta, obviamente manteniendo muy bien alimentadas nuestras mutuas maldades, ya que eran las que nos conservaban en pie.

Como ninguno de los dos contemplaba la posibilidad de una separación, debido a nuestras arraigadas creencias religiosas y a nuestra firme convicción de mantener a la familia unida, resolvimos repartirnos la casa.

Para no estropear lo que correspondía a los salones, no los tocamos, ya que si algo teníamos en común Francisco y yo era nuestro amor a la estética y al buen gusto. Se trataba de mil metros, divididos en cuatro estancias de doscientos cincuenta cada una. Dos se las quedó él y las otras dos, yo. Y en la zona alta, la casa contaba con dos plantas de quinientos metros. La primera iba a ser un gran apartamento para mí con entrada propia, y la segunda para Francisco, que quedaría absolutamente aislada de la mía. Pero los garajes, cocina, comedor y zona de
spa
, al no ponernos de acuerdo, los compartiríamos. Y para nuestros siete hijos, que ya se hacían mayores, se construiría un gran pabellón en el jardín con todas las comodidades y lujos. Aunque seguiríamos reuniéndonos para las comidas y las cenas, lo de los desayunos se haría de forma individual, dado que nuestros hijos así lo querían.

Pero a pesar de tratar de evitarnos el imbécil y yo, algo inconsciente nos llevaba a encontrarnos. Nos hacía falta nuestra dosis de mutua maldad para empezar bien el día; así que optamos por mantener el ritual del odio mañanero y cada día nos regalábamos una sorpresa.

De haberle hecho encoger sus jerséis de
cashmere
, había pasado a esconderle los palos de golf cuando sabía que tenía algún torneo importante. Le deshidrataba los puros con mi secador de pelo hasta ver que se resquebrajaban; vaciaba las botellas de su whisky favorito y se las rellenaba con el más barato que encontraba en el mercado; le quemaba con cigarrillos sus queridas corbatas de seda, en el sitio justo para que una vez se las pusiera y se mirara al espejo con esa absurda vanidad que lo caracterizaba, se encontrara el pequeño agujero. Accedí a su maravillosa colección de relojes y decidí, valiéndome de una precisa instrumentación, quitarles a su Vacheron Constantin, a su Audemars Piguet y a su Patek Philippe las manecillas. Ponía el despertador a altas horas de la madrugada sólo por el placer de llamarlo a su móvil y colocarle grabaciones de carcajadas desquiciadas. Le agujereaba sus calcetines, le cambiaba los pares para que cuando los abriera se encontrara con uno de invierno y otro de verano, o con uno más largo y otro más corto… en fin, que disfrutaba como no llegáis a imaginar.

Un día, en un arranque de ira del cual me arrepentí, no por el mal que podía causarle a Francisco sino por la belleza del cuadro, le tiré un acrílico a un Lucian Freud por el que él había pagado en Sotheby’s una desorbitada fortuna, lo que le obligó a pagar más por su restauración… y así, tantas y tantas maldades que necesitaría un libro entero para explicarlas.

A su vez, las que él me hacía no se quedaban atrás. Sin tener ni idea de cómo había logrado acceder al cajón de la ropa interior, una mañana que tenía cita con uno de mis amantes favoritos, me encontré con toda la lencería cortada. Mis bragas, mis sostenes, mis ligueros y mis maravillosos corsés aparecieron trágicamente mutilados. Otro día mi crema de cara, mi carísima crema traída de Tokio, mi
Clé de Peau
, la había rellenado con un ungüento para las hemorroides; me di cuenta cuando empecé a esparcirla por mi cara y noté un picor helado y un olor infecto. Y mis abrigos de piel manchados con betún, y mis queridos zapatos con los tacones rotos, y mis adoradas joyas bañadas en cola multiusos, mis maravillosos diamantes, mi anillo de esmeralda de dieciocho quilates, mis Pomellato… Aunque lo que más me dolió, por la humillación que me produjo, fue lo que me hizo una noche entre cientos de invitados: antes de que todos llegaran colocó bajo el cojín del asiento donde siempre me sentaba una bomba fétida —esos artilugios que sólo los niños estúpidos compran en las tiendas de bromas—, y yo, toda perfumada y vestida de fiesta, al sentarme y sin darme cuenta la hice estallar. Tras un sonido de lo más indecoroso, de mi trasero se coló un olor a podredumbre que hizo girar a todos los invitados y a mí me llevó directa al baño, de donde no salí hasta que no estuve segura de que ya todos habían abandonado la casa.

Esa vergüenza que me hizo pasar no se la perdoné; fue la que volvió a resucitar en mí el tema de las pócimas mortales.

Capítulo 61

Con los venenos, como ya os comenté, tenía sentimientos encontrados; el vehemente deseo de que muriera Francisco se enfrentaba con la posibilidad de perderlo y quedarme sin contrincante en mi juego vil. El que le había ido poniendo en los zumos parecía que no le producía ningún tipo de efecto, pues cada día lo veía más rozagante y vital. Y aunque algunas veces pude presenciar que los bebía, no sabía qué demonios pasaba para que a la mañana siguiente amaneciera tan bien.

Y es que tenéis que entender que yo era un ser herido en lo más profundo de mi orgullo. Una mujer hermosa, deseada por muchos, que había sido despreciada de manera infame por el hombre a quien había amado con locura. Ese dolor de saberte rechazada te aniquila. Las almas apasionadas, cuando no son alimentadas como se debe, sufren muchísimo. Yo había luchado sin cuartel para conquistar a Francisco, ¡Dios sabe lo que llegué a aguantar antes de caer en la promiscuidad! Al principio creí que era un hombre decente, honrado y de principios, que de verdad me quería y buscaba formar una familia modélica, pero ese mundo secreto que lo rodeaba, aquellas huidas que hacía y sus desprecios sin justificación terminaron por destrozarme; acabaron con mi equilibrio emocional.

Trataba por todos los medios de que me quisiera, pero nadie puede amar a la fuerza. El amor es algo espontáneo que nace del fondo del ser y no obedece a ninguna estrategia. Yo luché y luché con uñas y dientes para darle felicidad; busqué por todos los medios para que se centrara en mí, primero complaciéndolo y más adelante tratando de darle celos.

Nada sirvió.

No podía contentarme con lo que la vida me ofrecía: vivir de forma sumisa aceptando lo poco que me daba. Yo quería más: lo quería todo de él, porque era mi marido y me había jurado amor eterno. Pero, por más que me esforzaba, su corazón estaba atrapado no sabía dónde. El egoísmo forma parte del amor, ¿no estáis de acuerdo? El querer tener a la persona amada sólo para uno no debería obligarte a ser paciente ni a tragar lo poco o nada que te echen en el plato.

No podía amar sin condiciones, con humildad y comprensión, como rezaban los evangelios; agarrándome a la fe y a la ilusión de que todo iba a cambiar. Puede que mi deber como esposa, por lo menos el que me habían enseñado, fuera aguantar la situación como misión para alcanzar la gloria eterna. Pero el amor que sentía por Francisco, siendo inmenso, no daba para tanto, aunque Dios me castigara y lo que sentía me llevara al infierno.

Me estaba destruyendo, pero en mi destrucción mi orgullo había decidido acabar también con él. Nos hundiríamos juntos. Mi pecado consistía en no querer aceptar lo que la vida me ofrecía: mi frustración. A veces me sentía como una araña que no paraba de tejer una inmensa red donde atrapar lo inexistente. En los seres humanos, y yo lo soy, todo es posible. Rezar ya no era un camino. Se trataba de ir más allá.

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