Memorias de un sinverguenza de siete suelas (33 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

La única alegría que me quedaba era saber que Macarena era feliz con Francisco y estaban a punto de casarse, incluso contra la voluntad de su madre y de Beltrán.

Les pedía a mis Vírgenes que me dieran la oportunidad de llevarla al altar. Alma portaría del brazo a su hijo y yo conduciría a mi querida niña y se la entregaría a él.

La boda estaba fijada para el 24 de julio. Sólo faltaban ocho días para el enlace.

Capítulo 76

Y se llegó el momento.

Quince días contando las horas para verlo. Suspirando por encontrarme con aquel niño que se había convertido en un adulto, cansado de ir saltando obstáculos; sobreviviendo como podía.

Tras la cirugía, yo había vuelto a desaparecer de su vida. Saber que se había salvado, para mí era más que suficiente… aunque no lo volviera a ver. El amor que sentía por Francisco no tenía ninguna explicación, como muchas de las cosas que nos suceden a los seres humanos. Racionalmente debía odiarlo; emocionalmente me moría por él.

Me había llamado y por nada del mundo me iba a perder encontrarnos a solas. Me citó de nuevo en la Glorieta de Bécquer a las cinco de la tarde… como aquel día fatídico. Ya no me importó arreglarme ni maquillarme. Se había salvado, y el instante no daba para superficialidades.

No me preparé. Me fui con la cara lavada, para que viera todas mis arrugas y el paso del tiempo sobre mi cuerpo. Salí como si fuera a comprar un ramo de flores para adornar mi casa, o una barra de pan para la cena. Me sentía madura y serena y me gustaba saberme así… sobrevolando las fatuidades en las que durante años me había perdido. Me miré en el espejo que presidía la entrada de mi casa y por primera vez acepté mi imagen de madurez. Era yo, Alma Zurita y González, la niña tartamuda; la ilusa e ingenua. La mujer que había perdido su vida viviendo la vida de otros. La madre abnegada que había sacado adelante a siete hijos a quienes había inculcado honestidad, sensatez y orden; sensibilidad y amor a las cosas bellas de la vida. La esposa que había dado lo mejor de sí, a pesar de todos sus pesares. Una persona que todavía tenía ganas de encontrar la felicidad… que aún soñaba con el amor pleno.

Quería que mis pasos me llevaran a mi destino, disfrutar de ese instante maravilloso que me regalaba la vida: por eso no cogí el coche.

Esa tarde de verano el sol caía sobre mi rostro y me envolvía en un abrazo cálido y placentero. Levanté los ojos y vi que el cielo se había pintado de verde… de un verde esperanza. Unos rayos opalinos iluminaban las hojas de los árboles con una luz nueva. Las flores de las jacarandas caían sobre mí como deliciosos copos de nieve, acariciando con suavidad mis hombros desnudos. La gente que encontraba en mi camino me sonreía, como si todos participaran de esa felicidad inesperada que me envolvía. Las ramas de los árboles se unían; parecían amantes que buscaban tocarse. Sobre el asfalto encontraba formas que sugerían alegría. Corazones tallados en la piedra por los golpes de la lluvia y los años.

Atravesé la esquina del Paseo de las Delicias y me adentré en el Parque. Encontré aquellos dos troncos retorcidos que, a pesar de los años, seguían unidos escalando alturas. Estaba sintiendo la mística del corazón… Las gimientes palomas cantaban con su voz gutural para nosotros. Éramos dos seres para quienes el absurdo de la vida se había convertido en algo sublime. Estábamos desafiando los límites de nuestro mundo rutinario y muerto. Todo nos acompañaba.

Quería llegar después de él. No estaba preparada para otra espera.

Lo vi.

Se encontraba sentado en nuestro banco. Desde la última vez, los años le habían caído encima; en aquella madurez me pareció ver el hombre más atractivo que jamás había visto. Vestía una sencilla camisa azul y unos pantalones grises. Parecía nervioso. Me miró con sus ojos olivados, plenos de luz, y permaneció sentado, aguardando a que me acercara.

Me sudaban las manos. Por mi escote caían en cascada las gotas de mi expectante ansiedad. Se metían entre mis senos, formando un charco que bajaba por mi cuerpo como una caricia. Me acerqué con el mismo temor de mi niñez y me senté. Nos tomamos de la mano y permanecimos un rato eterno, en el silencio de ese Parque nuestro que nos lo decía todo. Sintiendo nuestros dedos… nuestra piel apagada, que por arte de magia se encendía como velas al viento. Con su índice volvió a escribir sobre mi mano aquella frase que me había dibujado el día de nuestras respectivas bodas.

«TE AMARÉ HASTA EL FIN DE MI VIDA».

Con mi dedo, escribí en la palma de la suya.

«Y YO… AMOR MÍO».

Entonces me habló.

—Tengo miedo de que esto sea un sueño.

—Lo es… —le contesté—. ¿Qué diferencia existe entre lo real maravilloso y esto? Estamos aquí; es la gran y única verdad.

—¡Siento tanta vergüenza de mi existencia!

—No digas nada. No hemos venido aquí para hablar de ello. No hay tiempo que perder.

—No soy digno de ti.

—¿Qué es la dignidad, frente al amor?

—Alma mía… perdóname.

—Sssst… calla.

Le puse mi dedo índice en su boca y sentí sus labios tibios que se abrían… y con aquel sutil gesto, mi cuerpo despertó.

—¡He soñado tanto con este momento…! Y ahora yo, el experimentado seductor, me siento como un niño que no sabe actuar.

—No actúes…, sólo siente.

De pronto la presencia de dos palomas nos interrumpió con sus arrullos. El palomo la cortejaba y ella remoloneaba coqueta y se dejaba querer, en una danza de picos y plumajes que se abrían y cerraban amorosos.

—Somos nosotros —me dijo con una sonrisa.

—¡Qué más quisieran! —añadí.

—Tengo un regalo para ti.

Sacó de su bolsillo una piedra de lapislázuli en forma de corazón y me la entregó.

—La guardo desde hace años. Era la que tenía para darte cuando me enteré de…

Lo interrumpí.

—Ahora somos nosotros… Aquí y ahora.

—Tienes razón. ¿Nos vamos?

—¿Adónde? —le pregunté intrigada.

—Ya lo verás.

Pasó su brazo por mis hombros y rodeé su cintura. Su cuerpo y el mío encajaban a la perfección. Sentía su respiración y su perfume, mi serena excitación y mi corazón galopando feliz. Salimos de la glorieta y atravesamos el Parque hasta llegar a la esquina de la avenida de María Luisa y el Paseo de las Delicias. Nos detuvimos delante de una preciosa edificación. Metió su llave en la cerradura y la puerta se abrió.

Capítulo 77

Nos abrazó el aroma de las fresias. Toda la estancia era un jardín naranja sobre el que caminábamos a tientas. En el suelo se esparcían las flores y se mezclaban con un jardín de velas encendidas. La voz de María Callas cantaba para nosotros «Un bel dì vedremo» de
Madama Butterfly
… Las cortinas estaban clausuradas. Su rostro tamizado por aquella luz dorada le daba un aire evanescente. Me atrajo hacia su cuerpo, besó mi frente… y poco a poco su boca se deslizó por mi nariz. Con su lengua abrió mis labios. Un aleteo buscaba en la oscuridad mi néctar. Dejé que me libara y lo libé. En aquel silencio negro de mar salado nuestras lenguas comenzaron un baile acompasado de búsquedas y encuentros. Nos sumergíamos… él en mí y yo en él… como si fuera el primer beso del mundo; como si inventáramos el amor a través de nuestras lenguas; como si jamás hubiéramos aprendido la literatura de las bocas.

Repasaba mis dientes escondidos en el perfume cerrado de mi aliento, que dejaba de ser mío para ser una amalgama dual de salitres perdidos que se encontraban en el infinito de un horizonte nuevo. Mi alma hambrienta emergía de las profundidades a saciar esa sed, esa hambre infinita… y entre los dos jugábamos a alimentarnos; a comernos despacio. Su hambre y la mía se devoraban a sí mismas en un canibalismo que elevaba.

Sus ojos me miraban por detrás de mi sombra… los míos se clavaban buscando atravesarla y dejar escrito sobre ella mi nombre sin letras.

Me tendió sobre ese lecho de flores.

—Estás tan bella —me dijo—. Es la primera vez que haré el amor. Quiero amarte como jamás lo he hecho.

Besó mi cuerpo vestido. Mi piel se estremecía como hoja al viento. Cada poro exhalaba su quejido. La seda de mi blusa se fue deshaciendo en su boca. No me desnudó; se dedicó a mirarme y a repasar cada pliegue con su índice. Bautizando con palabras cada centímetro… con un vocabulario nuevo.

—Quiero darme a ti, recibirte… desplegar mis alas y volar con tu vuelo. Que me sientas… Huir… perderme en ti y que te pierdas, para después encontrarnos en un solo latido. Quiero que viajemos en un sueño; nuestro sueño de niños.

Mientras me hablaba, su voz acariciaba mis rincones dormidos que se desperezaban, despertando de un letargo de siglos.

Su pecho sobre el mío. Un peso que me ahogaba y liberaba… La música inundándolo todo… La voz de Callas cantando…

… E aspetto gran tempo

e non mi pesa la lunga attesa…

… y espero, espero mucho tiempo

y no me importa la larga espera…

Me desnudó despacio, entre las fresias vivas que estiraban sus pétalos y me envolvían. Y por arte de magia me creí flor nueva. Abrí mis piernas sin pudor para que me mirara y sentí aquellos ojos amados… aquellas manos repasando despacio cada pliegue. Con sus dedos separó los labios de mi rosa, que se abría descarada para él. Acercó su boca y la besó. Sentí su lengua húmeda que buscaba en lo profundo rescatar mi alma perdida. Se la llevó… Y en ese viaje me inundó una luz que me invitaba a irme.

Cuando regresé, me lo encontré desnudo y preparado para emprender el vuelo juntos.

Entró despacio… mis paredes lo sentían centímetro a centímetro… mi humedad lo tragaba. Se sumergía en mí hasta el fondo. Entraba y salía, una, dos, tres… tantas veces que creí que ya no me quedaban más quejidos, pero inventé otros nuevos hasta alcanzar un solo grito. El suyo y el mío que cantaban gloria.

Se apagaron las velas.

El salón se hundió en la oscuridad total. María Callas se silenció. Nos quedamos dormidos, abrazados… unidos en ese vuelo sin punto de retorno. Hasta que desperté sobresaltada.

—Debo irme —le dije.

—Yo me quedo —me contestó amoroso—. Nada me espera…

—¿Qué vamos a hacer?

—Seguir amándonos —me contestó decidido.

—Lo arreglaré todo, amor mío. Necesito una semana, ¿me la darás?

—Te doy la vida entera, pero no tardes más de un día. Ya no podría vivir sin ti.

—¿Te acompaño? —me sugirió—. Es muy tarde y…

—No —lo interrumpí—, prefiero que nos separemos aquí. Así sabré que estarás esperándome.

Me ayudó a vestirme, y mientras lo hacía volvió a besar cada centímetro de mi piel. Me abracé a él en un abrazo largo; quería que se quedara dibujado para siempre en mi cuerpo. Mi boca cerrada suplicaba sin modular ni una palabra: «Por favor, por favor… no me sueltes». Pensé que si me seguía besando, no me podría ir. Volvió a abrir mi blusa y lamió las aureolas de mis senos. «Me voy en ti…», me dijo. Un dolor me desgarró por dentro. Empecé a llorar, mientras mi teléfono sonaba…

Era Beltrán.

Lo último que vi de Francisco fue su mano en la que me enviaba el soplo de un beso.

Capítulo 78

El soberbio reloj que presidía la entrada a la mansión del Paseo de las Delicias se despertó de golpe.

Era un pavo real de oro macizo, a cuyos pies se encontraban las horas. En el tiempo que duró el velatorio se mantuvo en silencio. De repente se desperezó —como si saliera de un profundo sueño—, levantó la cabeza, desplegó su majestuoso plumaje y empezó a girar, enseñando orgulloso su magnificencia. Francisco lo había encargado a un orfebre de la calle Pajaritos. Era la réplica de uno fabricado en Inglaterra en el siglo XVIII, que había pertenecido a Catalina la Grande. Tras descubrirlo en el museo del Hermitage de San Petersburgo, se había encaprichado con él.

Llegaba la hora del funeral.

El alcalde, don Ramón Viesca de Uruñuela, ayudado por Circunstancio Pomposo y por los guardias desplegados para controlar el acceso a la mansión, se pusieron en marcha. Se debía retirar del salón el féretro con los restos mortales de «El Hermoso», que yacía sepultado entre miles de flores y objetos que los asistentes habían ido dejando a su paso en señal de gratitud.

Fuera, en aquella oscuridad de lutos rigurosos, de millares de cirios y hachones encendidos, el imponente Paso de Palio de oro de Valiente resplandecía. Una cuadrilla de costaleros, mandados por don Javier Prieto y Moreno, capataz de gran corazón y amigo personal de Francisco, esperaba el ataúd para dar comienzo a la multitudinaria y espectacular procesión que lo llevaría finalmente hasta la Catedral.

En vista de la dificultad de acercarse al féretro, Pomposo decidió que la mejor manera —aprovechando el gentío, que seguía sin desalojar el lugar— era sacarlo en volandas. Los asistentes que se encontraban en el interior pusieron sus manos al servicio de la dificultosa operación. Los que permanecían al pie de Francisco levantaron el ataúd y entre todos, de mano en mano, lograron llevarlo hasta la calle. Un estruendoso aplauso con vivas a «El Hermoso» lo recibió.

Lo colocaron sobre el Paso de Palio, que exhalaba el embriagador perfume del incienso de su cofradía —una mezcla exclusiva que le preparaban en la calle del Pan—. Iba adornado con candelabros encendidos y racimos de fresias, que caían en cascadas. Lo cubrieron con la muleta negra de «La Valiente», la bandera de Sevilla y la de su Hermandad del Rocío de Triana —que llevaba el escudo bordado en hilos de oro y plata—. Se oyeron tres martillazos y al grito del capataz: «VENGA DE FRENTE», el palio inició su marcha.

La procesión tomó el Paseo de las Delicias en dirección al Parque de María Luisa. En el camino, la gente, como si de un Gran Señor o de una Virgen Dolorosa se tratara, se peleaban por conseguir un lugar muy cerca del paso. Era una auténtica
madrugá
de Viernes Santo, sin capirotes ni nazarenos. En los altos del camino, varios trianeros amigos de su tío «El Tumbao», que sentían devoción por él, se arrancaron por saetas.

La solemnidad y la elegancia del momento se mezclaban con la bulla semanasantera; muchos jóvenes, aprovechando el tumulto, se acercaban a las chicas y restregaban su cuerpo en sus espaldas; manos y pieles se entremezclaban y ya nadie sabía de quién era cada caricia o solapado roce recibido.

En los momentos en que el silencio era más alto, se oían quedos los tintineos de las campanillas de las jarras del Paso que, como si se tratase de una suave melodía, eran acompañados por el «rachear» de las zapatillas de los costaleros sobre el asfalto. Aquella mezcla de sonidos apagados y monocordes acababan convirtiéndose en otra música: un exquisito murmullo que invitaba a potenciar todos los sentidos.

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