Memorias de un sinverguenza de siete suelas (34 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Al llegar al teatro Lope de Vega, la procesión giró, cruzó la puerta del Parque hasta alcanzar la Glorieta de Bécquer, y se detuvo. Lo esperaba otra preciosa saeta por
soleá
.

A «El Hermoso».

lo ha llamao

el Señor resucitao…

Eras demasiao bueno…

¡VALIENTE!

para estar por estos laoos…

Mientras la muchedumbre la escuchaba, detrás del milenario sauce Alma se enjugaba las lágrimas. No soportaba el dolor. Hacía tan sólo dos días Francisco y ella estaban en ese mismo lugar, cogidos de la mano —sin sospechar que la muerte les vigilaba tan de cerca—, llenos de amor y expectativas de futuro. No podía entender qué había pasado.

El Palio volvía a caminar. Ella había pedido a Plácido Buenaventura, el albacea a quien Francisco había dejado las instrucciones de su funeral, que antes de que la procesión continuara hacia la Real Maestranza hiciera un alto delante de «El Costurero de la Reina». El hombre, que de sobra conocía su amor secreto y era la persona de confianza a la que Francisco encargó la silenciosa restauración del bello palacete, accedió complacido.

Se mezcló entre la gente y cuando el capataz dio la orden de arriar el Paso, Alma miró a la puerta donde Francisco la había despedido con un beso. Le pareció verlo delante. Era su gitanito quien corría hacia ella, una niña que reía feliz mientras abría sus manos para recibir las piedrecitas que él le regalaba.

De repente, las campanas de todas las iglesias de Sevilla se alzaron en un toque de muerto; un tañido incesante y triste acompañó a la procesión hasta el final. Cuanto más se acercaba a la plaza de toros, más gentes se sumaban. Sobre aquel inmenso río humano —ese negro caudal desbordado de flores de luz—, desembocaban en cada esquina riadas de mujeres, hombres, jóvenes y niños que se unían y arrancaban las flores del Palio, buscando conservar un recuerdo del funeral de «El Hermoso». Mientras tanto, desde los balcones, las plegarias rocieras se sucedían sin parar.

Finalmente, el Paso de Palio tomó la calle de Antoñita Díaz, giró por la calle del Miedo y entró como entraban los toreros: por la puerta de Cuadrillas.

Dentro, a Francisco Valiente le esperaba un albero de oro. Los tendidos eran una sola luz que se elevaba. Antorchas encendidas que en su loca danza de fuego se convertían en una llamarada. Si alguien desde el aire lo hubiese visto, se habría encontrado con un inmenso anillo: el más grande eclipse solar jamás visto.

Todas las manos eran un solo clamor. El capataz dio la orden y los costaleros empezaron a dar la vuelta al ruedo con los restos mortales de «El Hermoso». Mientras lo hacían, la banda del maestro Tejera interpretó el pasodoble
Francisco Alegre
.

Salió por la puerta grande, como sólo lo hacen las grandes figuras del toreo: a hombros. Entre aplausos y gritos de TORERO… TORERO…

La plaza se estremecía.

Capítulo 79

La procesión llegaba a su final.

Tras haber hecho la calle Adriano, la puerta del Arenal, la calle García de Vinuesa y la avenida de la Constitución, el Paso con los restos mortales de Valiente atravesaba por fin la puerta de San Miguel para entrar en la Catedral.

El capataz hizo subir el palio por una rampa que, como si fuese una imagen santa, lo elevaba al altar mayor. Una vez lo situó, él y sus costaleros se retiraron. Mientras tanto, desde la sacristía el arzobispo y los canónigos —que treinta años atrás habían bendecido la unión de los dos matrimonios— aparecían con ocho monaguillos, que a su paso lanzaban con sus incensarios un humo bendito. Todos se situaron frente a los restos mortales de Francisco Valiente.

Alrededor, los coros rocieros de su Hermandad del Rocío de Triana, al que se sumaban los de Sevilla, Huelva, Ginés, Coria del Río y Villamanrique de la Condesa, se alzaron con una hermosa Salve Rociera.

Empezaba la ceremonia.

Las dos naves, que en su boda habían recogido lo más selecto de Sevilla y España, volvían a llenarse; pero esta vez, todos los trajes lloraban luto.

En primera fila y al lado derecho, Morgana —que había cambiado su vestido rojo por uno de color humo— era acompañada por sus siete hijos, que no paraban de llorar.

En primera fila y al lado izquierdo, Alma escondía sus incontenibles lágrimas bajo un velo negro, mientras Beltrán sostenía su mano y Francisco, su primogénito, la abrazaba con amor. Sus otros seis hijos permanecían estoicamente mudos.

Las palabras del arzobispo se centraron en destacar la bondad de «El Hermoso»; en alabar su gran corazón, su generosidad y sus obras benéficas, gracias a las cuales muchas parroquias, conventos, Hermandades e instituciones se habían visto favorecidos. Habló de su fuerza y su tesón. De su entereza y sus profundos valores. De la pérdida incalculable que sufría Sevilla y toda Andalucía con su desaparición. El extenso y monótono discurso se hacía insoportable. El sofoco del lugar, en plena canícula de julio, atestado de gente, obligó a las mujeres a hacer uso de sus abanicos. Se podía oír el eco de su batir, como si se tratara de gigantes mariposas atrapadas en una red, el crujir de los bancos y la incomodidad del calor. Murmullos, toses y suspiros se sucedían como un acompañamiento más de la liturgia.

La misa siguió su curso entre las más de quinientas voces que a lo largo de la ceremonia fueron acompañando con su canto la homilía, hasta que llegó el momento de bendecir su cuerpo.

Capítulo 80

¿Por qué no te callas de una vez, mi querido Alfonso? Perdona que no te llame monseñor; ya me liberé de formalismos. Tú y yo sabemos lo que fui. ¡No puedo más de tanta adulación y servilismo! Acabemos de una vez con todo esto, ¿no te parece?

Ni es todo verdad, ni es todo mentira lo que dices. Deberíamos aprender a ser justos y al menos, al final, bendecir con la verdad una existencia.

¿Lo haces para oírte? ¿Para que piensen los que te escuchan que eres un ser magnánimo? ¿Un todopoderoso que viene a redimirme con sus necias palabras? ¿Por qué no hablas y cuentas lo que sabes de mí? La verdad es que no me importaría nada. Me gustaría, al menos, que en mi final fueras honesto. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Déjate de sermones baratos, ¡maldita sea! Saca mis trapos al sol para que se aireen. No me quiero ir con ellos, enmohecidos, a la tumba. Ten la valentía de desenmascararme ante el público. Total, todo esto es una gran obra de teatro: la última función. Estoy en la gran intemperie; ya no me queda donde guarecerme. ¡Qué descanso!

¿Qué realidad quieres vender, si ya no hay nadie que compre ninguna? Déjate de tanta mesura y poesía y lánzate. Acaba rematándome con una estocada limpia. Es lo mínimo que pide un toro después de haber realizado una gran faena. Di que fui un estafador, un maleante, un vividor y un ególatra. Que me beneficié haciendo el mal a otros; que a lo largo de mi vida hice daño a muchos… y a muchas; que me espera el infierno. ¡Di que fui un sinvergüenza de siete suelas! Hay hechos fehacientes que lo confirman. No tienes que esforzarte demasiado para convencerlos. Y si quieres y te sientes mejor, acompaña tus palabras con coros celestiales. Alabado sea Dios que ha puesto punto final a una existencia maldita. Ponme de ejemplo para que no caigan otros. Di que me harté de morir toda mi vida. Que existen otros caminos para llegar al cielo… para llegar a sí mismos sin perderse. ¿Sabes por qué no lo haces? Porque te sientes culpable; porque en mí también ves tus miserias.

¿No me dejabas tu coche cuando me iba por ahí a hacer mis cacerías femeninas? ¿No fuiste tú quien me acompañó a tantas juergas y te las gozaste como nadie? ¿Tengo que decir yo lo que fui? ¿Descubrir el velo que cubre a tantos farsantes que se mueven por la vida? ¿No eres tú la gran autoridad?

¡Cuánta hipocresía, Dios mío!

¿No te embolsaste más de la mitad del dinero que te daba para tus obras, que con tanta falsedad disfrazabas de bondad? Cuenta también las casas que tienes; las bacanales que montas en tu lujoso cortijo de Villamanrique de la Condesa, mientras los pobres se mueren de hambre. Explica por qué tu panza está que revienta de vinos y exquisiteces. ¡Claro que te conviene convertirme en santo!… ¿Crees que soy tonto? Con ello tu reputación se eleva. ¿Sabes lo que pienso de todos los presentes salvo tres o cuatro, que mientras los enumero me sobran dedos de la mano?

¡La vida es una continua farsa!

Cuando estás en la gloria todos se apuntan a ser amigos, pero si no tienes nada o entras en desgracia, huyen. ¡Es la magnificencia, señores y señoras!… la magnificencia de la miseria humana.

Observa cuántos de los que hoy me acompañan sufren por mí. Más de la mitad, mucho más, vienen para ser vistos. Mira a mi mujer, ¿qué piensas de ella? Seguro que hasta con su pañuelo hace el gesto de limpiarse una lágrima que ni restregándose los ojos con cebolla o limón logra conseguir. Fíjate en el alcalde… ¡cuánta devoción por mi bolsillo! Y al director de tal… y al presidente de cual… y a Zutano, Mengana y Perencejo… Podrías ir de banca en banca y te los describiría… sí, a cada uno de ellos te los describiría con pelos y señales. Sentados con su prepotencia y su humildad, alternándolas para dar la nota justa; y con su cara de circunstancias… haciendo el papelón de compungidos. A todos los conozco y sé exactamente quiénes son y cómo se beneficiaron de mí. Ufff… hasta pensar me cansa.

¡Este cajón me tiene enfermo! Demasiadas horas oyendo sandeces.

No entiendo cómo he terminado encerrado, acompañado de esta maldita abeja que me está enloqueciendo. ¿Cómo es posible que nadie la haya visto? Siento su aguijón atravesando mi piel; inoculando su veneno. Me dueleeeee… ¿Me duele?

¡Fuera de mi nariz, estúpido insecto del demonio…!

¡¡¡FUERA!!! ALMA…

¡ALMAAAAAAAAAAAAAAAAA…!

¡Dios! Empiezo a pensar que no estoy muerto. ¿Qué hago yo aquí? ¿Alguien me oye? Francisco, haz un esfuerzo, trata de mover algo. Mi dedo índice…

Ufff… ¡qué difícil!

¿Mi dedo índice se mueve? Sigue, sigue… Valiente.

La mano… puedo mover la mano…

¡SÍ, PUEDO MOVER MI MANO!

Tengo frío, me estoy muriendo de frío.

Golpear, necesito que me oigan… ¡Qué desesperación! Tranquilo, Francisco… respira… despacio… Siento este aire viciado… ¡Ufff, qué encierro! ¡No puedo más! Aprieto la mano… me duele.

¡Cómo me cuesta!…

Capítulo 81

Los golpes se oyeron suaves y nítidos.

Un sonido débil, como el de un martillo lejano, lentamente cogía fuerza y se convertía en un crescendo vital que hacía estremecer columnas, pilares, muros, arcos, bóvedas y cúpulas de la Catedral. Subía por el soberbio retablo del altar mayor y acariciaba los relieves hasta multiplicarse en el alto dosel que contenía la Piedad. Parecía que las cuarenta y cuatro escenas que representaban la vida de Jesucristo y de la Virgen María, de manera lánguida y sin prisa cobraran vida. Santos, ángeles y arcángeles que se encontraban allí inmóviles, despertaban de un letargo de siglos. María Magdalena, san Joaquín y santa Ana… los mercaderes del templo, Adán y Eva, Lázaro, los doce apóstoles, el milagro de la multiplicación de los panes y los peces… el Juicio Final… La Virgen de la Sede, la matanza de los Inocentes… Todos los actos representados en aquella magnífica obra de arte respondían al llamado.

De repente, los siete rosetones —que en la penumbra se encontraban perdidos— fueron atravesados por una majestuosa luz. Un espléndido amanecer se colaba por cada uno de sus vitrales; malvas, azules, naranjas, verdes y rojos iban tiñendo el aire con sus espadas iridiscentes. En Sevilla se hacía de día.

El constante martillar de un puño golpeando maderas crecía y se multiplicaba. Provenía del féretro sobre el que acababa de caer agua bendita. El arzobispo, al oírlo soltó el hisopo y la vasija de cobre con los que impartía la bendición y como un poseso huyó rampa abajo. Los sacerdotes y monaguillos que lo acompañaban hicieron lo mismo. Incensarios, cálices, bandejas, flores y cirios rodaron por los suelos. El mantel que cubría el altar, bordado por las monjas trinitarias, empezó a ser presa de las llamas. Un pavo real irrumpió en la Catedral y sobrevolando los bancos trató de situarse sobre el ataúd, pero al notar que su plumaje se quemaba, huyó despavorido lanzando espeluznantes graznidos.

El coro de las Hermandades, al ver que el arzobispo y su séquito huían transformaron su canto en gritos y comenzaron a buscar la salida. No tenían ni idea de lo que pasaba, pero intuían una terrible desgracia. Y el capataz, y los costaleros y los Cofrades…

Muchos de los asistentes, al ver la estampida y los gritos del coro se temieron lo peor y también corrieron. Mientras tanto en el altar mayor, como lenguas voraces, empezaban a subir las llamas.

Las puertas se colapsaron. La muchedumbre se peleaba por salir. Se insultaban y gritaban obscenidades. Se tiraban del pelo y se liaban a puñetazos. En la carrera, mantillas, peinetas, zapatos, bolsos y abanicos volaban… las gentes tropezaban y caían unos sobre otros. Muchos se refugiaban detrás de imágenes de santos, que se desplomaban hiriéndoles. Codazos, golpes, zancadillas, la animalidad haciendo acto de presencia. Trajes desgarrados, alaridos y una histeria colectiva les hacía devorarse a sí mismos.

Morgana había sido la primera en huir… y Beltrán y los catorce hijos la secundaron. Nadie, salvo una persona, se mantuvo inmóvil.

—ALMAAAAAAAAAAAAAA…

El grito desesperado de Francisco, ahogado entre la madera de un ataúd que empezaba a ser abrasado por el fuego, retumbaba en la Catedral.

Alma atravesó la rampa y, esquivando las llamas como pudo, se subió al Paso de Palio y abrió la tapa del féretro… entre el humo, una abeja emprendía su vuelo.

Francisco se levantó.

Catalepsia (del griego
katálipsis
: «suspender»).
Es un trastorno repentino del sistema nervioso, caracterizado por la pérdida momentánea de la movilidad (voluntaria e involuntaria) y de la sensibilidad del cuerpo, que durante esta alteración permanece paralizado.
También se percibe como un desorden biológico en el cual la persona yace inmóvil, en aparente muerte y sin signos vitales, cuando en realidad se encuentra viva en un estado que podría ser consciente o inconsciente. En ciertos casos el individuo tiene una vaga consciencia, mientras que en otros puede ver y oír a la perfección lo que sucede a su alrededor.
Muchas veces este estado lleva a creer que la persona que padece un ataque de catalepsia ha fallecido.
Casos aislados de episodios catalépticos pueden ser desencadenados por un choque emocional extremo.

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