Memorias de un sinverguenza de siete suelas (28 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Entre tanto, Morgana vagaba aburrida mirando el reloj; el tiempo no pasaba lo deprisa que ella deseaba. Tras la efímera y placentera intimada con Malaparte, el que se había vanagloriado de ser uno de los mejores amigos de Francisco, no encontraba nada que la distrajera. Trataba de espantar a los pájaros, que claramente la odiaban y se contenían para no picotearla. Estaba cansada de que la larga cola de desconocidos, cuando parecía que llegaba a su fin, volviera a alargarse. Los asistentes proliferaban como setas en tierra húmeda, y necesitaba algo que la activara; alguna pelea o enfrentamiento que la llevara a que su sangre hirviera.

De repente, «La Valiente» hizo su aparición con su cuadrilla de banderilleros y picadores, y la banda de música del maestro Tejera, que tocaba en La Maestranza cuando ella toreaba. Vestía un solemne traje de luces negro y, aunque llevaba su cabeza erguida, su rostro reflejaba una gran pena. Al verla entrar, Morgana se puso en guardia, al tiempo que los pavos abrían sus plumajes reales dándole paso a la torera. Se acercó al ataúd.

Los músicos comenzaron a tocar la marcha fúnebre de Chopin —aquella melodía que acompañaba a la Virgen de los Dolores, de la Hermandad de las Penas, la noche del Lunes Santo por la plaza de El Salvador— y ella, frente a todos, sacó su muleta negra y empezó a hacer un virtuoso toreo de salón. Era como si el toro estuviera delante. Derechazos, manoletinas, trincherazos, molinetes y naturales, rematados por pases de pecho, eran bailados por su cuerpo mientras sus lágrimas rodaban imparables por sus mejillas. Giraba y giraba alrededor del féretro, como si aquél fuese el palco de la presidencia. Nadie, ni siquiera Morgana, fue capaz de interrumpir la belleza de aquel espectáculo.

Cuando finalizó, se acercó a Francisco.

—He venido a darte lo único que tengo: mi arte. Has sido más que un padre para mí. Si no hubiera sido por ti, hoy seguramente estaría limpiando estercoleros quién sabe dónde. Creíste en mi valía y eso no tiene precio. Hemos toreado en muchas plazas y jamás me abandonaste; me salvaste cuando en la Monumental de Cañaveralejo aquel toro perforó mi vientre y me dejó sin hijos para siempre. ¿Cómo puedo devolver todo lo que me diste? ¿Cómo podré vivir sin ti?

Morgana la interrumpió.

—¡Ayayayayay! Pero si nos llega la niña compungida —comentó delante de todos—. Lo único que has hecho es aprovecharte de mi marido.

—Está muy equivocada, señora. Nunca le pedí nada. Todo lo que él me dio fue porque quiso; porque le nació del alma. Y si quiere enturbiar la relación que nos unió, se equivoca. Jamás tuve nada de qué avergonzarme. Soy una persona de principios, ¿sabe? Eso que quizá usted desconozca… «cree el ladrón que todos son de su condición»…

—¿Cómo te atreves? ¡Insolente!

Los pavos reales se pusieron delante de Morgana y emitiendo un sonido de guerra la desafiaron, obligándola a callarse.

«La Valiente» continuó.

—Es posible que su torturada imaginación le haya llevado a creer que entre nosotros hubo algo más que el buen corazón de su marido y mi inexperiencia; pero, por si le sirve, nunca me tocó ni un pelo. Es más, hasta me libró de hombres que buscaban en mí sólo el sexo. Me aconsejó como ni siquiera mi padre o mi tío lo hubiesen hecho. Sólo tengo agradecimiento. Creo que era un hombre incomprendido y solitario, a pesar de estar siempre rodeado de gentes que se vanagloriaban de ser sus amigos y lo único que buscaban de él era aprovecharse.

—Mira, niña —le dijo Morgana, sarcástica—, a mí no me vengas a explicar lo que era Francisco, que bastante lo conocía. Puede que a ti te vendiera bondad, un sentimiento que distaba mucho de conocer, pues si de verdad hubiese comprendido su verdadero significado, la primera bondad que debería haber tenido era con la persona que estaba a su lado.

—Con todos mis respetos, señora. Las contradicciones y los impulsos de un hombre no tienen nada que ver con su esencia. A veces los seres humanos actúan de una manera equivocada, independiente de su naturaleza, porque no les queda otro camino para salvarse. Creo firmemente en la esencia de las personas, aquello que sobrepasa los límites de lo que manifiestan a simple vista. Lo que verdaderamente importa está en lo sutil; lo que se adivina detrás de lo que se ve. Hay que aprender a intuir lo invisible; lo que permanece oculto y está guardado bajo siete llaves.

—¡Pero si la niña nos ha salido una iluminada! —dijo Morgana a los presentes—. Es más, si nos descuidamos, hasta nos hace una tesis doctoral sobre la bondad que esconde el perverso. No te equivoques…, el hombre maligno no tiene salvación.

—¿Y la mujer?… —preguntó con sorna la torera.

—¿Estás metiéndote tal vez conmigo? No me vayas de lista, que en esas lides yo te gano. Podrás matar toros, pero no sabes nada de cómo torear la vida. En eso, querida, soy experta. Estás jugando con el sentido interior de las palabras, y ése es un arte muy peligroso porque da lugar a muchas equivocaciones. Los enunciados suenan muy bien, pero la experiencia y los años ganan. No es más bueno el que lo parece por un solo acto; el conjunto es lo que en realidad nos muestra la verdad, la repetición. Juegas a estar en la orilla de una realidad subjetiva: la tuya. Pero existen muchas realidades muy consistentes. Has vivido una mentira que ha satisfecho tus necesidades primarias. Una vulgar e indecente mentira que te creíste a pies juntillas.

—¡Basta! —le gritó Alma a Morgana, señalando el ataúd—. Parece mentira que quien esté aquí sea tu marido. Por respeto a tus hijos deberías callarte.

—No te metas en esto… no eres la más indicada para asumir su defensa. No fue capaz de luchar por ti… ¿Cómo llegaste a enamorarte de semejante monstruo? Apuesto a que sólo te movió el odio que sientes hacia mí.

—Qué más quisieras que te odiara, Morgana. Lo que siento por ti es una profunda lástima. Me da pena ver en lo que te has convertido: un ser amargado y vergonzoso. Hay algo que no se debe perder jamás por nadie: la dignidad.

—¿Hablas de dignidad? Jajajá… no me hagas reír. ¿Te crees muy digna viniendo aquí vestida de viuda, haciéndote la buena y compungida delante de tu marido?… Porque te recuerdo que tienes uno y que obviamente no es el mío. ¿Dónde está la dignidad que tanto abanderas? Si la tuvieras, deberías haber mantenido en secreto tu estúpido amor. ¿Crees que te servirá de algo lo que has hecho hoy?

—Me servirá para estar en paz conmigo. Algo que nunca podrás tener tú.

—Pero si la tartamuda ahora habla —le dijo Morgana, tratando de ofenderla.

—Me importa tan poco lo que digas de mí… No te imaginas la madurez que tengo. Prefiero haber sido tartamuda a ser una cualquiera.

Beltrán se acercó a las dos tratando de calmarlas.

—Déjame, Beltrán —le pidió Alma—. Este tema es entre tu hermana y yo. Hace tiempo que alguien debería haberla puesto en su sitio. Será desgraciada para siempre y se la comerán los remordimientos.

Circunstancio Pomposo se sentía incómodo; no sabía cómo actuar frente a aquel diálogo tan íntimo. Era el jefe de protocolo y aquello no estaba dentro de los cánones del decoro pues creía firmemente en la frase «los trapos sucios se lavan en casa», y, claro, ésa era la casa de Morgana. Lo único que se le ocurrió fue llamar al alcalde.

—Circulen —dijo con autoridad don Ramón Viesca de Uruñuela—. Queda aún mucha gente que espera.

Antes de retirarse del salón, «La Valiente» depositó a los pies del ataúd su espada, la muleta negra y su montera, e hizo una reverencia.

Capítulo 65

Tras el nacimiento de Macarena, Francisco y yo entramos en una velada competencia de hijos que iban viniendo al ritmo de nuestras mutuas frustraciones.

Nació mi primogénito. Beltrán y yo coincidimos en llamarlo Francisco, un nombre que ninguno de los hijos de Morgana, aunque su marido lo deseaba, pudo tener; sobre todo porque en esas lides ella mandaba; creo que con eso buscaba vengarse.

El primer ramo que recibí en la clínica fue de él. Cien rosas rojas que portaban una tarjeta con un poema que Beltrán no entendió y asumió como una de las excentricidades de su amigo. La leí:

Quiero mandarte la pura rosa.

La que no tiene símbolo ni signo.

La que no pese porque recuerda un recuerdo.

La que sea su nacimiento puro…

La que no diga: «Me quieres», ni «Te quiero»…

La que diga tan sólo: «Soy mis pétalos,

mi color, mi forma, soy la rosa…».

Me quedé con el mensaje en la mano, y para mi desazón y rabia se me escurrieron las lágrimas; hubiera preferido no llorar porque me encontraba ante un hecho trascendente: me había convertido en madre. Un ser increíblemente frágil estaba entre mis brazos, dependía de mí y de mi fuerza para salir adelante, y en ese instante yo, su madre, me sentía más indefensa y débil que él. Yo, la que debía dar, sólo quería recibir. Mi marido me miró con amor y me abrazó diciendo:

—Este Francisco tiene comportamientos que no logro entender. ¿Qué querrá decir con ese poema, querida?

Me sobrepuse y le contesté:

—Debemos quedarnos con su gesto. Seguramente deseaba acompañar las rosas con algún escrito bello; ya lo conoces. Siempre quiere demostrarnos su erudición.

—«La que no pese porque recuerda un recuerdo»… ¿qué sentido tiene?

—No le des más vueltas; forma parte del verso. Es de Pedro Salinas. Ya sabes cuánto le gustan a él los poetas.

Al poco tiempo, Morgana volvió a quedar encinta y yo, tres meses después, también. Y así fuimos pariendo hijos cada uno por su lado. Pienso que, más que desearlos de verdad, nos movía la rabia de no poder concebir los nuestros. Hasta que entre las dos parejas hicimos catorce. Siete eran de Morgana y siete míos. Y por más increíble que parezca, así como las respectivas madres no nos tragábamos, los niños se convirtieron en hermanos. No había tarde en que no se reunieran a jugar. Eran una sola familia con cuatro padres.

Una noche, estando juntos, mientras Beltrán y Morgana se encontraban hablando con amigos, Francisco se me acercó.

—¿Vas a seguir con este juego? —me dijo, preocupado.

—¿Con cuál? —le pregunté, sin entender su pregunta.

—El de seguir teniendo hijos.

—Tú lo empezaste —le dije.

—Porque me obligas.

—Yo no te obligo a nada.

—¿Paramos?

Y así, decidimos no procrear más.

Lo que vino después fue algo que quisimos evitar a toda costa, pero se desbocó. Nuestros primogénitos siempre deseaban estar juntos. Macarena y Francisco se hicieron inseparables. Eran unos niños maravillosos. En mi hijo lo veía a él, y en Macarena, a mí. Jugaban en el Parque y se hicieron asiduos de la Glorieta de Bécquer, como nosotros lo habíamos sido en nuestra niñez. Sin ningún tipo de explicación. Verlos era recordar nuestra infancia. Se peleaban por nosotros. Macarena defendía a su padre y Francisco a mí. Beltrán y Morgana empleaban todo lo que estaba a su alcance para frenar aquel amor imposible por incestuoso, pero era más fuerte que ellos. A mí, personalmente, me tenía sin cuidado. Quería que fueran felices; lo que nosotros no habíamos conseguido.

Se crearon unas luchas intestinas. Las parejas estábamos divididas; mientras Francisco y yo apoyábamos su relación, y Morgana y Beltrán se oponían como fieras, ellos decidieron seguir amándose a escondidas. Mi hijo me lo contaba todo, sin que se enterara de nada su padre, y yo le aconsejaba en lo que podía. No quería otra frustración y dolor en la familia. Suficiente había sido mi tristeza para que él, a quien adoraba, la repitiera.

Era un ser alado, con una dignidad a prueba de todo. Estoy convencida de que siempre supo de mi amor secreto aunque nunca me dijera nada, porque el respeto que me tenía era inmenso y la lealtad hacia su padre, más. Su comprensión me regaló las alegrías que la vida no me dio. Teníamos unas charlas profundas sobre las injusticias, el ser humano y los deseos frustrados. Sabía que en el fondo de mí había un profundo desengaño y quería verme feliz; pero una madre antes que nada siempre es primero madre, y eso, los hijos, por más que traten de entenderlo no lo ven.

Había empezado a estudiar Filosofía, y yo me maravillaba escuchándole. Era un ser que no pertenecía a este mundo. Me leía inteligentes disertaciones que hacía sobre el ser humano y la infructuosa búsqueda por encontrar su sentido, con los que me identificaba plenamente. Tenía el ímpetu de la juventud, de creer que con sus escritos cambiaría el mundo; su clarividencia me llenaba de valentía. A su vez, Macarena era una chica limpia de alma, con una sensibilidad extraordinaria, que estudiaba diseño, pero que lo que en verdad portaba en su sangre era un arte que no le cabía en el cuerpo. Mientras su madre se perdía en frivolidades, ella buscaba la esencia de la vida en sus pinceles. La quería como si fuese mi propia hija, y todas las tardes iba a mi casa buscando la comprensión no encontraba en la suya.

Se hicieron novios, a pesar de todo lo que los demás pensaban. Ella era el calco de Francisco, y mi hijo, el mío. Su amor era fresco y limpio, una bocanada de aire puro en mi vida.

Sin que nadie lo supiera, les conseguí un rincón secreto para que se encontraran y dieran rienda suelta a su amor y a sus proyectos de estudiantes. Empezaron a construir libros que elaboraban artesanalmente; Francisco creaba sus poemas y Macarena los ilustraba. Parecía que en aquella historia se estuviera plasmando mi vida entera.

Es posible que mi deseo de que colmaran su sueño se confundiera con mi amor perdido; de cualquier manera, eso me llevó a vivir una euforia que me ayudaba a despertar. Se convirtió en mi gran objetivo. Ya que yo no había podido ser feliz, debía hacer todo para que al menos ellos lo fueran.

Capítulo 66

Mi carrera de bribón elegante evolucionaba hacia territorios mucho más sofisticados; me había convertido en un sibarita de la trampa. Disfrutaba de cada reto que me trazaba; era una escalada sin límite que me producía una excitación que superaba a la de un orgasmo. Mi adrenalina alcanzaba un nivel tan alto que, si me hubiesen hecho una prueba de sangre en ese momento, la noradrenalina hubiese salido disparada.

Se me volvió imposible vivir de una manera normal: no estaba preparado para la rutina de una existencia sin emociones. Cada obra que planeaba era analizada al milímetro, con sus beneficios y sus riesgos; cuanto más altos, más me gustaban.

Me había comprado una casa en El Rocío, junto a la ermita, con una imponente vista que daba a las Marismas, y como era de esperar, dada mi vehemente devoción por la Virgen, no faltaba ni un año a la Romería. Tenía la carroza más sobria y aristocrática de Sevilla: el coche, un
grand break
inglés de caza del siglo XVIII, que gracias a sus ruedas originales y a la fuerza de sus cinco caballos —sementales de pura raza española que clavaban sus cascos hasta las cañas, tirando hasta la extenuación— «araban» las arenas. Iban adornados con cascabeles y dobles collares relucientes, que a la luz del sol destellaban como el oro. El coche se remataba con una elaborada cesta de mimbre, repleta del mejor
catering
, para que no faltara de nada en el camino. Y si algo volvía loca a Morgana eran los preparativos. Que si los trajes, que si los zarcillos, que si las pulseras, que si los invitados, que si… Eran unas fechas en las cuales yo descansaba de sus malos humores y sus maldades. Un tiempo en el que nos dábamos una tregua y hasta nos creíamos que conformábamos una pareja casi perfecta.

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