Memorias de un sinverguenza de siete suelas (30 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Quedó en libertad, sin cargos.

De nuevo, los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia, esta vez la de su liberación. En todas las imágenes aparecía sonriente y triunfal, con la cabeza en alto, su traje impecable y acompañado de su equipo de abogados. Más que parecer que salía de un encierro, se le veía como si regresara de un viaje donde acababa de cerrar el mejor negocio. Y todos, sin excepción, se encargaron de restablecer su nombre, llenando páginas y programas con sus impresionantes actos benéficos. Las monjitas de la Caridad del Magnánimo aparecieron en televisión dando cuenta de lo que Francisco había hecho por el hospital que ellas regentaban y por sus enfermos terminales. Y las Hermandades y los Maestrantes y los Cofrades… Al poco tiempo, coincidiendo con su cumpleaños, el Ayuntamiento de Sevilla inauguraba la calle Francisco Valiente, que por defecto se convirtió en la calle del Hermoso. Un acto multitudinario que también recogió la prensa en primera plana.

Durante algún tiempo se comportó como un santo; los amigos volvieron a adularle. Resurgieron las fiestas y los patrocinios. Se entregó de lleno a su Hermandad, sus negocios limpios y a llevar su ganadería al exterior. En los grandes festejos nacionales e internacionales era el invitado de honor. Nadie volvió a mencionar el incidente de la cárcel, salvo para hablar de la injusticia que se había cometido con el hombre que más había hecho por Andalucía. Pero ya se sabe que «el que es no deja de ser y guarda para la vejez», y muchos meses después volvió a las andadas… a sus franciscadas…

Aquel tiempo, en que mostró su cara más amable y su lado bueno brilló como nunca, me sirvió para constatar que su amor por mí seguía tan vivo como el que me había manifestado hacía ya tantos años en nuestro pacto de sangre.

Capítulo 68

Me encontraba leyendo a mi querido Maquiavelo cuando tropecé con una de sus frases que me hizo pensar: «No castigues nunca a la fiera que no puedas aniquilar». ¡Llevaba tanta razón! Estaba castigando a mi otro Francisco con una abstinencia que amenazaba acabar conmigo. La tentación de aquella droga que me dominaba era demasiado fuerte, y mis días se convertían en una sucesión de desesperaciones internas que me tenían irascible. A decir verdad, había escapado de mí para salvarme; y lo había conseguido haciendo unos esfuerzos sobrehumanos por controlar mi ego y mi deseo de delinquir, que me tenía atrapado, derrochando modestias y sinceridades mentirosas a diestra y siniestra. Pero ahora mi sangre me rogaba regresar. La cabeza no paraba de darme vueltas y mi cuerpo pedía sobredosis de adrenalina inyectada en vena. En todas partes veía oportunidades de hacer trampas, que desaprovechaba estúpidamente. Mi furia encubierta pedía rescatarme.

Entre todos los negocios que veía posibles, una llamada de Colombia me puso en máxima alerta. Me invitaban a participar en un concurso internacional para la construcción del metro de Cali. El contrato era —en relación con la cantidad de dinero que se iba a invertir— uno de los más importantes de la historia de ese país. El tema, además de tentarme, me ayudaba a matar dos pájaros de un tiro, pues hacía tiempo que venía acariciando la idea de fundar mi propia ganadería en pastos colombianos. Decidí aprovecharlo todo y meterlo en el mismo paquete. Conocía la ciudad de sobra, ya que la Feria de Cali con sus corridas de toros me había regalado, además de inolvidables recuerdos, una amplia e influyente cartera de amistades.

Hice un viaje relámpago y me reuní con destacados empresarios caleños que apostaban por hacer del transporte de su ciudad una inversión de futuro. Había que crear toda la infraestructura. El metro atravesaría el área metropolitana con un ramal central de norte a sur, desde el municipio de Yumbo hasta el municipio de Jamundí. Éste constituiría el eje principal del sistema. Conocía de cerca el ambicioso proyecto realizado en Medellín y la propuesta era tremendamente tentadora. Mis amigos colombianos me aseguraron que era solvente y sin riesgos, y que podía relajarme.

Me puse en marcha convencido de que mis sobradas habilidades harían que el proyecto no se torciera y la totalidad del beneficio fuera para mí. Quise probar si era capaz de participar en el negocio de manera limpia —porque creo que además de ser listo me acompañaba la suerte—, y aunque no os lo creáis, sin hacer uso de ninguna treta para conseguirlo, lo logré. Obviamente, en el camino agasajé a muchos como sólo yo sabía hacerlo: fiestas de lujo, viajes, impresionantes mujeres, regalos y más regalos… Pero me movía con pies de plomo, y es que si algo había aprendido de mi estadía en la cárcel era a no bajar la guardia y a estar atento a todos los movimientos que se generaban a mi alrededor.

Tras hacerme con ese negocio, pasé una larga temporada en tierras colombianas y me enamoré de sus paisajes imposibles y de la calidez de sus gentes. Viajé por toda su exuberante geografía. ¡Jamás he visto tanta riqueza natural junta! Saltos de agua, valles, ríos, montañas, flores y mares te golpean el alma y se te quedan para siempre.

Visité muchas tierras y descubrí que para mis toros necesitaba un clima suave que el Valle del Cauca, donde al principio había fijado mis objetivos, no me daba. Me hice con una antigua hacienda que bauticé como Los Azahares, unos magníficos terrenos a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, en Cauca, en la zona de Silvia, una extensa y apacible dehesa donde crecerían. Me llevé una punta de vacas y dos de mis mejores sementales, y allí fundé mi ganadería.

Mis toros de ojos azules, pelaje negro, caras agresivas, aparatosas cornamentas, hondos, fuertes de grupa y pechos, se convirtieron en los reyes de las fiestas taurinas latinoamericanas. No había feria que no estuviera engalanada por su porte. Aquellos pastos los levantaban hermosos. Eran bravos y elegantes, con temperamento. Peleaban con fuerza en el caballo, sus encastadas embestidas y sus bellas hechuras los convertían en monumentos de arte; arremetían con celo, como queriéndose comer los engaños; ante ellos los toreros se esculpían y convertían en dioses de luz. Eran la savia vital de la fiesta.

Mientras tanto, recibía invitaciones a las cuales renunciaba algunas veces porque el tiempo no me daba para más. En uno de mis viajes, fui invitado por el presidente Andrés Felipe Guerrero —gran aficionado a la fiesta brava— a un agasajo que hacían en mi honor en la Casa de Huéspedes Ilustres de Cartagena de Indias. Me encontraba feliz hablando con escritores, políticos, empresarios, periodistas, hasta que de repente apareció de entre las sombras una mujer que, como bestia salvaje, me retó con su mirada negra. Sabía de toros más que yo. Estuvimos conversando hasta que se agotó la luna. Aquella cálida noche resucitaron mis más bajos instintos. Me subí a su coche y me llevó a un embarcadero donde tomamos una lancha y acabé amándola entre caracolas y espumas, delante de un mar turquesa. Toreábamos desnudos con un compás de amanecer naranja. Le hice un toreo de salón en plena arena, con mi camisa al viento como muleta; acompañando suave… pitón izquierdo, su pezón… caricia… pecho por delante… suave… mirada al toro… pase de pecho… despacito… semicircular… cambio de mano… muletazo… barbilla en el pecho… ojos contra ojos… muleta muerta… trescientos sesenta grados de natural… lengua en lengua… temple en la muñeca… un paso más… vertical erguida… muleta muerta en el hocico… molinete… muletazo
desmayao
… pierna izquierda flexionada… embestida final… mirada al cielo… Dos orejas, rabo y vuelta al ruedo.

No la volví a ver; después supe que se trataba de la hija del presidente.

Regresé a Cali para hacer de jurado en un concurso de belleza: el Reinado Panamericano de la Caña de Azúcar, evento que se realizaba coincidiendo con su feria decembrina.
Bocato di cardenale
para mis ojos… y para lo que ya intuís. Pasar una navidad y un fin de año en aquella ciudad de la alegría y de la salsa, que llamaban con acierto «la sucursal del cielo», era más que un regalo. Jamás he visto tantas mujeres bellas. Y es que como dice la canción «las caleñas son como las flores, vestidas van de mil colores, ellas mueven sus caderas como los cañaverales…».

Terminé como ya os podéis imaginar. Coronando a las reinas con mi cetro. Mientras me lo hacía con la más bella, me llamó el mozo de espadas de «La Valiente», que en aquel instante toreaba a
Descarao
, una gran res de mi ganadería. Acababa de recibir una cornada mortal en el vientre.

Me vestí como pude y corrí a la plaza llorando, porque la quería como a una hija, y, al llegar, después de un enloquecedor tráfico, se la habían llevado.

Era el último toro de la tarde y había realizado una faena magistral; pero la muerte está ahí, en el ruedo, agazapada entre el vuelo de las muletas y los lances, como un ave voraz, como una sombra alargada. Y quienes bailan aquella danza mortal lo saben. Asumen que cada tarde puede ser la última. Un desafío consciente que les lleva a acariciar la perfección: el trágico precio de una gloria efímera. Y cuando mi protegida se encontraba enfrontilada para la estocada,
Descarao
la embistió con rabia con su afilado pitón izquierdo, entrando a milímetros de la femoral hasta atravesar su vientre.

Llegué a la clínica donde la habían llevado de urgencia y alcancé a acariciar sus mejillas antes de que la metieran al quirófano. Estaba pálida, como si el toro se le hubiera bebido la sangre, y, a pesar de que la llamaba y de que sus ojos azules me miraban con dulzura, no me reconoció. En esa indefensión parecía una niña perdida. Por su pecho abierto aún corría el sudor rojo de la fiesta y en sus pestañas colgaba la última lágrima.

—Ésta es tu gran faena —le dije—, tendrás que luchar contra el toro más cruel, y estás preparada. Saca tu rabia; ve a matar a la muerte, mi Valiente niña. Te esperan muchas tardes de arena y gloria.

Muchas horas después me dieron la noticia. Se había salvado, pero no podría tener hijos.

Capítulo 69

Me parecía inconcebible que en el velorio de mi marido se apareciera aquel rufián sin escrúpulos, a quien había humillado en la calle de la Judería, y salí a su encuentro para echarlo de mi casa, pero el alcalde se me adelantó y lo hizo pasar. Llegaba como si viniera a una fiesta, con clavel rojo en un ojal, el escudo de su cofradía en el otro —que le hacía parecer un hombre decente—, y su pelo engominado. Se había dejado crecer la barba, que le daba un aire bohemio y hacía que sus ojos acerados se vieran aún más fríos. Me quedé mirándolo y le dije:

—¿No te da vergüenza aparecerte aquí?

—Ninguna —me respondió con una sonrisa—. Vengo a rendir mis respetos, no a ti sino a Francisco Valiente por aguantarte.

—Ni siquiera lo conocías; vienes a mostrarte. No sirves sino para eso; para enseñar tu carcasa que crees valiosa. Eres un cínico. ¿No tuviste bastante con lo que te hice en aquella habitación?

Se llamaba… ¿Jaime? ¿Juan? ¿José?… Pongámosle Judas… no lo recuerdo. —Es increíble como nuestra mente es capaz de crear un humo negro para cubrir aquello que le ha causado dolor—. Lo borré cuando supe lo que era.

Lo había conocido en un bar de la calle Mateos Gago, una noche en la que bebía a sorbos mí trasnochada soledad. Había escapado de casa después de enterarme de que Francisco tenía un
affaire
con la que consideraba mi mejor amiga, y acababa de lanzarle mis zapatos a la cara. Tenía ganas de vengarme como fuera.

Lo vi de lejos y me pareció guapo, aunque joven para mí y eso me gustó. Tenía ganas de probar carne fresca. Me miraba fijamente mientras bebía su copa de vino y paseaba su lengua por los bordes. Iba acompañado, pero pronto se apartó del grupo y se me acercó.

—¿Esperas a alguien? —me preguntó.

—Desde luego, a ti no —le contesté, haciéndome la dura—. Mejor sola que mal acompañada.

Se sonrió y mantuvo el tipo, sin darse por aludido.

—¿A qué te dedicas?

—¿No eres capaz de preguntar algo más interesante?

—Ahhh… así que eres de las que les gusta provocar.

—Hagamos teatro —le propuse sugestiva—. El teatro es la antesala de la lujuria…, del aplauso. Hablemos, sí, hablemos… necedades, ¿qué más da, mientras continúe la función?

—Me gustan las mujeres fuertes.

—Y a mí los hombres que se hacen los fuertes… aunque todos los que se acercan a una mujer en el fondo buscan cama. Pura debilidad.

—¿Lo crees de verdad? —me dijo sinuoso—. ¿Por qué no me cuentas un poco tu vida?

—Así que insistes en parecer un ser delicado y comprensivo. ¡Qué bonito! Conozco esa estrategia. Los hombres esperáis que desnudemos nuestra alma para después vendernos que sois nuestra salvación.

—Y tú insistes en hacerte la inaccesible, pero sé que detrás hay una mujer con ganas de sentirse amada.

—Y tú me vienes a rescatar.

Se quedó en silencio, tomó mi mano y la besó.

—Me gustas… —me dijo mientras pasaba su lengua por mis dedos.

—Y tú a mí —le contesté, pensando en que quizá esta vez era verdad y aquel hombre era un ser sensible que me daría un poco de amor.

Salimos del bar con una botella de vino y nos perdimos en las calles hasta llegar al río. Había bebido y me sentía desinhibida; con ganas de olvidar mi triste realidad. Me descalcé y lancé mis zapatos al Guadalquivir y él, imitándome, hizo lo mismo. Reíamos como dos adolescentes enamorados. Parecía ingenuo y romántico. Nos tumbamos bajo un árbol y empezamos a cantar, mientras yo bailaba para él. Recogió de todos los naranjos las flores de azahares y, después de dejármelas oler, me las metió en el escote de mi blusa. Me hablaba del flamenco y de los tempos del compás… De la poesía de Ángel González y de Roberto Juarroz…, recitándome al oído sus exquisitos versos; algo que nadie había hecho. Y así, sin darme cuenta, me dejé ir.

Aquella noche no pasó nada.

Nos volvimos a ver una semana después en la
suite
de un hotel en Madrid. Me pidió que me vistiese de negro y, al encontrarnos, me di cuenta de que él también vestía igual. Me dio un beso en el cuello, y me dijo muy suave:

—Voy a enterrar tus muertos.

En el ascensor, me alzó y yo sentí aquel bulto duro entre sus piernas que me hizo arder. Nos esperaba una habitación blanca inmaculada, para mancharla de amor. Me amó de pie, caminando, mientras me llevaba —como una novia en su noche de bodas— a la cama. Y me sentí amada como nunca. Aquella locura se salía de todo lo que había conocido. Su delicadeza y su furia me elevaban al cielo. Era sencillo y puro (eso creía)… y me enamoré perdidamente; tanto que por un momento pensé que podría ser feliz.

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