Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (31 page)

Bañeras perfumadas de pétalos de todos los colores, risas y complicidades, confesiones y deseos se mezclaban en esa alegría de querer encontrar la felicidad sin mancha.

Nos vimos con intensidad, tres o cuatro veces. En cada encuentro nuestra pasión se desbocaba. Nos arrastrábamos por el suelo como fieras, persiguiéndonos para saciar nuestras hambres. La última vez cogimos un apartamento en lo alto de un edificio de la calle Alemanes, que al abrir las ventanas nos regalaba las campanas de la Catedral. Allí cocinamos y jugamos a ser una pareja de verdad. Me hizo la mejor tortilla de patatas que jamás había probado y nos la comimos cruda, mientras la preparaba, entre cucharada y cucharada, tirándonosla por el cuerpo. Me sentía con ganas de vivir. En ese tiempo olvidé el odio que sentía por Francisco; me tenía sin cuidado lo que hacía. Aparté el tema de los venenos y hasta me volví comprensiva. Comencé a acariciar la idea de separarme y de iniciar otra vida diferente. Mis hijos habían crecido y estaba cansada de vivir en aquel mundo de farsas diarias.

Y cuando estaba más ilusionada… Zas…

Resultó que era demasiado bonito para ser verdad. Y de la noche a la mañana, aquel hombre decidió poner fin a lo nuestro. Me confesó que estaba casado y que nuestra relación se le salía de las manos. Su mujer le pedía otro hijo y él se lo iba a dar.

Quedé destrozada. Volvieron mis ansias de revancha contra Francisco; mis rabias y mis frustraciones. Pasaron los días sin que lo pudiera superar. Hice un viaje largo a China y en una de las salas de un museo de Pekín, desenrollando con mis manos enguantadas unos delicados pergaminos en los cuales se representaba de manera brutal la muerte de un hombre a manos de su despechada mujer, se avivó mi sed de venganza. Regresé envenenada de odio. Ya no era sólo contra Francisco, sino también contra el desgraciado que acababa de herir mi amor propio.

Un día decidí enviarle al tal Judas un mensaje anónimo en el que le decía que, aunque no me conocía, lo había visto pasar por la plaza de El Salvador muchas veces y me atraía un encuentro a ciegas con él. Lo hice para ver si respondía y, para mi sorpresa, me contestó de inmediato.

Utilicé a una amiga que se hizo pasar por la desconocida que le había enviado el mensaje y así, como si nada, el hombre empezó a escribirle misivas idénticas a las que yo había recibido a lo largo de nuestra efímera relación. Los mismos versos de Ángel González, los mismos de Roberto Juarroz, el compás del flamenco…

—Mándame una foto —le pedí.

Me envió una que, en mi enamoramiento desmesurado, le había hecho yo.

—Envíame una tú —me pidió—. Busqué en una revista y acabé mandándole a su email la de una modelo, que se veía deportiva y fresca… y picó.

Mi odio alcanzó cotas inimaginables. Preparé un encuentro en un hotel de la calle de la Judería dando un nombre falso, el de la mujer que le escribía; aduciendo en la recepción que era una sorpresa que le quería dar a un ser querido. Se lo creyeron. Mientras lo esperaba, me bebí todo el whisky que encontré en la nevera de la habitación. Y así, en la oscuridad total de aquella estancia, de repente oí que llamaban. Abrí y le dejé pasar, escondiéndome tras la puerta. Llegaba vestido con la camisa que yo le había regalado y con una bolsa llena de las mismas cosas que él, en su conquista, me había ido dando. Estampitas de sus Vírgenes, el libro
Rayuela
de Cortázar, un ramo de flores idéntico al que me había dado en nuestra primera cita, el CD con los poemas de González, una camiseta interior suya para que recordara el olor de su piel…

Cerré la puerta. Al verme, su rostro empalideció.

—Qué torpe eres —le dije—. No eres más tonto porque no puedes.

Hizo el ademán de huir, pero yo, que llevaba unas botas y el alcohol circulando a toda velocidad por mi cuerpo, lo empujé contra la cama hasta que cayó al suelo, y puse un pie sobre su hombro.

—De aquí no te vas, pedazo de imbécil —lo amenacé—. No esperabas encontrarte conmigo, ¿verdad? Se te olvidó que he vivido más que tú y soy mucho más inteligente. ¡Estás enfermo!

Me miraba atemorizado y sus labios desaparecieron. Se quedó sin boca.

—¿A cuántas has hecho esto? ¿Cuántas docenas de libros de Cortázar tienes? ¿Compras las estampitas de tus Vírgenes al por mayor? ¿Qué haces vistiendo mi camisa… no tienes otra? ¡Qué pena me da tu mujer! Pobrecita, es digna de lástima. Me dan ganas de llamarla y abrirle los ojos… debe pensar que vive con un santo.

Hizo el ademán de levantarse, pero yo volví a pisarlo.

—Vete al psiquiatra. Tienes la enfermedad del donjuanismo.

—Per… perdón —me dijo mientras le caía una lágrima—. Y no supe de dónde le salía aquella palabra, pues seguía sin boca.

—Te voy a volver a follar —le dije—, porque me gusta tu polvo. Es para lo único que sirves. ¡Desnúdate!

Se quitó la ropa como un preso a quien iban a desinfectar antes de ponerle el vestido de presidiario. Lo tiré en la cama, me bajé los pantalones y sin quitarme las botas me senté sobre él. La ira contenida o tal vez la humillación le había producido una erección tremenda. Lo besé con ira, mientras lloraba de asco y dolor, hasta que nuestras bocas sangraron y nos comimos nuestra propia sangre. Y cuando vi que estaba a punto de entrar en ese orgasmo cenagoso y frenético, me retiré.

—Se acabó —le dije, subiéndome el pantalón—. Ahora, vístete y lárgate con tu porquería a otra parte. No quiero volver a verte nunca más. ¡Tú, regalado eres caro!

Se fue como un perro apaleado, con el rabo entre las piernas.

Al día siguiente tropecé con él en la puerta de El Rinconcillo, iba cogido del brazo de su mujer, llevaba la boca inflamada y con un hematoma que le cubría parte del rostro… el mismo que yo tenía y había tratado de ocultar con maquillaje. Nos miramos nuestros respectivos mordiscos, y con sus ojos cargados de vergüenza trató de pedirme de nuevo perdón.

Capítulo 70

El tiempo se agotaba. Sevilla esperaba impaciente un amanecer que no se producía. El cielo continuaba cerrado, iluminado por algunas estrellas que brillaban cansadas. Sobre la mansión del Paseo de las Delicias las horas se desgranaban, dejando tras de sí un reguero de gente adolorida que seguía presentando sus respetos a Francisco Valiente. Ya habían transcurrido veinte horas desde que se había instalado la capilla ardiente, y sólo faltaban cuatro para el funeral.

Asociaciones de toda índole, muchas de ellas fundadas por él, seguían haciendo acto de presencia cargadas de regalos —como si fuese un faraón—, para que al finado no le faltara de nada en la nueva vida que empezaba a recorrer. Sombreros, sillas, camisas, trajes, zapatos, cajas de whisky y vinos, jamones de Jabugo, olivas en salmuera, aceites, libros, guitarras, guirnaldas, Vírgenes, Cristos, candelabros, velas, escudos, pasteles de Rufino, cajas de puros, estandartes, inciensos, cálices… todo cuanto adoraba se amontonaba y desbordaba por todos los rincones hasta invadir el jardín.

Personal sanitario de hospitales, residencias de ancianos, colegios, universidades y orfanatos depositaban a los pies del féretro flores que lo rodeaban casi hasta sepultarlo, y aquello parecía un exuberante jardín que empezaba a viciar el aire con sus aromas.

Era tal la aglomeración y el sofoco que comenzaron a producirse desmayos y Circunstancio Pomposo, contra la voluntad de Morgana que se empeñaba en no dejar invadir sus salones, se vio obligado a habilitar una estancia para recoger los vahídos que se producían y eran atendidos por enfermeros de la Cruz Roja.

Coros y ballets, compañías de teatro, una de ellas la afamada
Claroscuro
que hacía tan sólo quince días había llevado la vida de «El Hermoso» a los escenarios del Teatro Lope de Vega, improvisó una de las escenas de la obra ante los presentes.

Mendigos convertidos en personas respetables, gracias a las colas que hacía formar a la salida de misa los domingos para regalarles generosas sumas de dinero delante de los feligreses, le leían páginas de sus autores favoritos. Vecinos del barrio El Tardón, donde había vivido su infancia, le cantaban fandangos y alegrías, acompañados de guitarras, cajones, palmas y bailes. Amigos de «El Tumbao», su malogrado tío, se alzaron con una soleá rasgada por el lamento de su guitarra. Otro desconocido con voz de trueno le agasajó con una sentida saeta…

Ex compañeros del colegio San Francisco de Paula depositaban en el suelo los trabajos que Valiente les había vendido en su niñez, gracias a los cuales habían finalizado con éxito sus estudios. Periodistas con las que había intimado cubrían la noticia con lágrimas en los ojos…, y prostitutas, y
madames
, y familiares lejanos o que se decían familiares, y las monjas que bordaban sus camisas y tanto le querían…

Pero por más que los guardias luchaban por mantener el orden, el velorio se les había ido de las manos y eran más los que se paseaban por el jardín bebiendo y mariposeando que los que se mantenían en el interior poniendo orden.

Ahora, a todo el gentío se acababan de sumar los amantes de Morgana. Una interminable fila de pretendientes de todos los pelambres que buscaban caer sobre la viuda y su dinero y la habían puesto muy nerviosa.

Mientras tanto, un pavo real, tras sobrevolar el salón, darse contra las paredes y enredarse en los cortinajes que se vinieron abajo, se plantó en la cabecera del ataúd de «El Hermoso» y comenzó a aullar como un lobo adolorido. Morgana, que ya estaba alterada, al verlo entró en un ataque de pánico.

Capítulo 71

Hacía semanas que Francisco me buscaba. Me enviaba piedras en cajitas que recibía por correo, sin ningún tipo de nota que las acompañara. Sabía que debía sentir el mismo vacío que me ahogaba; en eso éramos iguales.

Me hacía mayor y mi vida era un encadenamiento de días muertos que resbalaban sin sentido sobre mí. Iba de un lado para otro, tratando de ordenar mis armarios. Cambiaba de lugar objetos absurdos que habían ido rellenando mi existencia, como si el hacerlo me fuera a regalar una alegría. Buscaba malgastar las horas en sandeces, esas con las que la mayoría de los seres humanos justificamos nuestra presencia en la Tierra. Horneaba tartas que nadie comía, porque mis hijos ya no eran niños y habían volado del nido. Cultivaba verduras en un huerto que había hecho adecuar para mis trabajos de jardinería y, una vez recogidas, se pudrían en la nevera sin que nadie las cocinara. Gastaba tardes tejiendo bufandas para mis hijos con la esperanza de verlas en sus cuellos, y al final acababan metidas en la bolsa de regalo para los pobres de la parroquia del barrio. Empezaba un libro y, a las pocas páginas, lo abandonaba. Había dejado de asistir a reuniones y actos benéficos, donde iba para rellenar mis horas muertas…

Hacía años que mis padres, los que me desgraciaron para siempre y a quienes a pesar de todo amaba, habían muerto. Mi madre había sobrevivido dos años a mi padre y se la había llevado un derrame cerebral fulminante… ya no me quedaba nada de mi pasado. No quería ver a nadie ni que nadie me viera… En definitiva, trataba de que la muerte de una vez se acordara de mí.

Ya no sabía si era verano o invierno. Las estaciones me estrangulaban y me obligaban a replegarme sobre mí misma, los relojes me miraban con sus ojos de inquisidor, me preguntaban qué hacía, por qué seguía estática mientras ellos continuaban su marcha.

(Me aguanto el llanto y lo ahogo en el borde de mis lagrimales secos).

Observaba tras los cristales a las parejas que pasaban abrazadas riendo y pensaba cuán ajenos estaban a mi vacío. Me perdía mirando cómo se azulaba el cielo o se teñían las nubes con las anilinas del sol. Me fijaba en las hojas de los árboles que danzaban siguiendo la música del viento, y me veía convertida en una de ellas, de puntillas, tratando de seguir aquel baile libertino antes de fundirme en la tierra en esa caída libre y lenta hacia la nada. Buscaba en los pájaros, en el anillo de su voz, una respuesta a mis tristezas. Todo me hablaba, pero yo me encontraba desde hacía muchos años ausente. Oscilaba entre mi vida y mi viejo deseo, lo que me pesaba y lo que me era leve, mi realidad y mi sueño, el deber y el querer…

Beltrán y yo nos habíamos ido distanciando y prácticamente ni nos veíamos; parecía que para él era lo más normal del mundo. Se levantaba al amanecer y desaparecía en su estudio, donde pasaba las horas escribiendo a puerta cerrada ensayos sobre el ser humano y sus comportamientos; cómo alcanzar la felicidad y conseguir lo imposible. En el fondo, era un desconocido que dormía a mi lado… sólo eso; no sé realmente lo qué sentía ni lo que pasaba por su mente. Nunca hablábamos de nosotros ni de lo que esperaba de la vida. Nuestra rutina era tan meticulosamente perfecta que a veces hasta me olvidaba de respirar. Pienso que a él le llenaba y no esperaba nada más. Era reservado y jamás le oí decir que necesitara algo. Si alguna vez cruzábamos alguna palabra era sobre nuestros hijos; pero sólo se interesaba por los temas de salud o los que se referían a sus estudios.

Una tarde recibí una llamada telefónica de Francisco; era la primera que me hacía en toda nuestra vida y por eso la contesté. Procurábamos evitarnos en lo posible; yo por el dolor que me causaba el verlo, y él quizá por la vergüenza que sentía de saber que estaba enterada de la vida que llevaba. Me suplicó que nos encontráramos; que necesitaba con urgencia decirme algo importante.

Quedamos en la Glorieta de Bécquer a las cinco de la tarde del día siguiente, y mi corazón, como si fuera el de una adolescente enamorada, saltó de gozo. Es posible que en ese momento fuese lo único que me motivara a salir de aquella apatía que me estaba erosionando y consumiendo. Que me hundía a sumirme en la nada.

Me volvieron las ganas de vivir.

Esa noche no dormí. Me pasé las horas recordando nuestra dilatada historia; repasando gestos y sonrisas, notas y palabras. Llenándome el alma de expectativas y deseos que me calentaban la sangre y hacían que corriera enloquecida por mi cuerpo, como un río caudaloso en busca de su mar. Me miré al espejo y me vi vieja; mi cara lunar se había derretido en el vacío… mis ojos me miraban cansados entre los párpados caídos; tal vez sólo fuese mi agigantada expectativa de estar bella para él la que me arrastraba a verme así. Me maquillé con esmero y me vestí de blanco para el encuentro.

Llegué quince minutos antes y me emocionó encontrarme de nuevo en aquel viejo espacio tan querido, que desde el día de mi boda y ex profeso no había vuelto a pisar. Una atmósfera tibia me abrazó con su mágico aliento. Era el único lugar donde podía sentir felicidad… estaba en casa.

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