Memorias de un sinverguenza de siete suelas (15 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Me moría por acostarme con él y que me hiciera suya. Me restregaba en las esquinas, en los árboles, en los postes… en el sillín de mi bicicleta. Todo lo que rozara mis genitales me llevaba a él. No había ni un solo día ni una sola noche en la que deseara ya no sólo ver al execrable de Francisco, sino que me matara haciéndome el amor como le diera la gana.

Mi vida se convirtió en un infierno, un doble infierno que me obligaba a aguantar en el colegio a la mosquita muerta que, pese a su tartamudez, de la noche a la mañana se había convertido en la mejor alumna de la clase y, para remate, al llegar a casa me tocaba chuparme los elogios que, a partir del momento en que se había comunicado que sería la mujer de mi hermano, se habían acrecentado.

Estaba desubicada… y sola. Repleta de odio y de amor frustrado, dos sentimientos que me hacían ir perdida y que me fueron dañando el corazón. De amar a mi querido hermano, pasé a detestarlo y verle todos sus defectos. Competía con él por el protagonismo alcanzado gracias a su amistad con Francisco y a su temprano compromiso con la tartamuda esa que, dicho sea de paso, también venía con otro requisito, el que más interesaba a mi familia: era la hija de los que tenían más dinero que nosotros y por ese motivo se erguía en nuestra redentora. Todo por culpa del descabezado de mi padre, despilfarrador crónico que se ventiló todo lo que pudo, y aunque seguíamos teniendo mucho nombre, nuestra riqueza estaba bajo mínimos.

Capítulo 37

Puedo decir que mi adolescencia fue de total fidelidad a la madre de Morgana, ya que tomé la decisión, muy a conciencia, de que lo mejor era aprovecharme de la calentura que tenía la pobre mujer y satisfacerle los bajos mientras daba tiempo a crecer a la hija y también a mi fortuna.

¡No me explico cómo me podía alcanzar el tiempo para todo!

Iba al colegio, estudiaba, engañaba a los profesores, hacía negocios con mis compañeros en los recreos y les vendía de todo. Seguía asistiendo al coro, porque mi voz y mi piano se habían convertido en pilar de la misa. Hacía competiciones de onanismos, desvalijaba sacristías y altares menores. Robaba retablos insignificantes o imágenes, mantelerías bordadas a mano, candelabros y los objetos que por casualidad me encontraba y que me rogaban con lágrimas en los ojos que me los llevara; y los portaba a hurtadillas a los oscuros y peligrosos callejones donde mi tío Jerónimo hacía negocio con las cosas de valor que lograba extraer por las ventanas y balcones de las casas «bien», los que por descuido alguna sirvienta tonta había olvidado cerrar. Cumpliendo todo eso, todavía me sobraban unos minutos para pasarme por casa de Morgana y alguna que otra tarde hacerle el amor a la futura suegra.

Y por si fuera poco, en las noches me dio por los idiomas. Descubrí en una tienda de discos que quedaba en la plaza del Buen Suceso, no recuerdo el número, cursos de inglés, francés, alemán, italiano, portugués, ruso y no sé cuantos idiomas más que venían con varios tomos de libros cargados de paisajes y gentes de los países en cuestión y láminas con espacios en blanco para ser rellenados; ejercicios para que, al mismo tiempo que aprendías la pronunciación, te aplicaras en su escritura.

¡Madre mía! Qué difícil me pareció todo al principio, yo acostumbrado a que el «¿cómo estás?» fuera el «¿cómo estás?» ambos idénticos —escrito y hablado—, ahora tenía que acostumbrarme a que «
jaguaryu
?» no era «
jaguaryu
?» sino «
how are you
?», pero los fui comprando uno a uno y me los bebí como agua. En verdad, resultó ser facilísimo. Cada madrugada le dedicaba tres horas, de tres a seis, cuando en casa todavía dormían, porque no quería que mis hermanos se enteraran de que tenía un tocadiscos marca Philips de pilas, también robado, y que me fueran a estropear la aguja, que era muy cara y dificilísima de conseguir. Por eso lo mantenía escondido en un agujero que hice en el suelo, donde también guardaba todas las pesetas que ganaba y los robos que me ocupaban poco espacio.

Me decidí primero por el idioma de Shakespeare, porque en el colegio me di cuenta de que el que no supiera inglés de mayor ya se podía dar por jodido.

Empecé por el nombre: «Hola, mi nombre es Francisco Valiente», que traducido al completo era: «
Hello, my name is Francis The Brave
».
The Brave
… ¡¡¡sonaba tan bien!!! Luego vino el
good morning
, el
please
, el
nice to meet you
, el
see you later
y el
off course
… Resumiendo, que aprendí el inglés más rápido de lo que me imaginé, porque parece ser que a esas horas el cerebro está más fresco que una lechuga y todo se fija mucho más rápido.

Luego seguí con el francés, el idioma del amor —
oui, c’est la vérité
—, que me sirvió de gran ayuda para ir por ahí enamorando a muchas mujeres, quienes sólo escuchar de mis labios la frase
mon amour je t’aime mais non plus
se enloquecían en la cama, porque desconocían el verdadero significado del
mais non plus
y sólo se quedaban con el
mon amour
y el
je t’aime
, una lengua mojada que les acariciaba desde el lóbulo de la oreja hasta el centro del tímpano y les bajaba directo al lugar escondido donde sentían
la vie en rose
.

Y llegó el alemán cargado de filósofos y de frases profundas repletas de reflexiones que me motivaron a leer de manera febril y a sumergirme hasta el fondo en ese apasionante mundo; y me obligó a cuestionarme muchas cosas sobre el sentido de la vida y la existencia, aunque no llegara a ser suficiente para librarme de mi sed de venganza. Porque, a pesar de que muchos hayan creído que yo era un frívolo, os juro por la memoria de mi madre bendita que jamás me consideré así.

Me volví un loco de la filosofía; empecé a tragarme libros enteros de Hegel, Nietzsche, Kant, Goethe, Strauss (con su polémica interpretación de Jesús), Heidegger, Hildebrand… ¡tantos y tantos! Y me parecía prodigioso entenderlos y que se me quedaran párrafos enteros memorizados, frases que recitaba en un perfectísimo alemán: «
Der Einzelne hat immer gekämpft, um nicht von dem Stamm aufgenommen. Wenn Sie versuchen, Sie sind oft allein und manchmal auch Angst. Aber kein Preis ist zu hoch für das Privileg, sich selbst zu sein
»… Y si por alguna razón un nativo me escuchaba, le era imposible negar que se encontraba frente a un coterráneo. Luego, tras investigar, supe que tenía memoria fotográfica y por supuesto que mi IQ, en alemán
Intelligenz Quotient
, superaba los 150.

(¡¡¡Ahh!!!… perdón, para los que quieran saber el significado del párrafo que acabo de pronunciar, aquí va; es de Nietzsche: «El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo». Absolutamente de acuerdo, querido Friedrich).

A esto le dediqué años, hasta alcanzar la bobadita de veintiún idiomas hablados a la perfección, incluyendo el mandarín, el árabe, el hindi, el teluga y el wu, un dialecto del chino que hablan setenta y siete millones de personas. Si tenemos en cuenta los 6.912 que dicen que existen en el mundo, en realidad no son tantos. Aunque ahora no me sirvan de nada, pues en las pocas horas que llevo muerto todavía no me he encontrado con nadie, de lo cual deduzco que en esta otra vida o mejor llamémosle «viaje» que acabo de iniciar me parece que de idiomas no voy a hablar ninguno.

Que haya sido autodidacta tiene su mérito, ya que en casa ninguno de mis hermanos tenía el menor interés en los estudios; corrijo, por no tenerlo no lo tenían en nada de nada. Su deporte favorito era nadar, no sobre el agua haciendo crol, espalda o mariposa, sino viendo pasar la vida sin hacer nada. Eso no podía soportarlo y acabé sin volver a dirigirles la palabra. Sentía vergüenza de pertenecer a aquella familia de colgados en la que los únicos que hacíamos lo imposible por salvarnos éramos mi madre y yo.

Me superaba la ordinariez de mis hermanos y de mi padre cuando nos reuníamos a cenar lo poco que ella conseguía cocinar —que la mayoría de las veces era una insípida olla de lentejas—; y es que se puede ser pobre, pero educado y decente. Y mientras mi madre y yo nos esforzábamos en los modales, los demás masticaban la comida como pordioseros; como si les fueran a arrebatar el plato. Atragantándose con el potaje sin dar tiempo a masticar; con la boca abierta y una nauseabunda bola de lentejas y babas que buscaba escapar por entre los dientes y la comisura de los labios (porque era imposible que aquella cavidad tuviera tanta capacidad). Soltando trozos que caían sobre la mesa y la ropa y ellos recogían con la cuchara y volvían a engullir.

Me los imaginaba como cerdos babeando; los odiaba porque me provocaban arcadas con su falta de modales y ello me obligaba a correr al baño a vomitarlo todo para luego tener que soportar ese agujero en el estómago, el hambre que me mataba a mordiscos y me llevaba a la olla en la que ya no quedaba ni el raspado.

No podíamos hablar de nada.

¡Eran tan incultos! No tenían idea de lo que pasaba en el mundo; para ellos lo único que existía era El Tardón, el barrio donde vivíamos y los chismes que ahí se generaban. Ni siquiera la música, y ya no hablo de la clásica sino de la de mi tío, que a todos fascinaba. Les daba igual el arte, la arquitectura, la literatura, los negocios, las mujeres… mejor dicho, en lugar de vivir vegetaban. Éramos un trío imposible de mezclar: el agua, el aceite y… la gasolina.

Apenas pude, me largué.

No volví a ver a nadie salvo a mi madre, a quien le di un entierro a su altura. No me cabe duda de que se fue derechita al cielo, con zapatos, peineta, mantilla y traje de pedrería: como una gran dama. Le mandé construir el panteón más hermoso del cementerio de San Fernando —con ángeles custodios y una estatua de la Esperanza de Triana con los brazos abiertos recibiéndola—. Rodeado de palmeras —que simbolizan el triunfo de la vida y la eternidad—, cedros, tuyas, romeros y laureles, justo al lado de la tumba de Juan Belmonte, «El Pasmo de Triana», a quien ella adoraba. Lugar donde, por cierto, ya dejé por escrito que quiero reposar tras mi incineración.

De mis hermanos nunca más volví a saber. No tengo ni idea de si viven o ya murieron, lo que hablando con sinceridad me da absolutamente igual, pues familia no es la que se tuvo sino la que uno consideró que fue. (Si hubiese podido elegir, salvo mi madre, os aseguro que otro gallo habría cantado).

Sólo una vez apareció uno, el mayor, y la manera como me buscó ya me olió a chamusquina. Por eso, presintiendo que iba tras mi dinero y trataba de chantajearme porque en mi niñez ya había sido muy malo conmigo, me lo saqué de encima inventándome una ausencia larga. Llamó, llamó y llamó hasta que al final se cansó.

Capítulo 38

A medida que pasaban los minutos, en la mansión de Francisco y Morgana se había formado un auténtico caos. Los criados —un ejército vestido de negro y dirigido por Vicente, el mayordomo de toda la vida— aparecieron blandiendo sus instrumentos de limpieza por entre los asistentes, tratando de limpiar el reguero de cagadas reales que los pavos habían dejado cuando Morgana había salido camino a la clínica. Pero por más que insistían, nadie se enteraba. Todos pisaban la mierda que poco a poco se extendía por el salón de forma inmisericorde. Los sirvientes suplicaban que era necesario evacuar el lugar durante unos minutos para poder limpiarlo todo, porque no era digno que el féretro de su señor estuviera rodeado de aquella porquería. El problema residía en que el recinto se había ido cargando de un aire viciado. Empezaban a crearse dos bandos: los que alababan al finado y los que lo condenaban sin piedad, y entre ellos amenazaban con destrozarse. Más que un velorio, aquello empezaba a parecer un circo romano.

A la vista de los hechos, Circunstancio Pomposo, jefe de protocolo de la Alcaldía Municipal, salió al jardín en busca de don Ramón Viesca de Uruñuela, alcalde de la ciudad, porque se dio cuenta de que la situación se le había salido de las manos. Para el alcalde, que se lo estaba pasando en grande, pues de improviso en una de las fuentes dedicada a la Virgen de la Alegría se había encontrado con la mujer a la que desde hacía mucho tiempo le tenía puesto el ojo y estaba a punto de invitarla a cenar, la irrupción de Pomposo no podía ser más inoportuna.

—Perdone que le interrumpa, señor alcalde —le dijo el hombre, mirándolo con malicia—. En el interior se están produciendo hechos confusos que no podemos controlar. ¿No podríamos tratar de evacuar a los pajarracos azules? Se están cagando sin parar.

Antes de contestar, el alcalde —con evidentes muestras de malestar— pidió excusas a la chica y tratando de no perderla de vista se apartó un poco para hablar con él.

—Pomposo, le tengo dicho que no me interrumpa si no es por causas de fuerza mayor.

—Pero, señor alcalde, es que ahí dentro se está formando la marimorena. Si usted no toma cartas en el asunto, de aquí a dos horas esto será el juicio final. Que se lo digo yo.

—Es una tontería, hombre. Yo sé de qué le hablo. Estos dos se odiaban; su mujer está loca y «El Hermoso» ya está frío. Usted manténgase atento y haga lo que pueda. Yo tengo un asunto muy importante que resolver ahora —le dijo tratando de sacárselo de encima.

—Señor alcalde, esto se sale de mi competencia. Ya me dirá usted. Si vengo aquí es porque ya he hecho lo que puedo; a mí, no hay nadie que me haga caso.

—Pues es el momento de demostrarme su saber hacer, Pomposo. Mire lo que le digo: si consigue controlar el tema, téngalo por seguro que voy a condecorarlo en el pleno.

El jefe de protocolo sabía que lo que le decía correspondía al calentón que llevaba dentro y una vez hubiese conseguido su objetivo —el de seducir a la mujer que le esperaba en la fuente fumándose un pitillo— entraría en la amnesia total. Porque sus palabras, sin una prueba fehaciente o comisión oculta y corrupta, se las acababa llevando el viento.

—Perdone que insista, señor alcalde. Con todos mis respetos, esto necesita de una voz con autoridad y sólo usted la tiene.

El alcalde, que vigilaba a la chica y vio como ésta empezaba a sonreír y a hablar con un desconocido, se metió la mano al bolsillo y rápidamente extrajo del fajo de billetes que guardaba dos de quinientos; extendió la mano y haciendo un ademán de despedida se los pasó escondidos diciéndole: «Confío absolutamente en usted, Pomposo. No me defraude; haga lo que tenga que hacer que yo le daré el visto bueno y lo que le prometí va a misa. Ahora, manos a la obra y déjeme en paz».

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