Read Memorias de un sinverguenza de siete suelas Online

Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Memorias de un sinverguenza de siete suelas (19 page)

Al ver todo aquello, y ayudado por el jefe de protocolo y los guardias, el alcalde decidió interrumpir el desfile de los asistentes y se acercó un momento al féretro.

—Qué regalo me has dejado, maldito sinvergüenza. Ni con todo el dinero que aportaste a mi campaña electoral me podrías pagar el que esté aquí. Y ahora, dime… ¿qué quieres que haga? ¿Los echo a todos de tu casa? ¿Qué hago con la loca de tu mujer? ¿La encierro en un manicomio? ¿Doy por finalizado el espectáculo?

Capítulo 45

No sé qué hago aquí, metida en medio de esta algarabía tan grotesca.

¿En qué se ha convertido todo? Lo que está sucediendo en esta casa es algo vergonzoso. Me gustaría huir pero no puedo, pues lo que más he amado en mi vida se encuentra encerrado en esa caja y ya no volveré a verlo nunca más.

¿Cómo coger las riendas y ordenar a toda esa estúpida gente que no tiene ni idea de lo que es sentir, que me dejen sola con mi Francisco?

No entiendo cómo, conociéndolo y sabiendo su verdadero fondo, diseñó este final tan excéntrico. Cómo decidió que su último día no lo pasáramos los dos solos. Era lo que nuestro amor perdido se merecía. Por lo menos eso; casi nada. Aunque ya no estuviera vivo, lo habría acompañado en silencio… en un silencio enamorado. ¿Por qué no dejó por escrito —como dejó por escrito toda esta ceremonia ridícula— que su último día lo pasáramos en el lugar donde compartimos nuestra única tarde? Tras lo vivido, a mí no me hubiera importado encerrarme con él a cal y canto hasta que la muerte hubiese llegado a buscarnos. Poner un letrero que dijera: «Prohibido el paso», «No molestar»… o un «
Do not disturb
» —como los letreros que cuelgan en las habitaciones de los hoteles y que al verlos siempre me generaron tanta envidia porque imaginaba que dentro estaría una pareja amándose—. Un «Dejadnos en paz, nos estamos amando»… Olvido que no le dio tiempo. ¿Cómo iba a imaginar mi pobre Francisco que la noche de nuestro encuentro iba a morir?

Que nadie se crea que porque lo he amado hasta el final —a pesar de que sus comportamientos dejaran tanto que desear—, he sido una pobre estúpida. ¡No! Puede que al principio lo maldijera con todas mis fuerzas, como cuando decidió casarse con Morgana y restregarme por la cara su valía, pero pronto entendí que se trataba de su dignidad herida. En aquella carta, la última y única, la que ahora lleva guardada en su pecho, estaba su alma abierta y rota; aunque cuando la escribió era todavía un niño, lo que decía llevaba el sentimiento de un adulto, la certeza de su dolor y de su muerte en vida. Y es que los hombres también sienten; ése es un territorio común que nos pertenece a todos por igual, sin exclusividad de género.

Luchaba consigo mismo para sobrevivir, como todos. Quizá su vida se convirtiera en un delirio. ¡La existencia a veces es muy difícil! Sus días se vieron arrastrados por sus debilidades, que pronto convirtió en fortalezas de papel; un castillo de naipes que aguantó haciendo equilibrios.

¡Los seres humanos somos tan complejos!

Estaba más solo que un eremita en el desierto; solo, con sus frustraciones y sus complejos y sus ansias y sus agujeros negros… túneles sin salida que rellenaba con oropeles estúpidos. El resto son añadiduras y palabrerías de los que lo conocían por encima. Porque la gran verdad, la única, es la que se esconde debajo de todo y casi nadie puede ver… sólo quienes realmente sienten compasión por el ser amado. Y yo la tuve por él; una inmensa compasión y comprensión. Ése es el verdadero amor. De ello me enorgullezco.

No sé si haya valido la pena, pero desde luego Francisco y yo estuvimos enfermos de amor toda la vida. Aunque se hiciera famoso y su nombre apareciera en todas partes y fuera amado entre comillas por unos y odiado con alevosía por otros; aunque hubiese repartido su cuerpo entre tantas y tantas, siempre supe que me amaba y que en su vida era la única. Llegó un momento en que mi amor por él aprendió a sobrevolar todas sus equivocaciones. Porque en el fondo yo sabía que era un niño triste y solitario que quería parecer un adulto alegre y admirado por muchos.

Sí, he sido la única que nunca le pidió nada, la única que entendió su naturaleza y su dolor. Después de leer su carta supe que su verdadera esencia quedaría escondida para siempre en el último rincón de su corazón.

No sé si es que soy demasiado buena, pero al ver a Morgana dando este espectáculo he sentido pena. Y eso que siempre me hizo la vida imposible —en un brazo conservo la marca de sus dientes, de aquellos mordiscos que me dio cuando yo era un bebé—. Pero nunca me ha gustado ver sufrir a nadie. He preferido mi sufrimiento antes que el de los demás. Y no me considero masoquista ni nada por el estilo.

No la odio… pero no puedo decir que la quiera. ¡Faltaría más! En realidad, si lo analizo fríamente, lo que verdaderamente siento es lástima; una infinita lástima de verla tan perdida. Y aunque parezca increíble nunca tuve celos de ella. Porque ése es un sentimiento que jamás me gustó; te destruye, es algo miserable que está ligado a tu ego y orgullo. Y al final, con el paso de los años lo único que queda dentro de ti es tu propia paz; la que te has fabricado tú con lo que tienes. Como cuando abres la nevera a última hora de la noche de un domingo aburrido —cuando los supermercados están cerrados y tienes hambre—, y miras lo que hay en el congelador, en la gaveta de las verduras, en los frascos de condimentos y con todo aquello inventas la mejor receta.

Afirmo que seguramente habría podido cocinar un plato exquisito, pero los ingredientes que necesitaba no podía adquirirlos. Y aunque fantaseaba, el plato con el que me alimenté, sin que me gustara me sirvió para no morir de hambre. Y sí, lo tenía todo: de cara afuera y visto por los que no estaban en mi piel. Es tan fácil criticar cuando lo que criticas no te concierne. Eso me lo decían mis padres y también los que no entendían que sin amor verdadero la vida se hace muy cuesta arriba. Muchas, según los que opinan sin meterse en la piel, habrían querido «llorar» con mis ojos.

No lo supe conseguir.

Asumí que tenía que cargar con todo esto porque mi debilidad y mi educación eran más fuertes que yo. Al reconocer mi debilidad, aquello de lo que no era capaz, pude seguir viviendo. Creo que una de las cosas que me salvó de morir de tristeza fue aceptarlo. Acabé víctima de mi circunstancia; como la mayoría de los mortales. Hace falta asumir la falta de fuerza para vivir contra la propia naturaleza. Y aceptar la debilidad, aunque parezca paradójico también es una forma de valentía. Uno acaba viviendo… como puede; pocas, muy pocas veces, como quiere.

Y eso es todo… casi nada.

Me comporté como una sonámbula que caminaba por la vida sin verla, y tuve hijos —«creced y multiplicaos»— y reí (la mayoría de las veces eran carcajadas mentirosas de las que lanzan en los programas de televisión que se suponen divertidos), y arrastré mi tartamudez luchando contra ella hasta que me hice su amiga y la acepté como si fuera mi brazo o mi pierna, y cuando lo hice, como por arte de magia desapareció.

Cuidé de mi marido y de mis hijos de manera intachable, para que nadie tuviera que decir nada de mí. Día a día, año tras año… hasta que de repente me encontré por encima de mi dolor y mi desesperación y me volví indiferente. Todo lo que pasaba a mi alrededor resbalaba, como las gotas de lluvia que de pequeña observaba tras el cristal de mi ventana. Y acabé mirando mi vida no como si fuese la mía, sino como si fuese la de alguien que hubiera visto en alguna película o leído en algún libro. Observándola desde fuera sin que nada me afectara. Al fin y al cabo, lo que para mí había significado todo, para los demás sólo era un simple comentario sin importancia.

Entonces supe que había crecido.

Ahora estoy aquí, Beltrán abraza a su hermana, que ha decidido montar aquel número de pirotecnia con sus fotos y sus diarios. Sus hijos, pobrecitos, tratan de entender esa acción. Y yo, cansada de ver todo aquello y sin poder decir nada, me desplazo hasta el lugar donde se halla el cuerpo de Francisco. Cuando llego, me encuentro con una vieja cara conocida. [No sabía que aquel pobre hombre aún vivía.] Es el duque de Merlot, que arrastra su enjuto y deteriorado cuerpo apoyándose en un aristocrático bastón con empuñadura de plata. Su rostro consumido por el alcohol y la soledad es una caricatura de lo que fue. A pesar de su aparente debilidad física, su voz es fuerte y logra por un momento que el salón se quede en absoluto silencio.

—Aquí están las pruebas —dice blandiendo unos viejos documentos que lleva en la mano—. Este hijo de la gran…

Circunstancio Pomposo sale al quite y lo detiene.

—Lo siento, señor duque. Perdóneme; no puede pasar. Estamos tratando de resolver un contratiempo. Por favor, manténgase a la espera. Le aseguro que cuando hayamos resuelto el problema usted es el primero.

El duque de Merlot, que está cansado y no tiene muchas fuerzas, pide que le dejen sentarse, y el jefe de protocolo, que le conoce de otros tiempos, siente compasión; lo acompaña y ayuda a sentarse, le hace servir un whisky y lo entretiene mientras los bomberos pasan y extinguen las llamas.

—No se preocupe —dice Merlot—. Puedo esperar; a esta edad la prisa ya dejó de ser importante, Pomposo. Para la venganza siempre hay tiempo. He vivido muchos años soñando con este momento. Este engendro ya me jodió la vida. No va de diez minutos. Ojalá pudiera contemplar su descomposición delante de mis ojos. Valdría la pena haber vivido sólo para ello.

Capítulo 46

No esperaba verte por aquí, mi querido duque. Me honras con tu presencia; has de perdonar que no me incline ante ti, pero mi posición actual me lo impide. Pensé que ya habías desaparecido de la faz de la Tierra. Por ley de vida te tocaba morir a ti antes. Pero la muerte es así de cabrona. ¿Por qué vienes a aparecer ahora, si han pasado más de… déjame hacer cuentas… treinta años?

Yo no tengo la culpa de tu torpeza supina. ¿O es que ahora me va a tocar a mí asumir tu ingenuidad? Lo primero que un ser humano debe aprender en la vida es a desconfiar… desconfiar de todo. Si eso no te lo enseñaron tus nobles padres, yo, un pobre diablo venido del estiércol de la vida, ¿iba a tener que enseñártelo? ¡Por favor! Tenías que haber desarrollado unas escamas de acero, es lo que hay que hacer para sobrevivir en este mundo de hienas. Cada uno debe asumir sus equivocaciones. Y desde luego, te equivocaste; asúmelo de una vez y no te tortures más.

Todo ha sido culpa tuya. ¿Cómo te metiste con aquella furcia?

Sí, estoy de acuerdo contigo en que era una diosa; su cuerpo escultural era para morirse de gozo y caer rendido a sus pies. Pero ¿creer que estaba enamorada de ti? ¡Qué ingenuidad! Más que llamarte duque de Merlot deberías haber llevado el título de duque de Los Inocentes. Tenías que estar muy necesitado, hombre. ¿Cómo creíste que te podía querer una ramera de semejante envergadura? Apuesto a que te decía que te amaba con locura. Es lo que dicen todas cuando quieren conseguir algo; y ella sabía que estabas forradito de joyas. Ese tipo de mujeres bailan por los diamantes como los perros por la comida. Tarde o temprano tu torpeza te iba a pasar factura. Hay que asumir las edades, mi pobre duque. Lo dice la Biblia: «Hay un momento para sembrar y hay otro para cosechar»… en resumen, que existe un momento para todo y a ti ya no te tocaba esa escultura. Haberte buscado a alguien de tu edad… pero las carnes viejas cuestan de masticar, ¿verdad?

Ella fue la culpable de todo, no yo. Si a alguien tienes que pedirle cuentas es a tu «amada» (en este momento vete a saber dónde diablos está; a lo mejor su apetitoso cuerpo ya está agrio y no da para expoliar a nadie). La última vez que supe de ella se había ido a París con un viudo a quien esperaba sacarle sus fincas; el problema era que el viejo tenía hijos y lo de quitárselos de encima lo tenía muy peliagudo. No sé en qué paró todo aquello.

Volviendo a nuestro tema, lo único que hice en aquel entonces —porque las oportunidades las pintan calvas— fue enterarme de lo que tenías y de tus agujeros financieros que, sin ánimo de ofender, eran muchos. Jajaja… parecías un queso gruyère. Quise rellenarlos, como un buen samaritano… ya ves. Como si fuera un ingeniero de caminos. Y ella, casi sin hacer ningún esfuerzo —simplemente complaciéndola y dándole los orgasmos que tu decrepitud no podía ofrecerle—, me lo fue soltando todo, con pelos y señales. Así me enteré de que estabas hundido y de que tus bodegas se encontraban al borde de la quiebra. En realidad deberías estar orgulloso de que todavía existan tus vinos… bueno, a lo mejor te molesta que no lleven tu nombre. ¿No pretenderías que siguieran portando la etiqueta de «Gran Duque de Merlot» siendo yo el que los rescató de su desaparición? Piensa que me tocó invertir muchísimo para sacarlos a flote —porque aquello lo tenías muy abandonado—. Ahora las cepas están muy bien regadas y valoradas, y han crecido como no te imaginas. Los que fueran tus vinos ya están implantados en todo el mundo con la etiqueta «Gran Marqués de Al Lives de los Gazules» y se venden a precio de oro. Como diría mi madre, «las cosas no son del que son, sino del que las necesita», y en ese momento para mí era muy importante poseer unas bodegas de vinos. Me servían para reforzar mi estatus, entiéndelo.

¿Quién debía asumir tu afición al alcohol? ¿Acaso tengo yo la culpa de que estuvieras absolutamente perdido cuando me cediste las bodegas?

Mira que insistí en que leyeras muy bien lo que te daba a firmar, pero ¡estabas tan borracho! Cuando uno va a estampar su nombre en un papel tiene que hacerlo sobrio. ¿No te lo enseñaron tus padres? ¡Es casi de parvulario! Te pasé las tres copias y creíste que todas eran iguales. Hay que ser iluso; no me conocías tanto como para confiar de esa manera.

En la primera copia estaba todo muy correcto, tú te quedabas con el cincuenta y uno por ciento de la compañía y yo con el cuarenta y nueve. Seguías con el mando de todo y con la mayoría de las acciones. Mi aportación era sólo monetaria, ninguna intervención, sencillamente iba a sufragar tu falta de liquidez sin exigirte nada (ya me dirás si yo iba a aceptar tremenda estupidez). Pero en la segunda y tercera copia me cedías la sociedad, las bodegas, los
stocks
, y además adquirías el serio compromiso de sanear la empresa y entregármela impoluta. ¡Y firmaste las tres! Es el típico timo de los principiantes, hombre.

¿Y qué pretendes trayendo esos papeles ahora, cuando lo primero que hice fue deshacerme de la primera copia? ¿Crees que alguien te hará caso estando tu rúbrica refrendada con tu noble sello? (Por cierto, recuerdo que haciendo alarde de tu título, te lo sacaste del bolsillo y me lo restregaste por la cara para que me diera cuenta de que tú eras más que yo). ¿Piensas que mi «adorada y dulce» esposa va a creer lo que le cuentes? ¿Qué podrás conseguir lo que hace tiempo perdiste? No tienes ni idea de con quién te enfrentas. Esa mujer es lo peor que te puedes encontrar: ¡una víbora! Ni siquiera yo, siendo tan listo, pude bajar la guardia nunca.

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