Memorias de un sinverguenza de siete suelas (17 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Aquel betún nunca pudo ser borrado.

Nos lo encontramos desnudo, acurrucado en el último rincón de un cuarto oscuro —donde mi madre acumulaba las basuras que recibía de los ricos y no se atrevía a tirar— con la cabeza sumergida en una greda negra con olor a piel abrillantada.

Y ésa fue mi familia.

Arrastré la miseria de pertenecer a ella —mi fehaciente verdad—, escondiéndola con tremendo esfuerzo en la nebulosa de la negación por miedo a perder lo conseguido —mi fehaciente mentira— y que el mundo me rechazara.

¡Qué descanso!

Ahora mi silencio otorga. Jamás había saboreado un mutismo más delicioso. Ahora puedo decir, sin presumir, que me he convertido en un cadáver exquisito. ¡Sí, es el momento del banquete, amigos! Ahora podéis comerme.

Os lo digo a vosotros, ¡cuervos!

Que nadie se crea que al final del trayecto se encuentra la paz. Es sólo un espejismo que dura eso, lo que un espejismo. En este duermevela de muerto tengo mis pesadillas, pero me las aguanto porque soy un valiente: Francisco Valiente. Y los valientes se demuestran siéndolo.

Me voy ungido de mundo. A decir verdad, en líneas generales hice a conciencia todo lo que creí, menos matar a mi animal violento, quien también fue mi salvador. Hay pasiones que pasan por tu vida como una hoguera escondida. Un fuego ardiente que se hace el muerto para no perturbar. Ése también soy yo. Un demonio y un ángel, los dos ¡¡¡a mucha honra!!!

Si habéis de comerme, os pido, por favor, saboread mi jugosa carne… y mis huesos. Los dos, huesos y carne, soy yo.

Capítulo 41

—¡Qué maravilla! Hoy es uno de los días más felices de mi vida, mi amor —me dijo Beltrán tras oír el discurso de su padre, y me abrazó—. ¿Te imaginas casarnos los cuatro el mismo día?

Claro que me lo imaginaba y no podía soportarlo. Sin embargo, puse todo mi empeño en que no se me notara. Me mordí la lengua para detener lo que pudiera emitir mi garganta. Miré a Morgana y me sonrió con esa mueca falsa que yo conocía de memoria.

—No le importará que compartamos juntos este día, ¿verdad Alma? —me preguntó Francisco haciéndose el educado, pero yo sabía que detrás de esa frase estaba la alargada sombra de su cinismo.

—¿Por qué no tuteas a mi novia, Francisco?

—No sé si ella quiera —contestó él, clavándome sus ojos con ese fondo amarillo azufrado—. ¿Quieres?

Me quedé en un silencio largo, tratando de ordenar las letras para construir la frase adecuada… a… b… c… d… e… f… g… h… el abecedario desfilaba en mi hermética boca; cada letra que mi lengua trataba de atrapar huía garganta abajo y desaparecía ahogada en mi estómago, pero no salió nada y finalmente acabé asintiendo con la cabeza, porque el miedo a tartamudear me había robado las palabras.

—Claro que quieres, ¿verdad cariño? —contestó Beltrán saliendo a mi rescate—. ¡Es que la noticia es magnífica! Tanto que nos hemos quedado sin palabras. No sólo no nos importa en absoluto que nos vayamos a casar el mismo día; es la mejor idea que habéis tenido. —Beltrán se acercó y besó mi frente—. Estamos tan felices como no os imagináis. Precisamente antes de que llegarais lo comentábamos. Hemos de hablar de los preparativos; os llevamos cierta ventaja… —Sonrió guiñándole el ojo a su hermana—. Y desde luego, podéis contar con nosotros. Sugiero que se pongan de acuerdo las mujeres.

Miré al demonio de Morgana que acariciaba el pelo de Francisco mientras con su boca me decía sin voz (para que yo lo leyera en sus labios): TARTAMUDA.

De soslayo observé a Beltrán, buscando descubrir si había presenciado lo que ella me acababa de decir, pero se había girado y saludaba con un gesto a un conocido.

—¿Qué tal si cenamos mañana los cuatro y lo hablamos? —dijo Francisco, mirándome sin verme—. ¿Te parece, Alma?

—Así está mejor —apuntó Beltrán al ver que su amigo me tuteaba—. Ya era hora. Muy pronto seréis como hermanos.

En la mesa de al lado, un hombre movía una gran copa balón y daba explicaciones a los invitados que compartían mantel sobre las características del vino que acababa de servirle el
sommelier
.

Morgana se dio cuenta de la ceremonia de cata, se colgó del brazo de su prometido y le dijo.

—Ven, cariño, quiero presentarte al duque de Merlot; tiene las bodegas de vinos más exquisitos que te puedas imaginar. Sólo sus más allegados pueden paladearlos.

Me quedé junto a Beltrán, estacionada como un árbol seco que ve pasar el río del que hace tiempo dejó de beber. Como si estuviera en la otra orilla de la vida, donde permanecen los observadores que llegaron tarde a la repartición de papeles de esa ridícula obra de teatro llamada existencia. Convertida en el perfecto relleno que cubriría los agujeros del primer acto, del segundo y…

—¿Te pasa algo, amor? ¿Me escuchas? Te preguntaba qué día quieres que quedemos con Francisco y Morgana… —Pero la voz de Beltrán me confirmó muy a mi pesar que hacía parte del guión, y aunque no quisiera actuar era hora de salir al escenario. Miré mi agenda y le di dos fechas, al tiempo que observaba de lejos cómo los dedos de Francisco se deslizaban sutilmente por la espalda desnuda de la enigmática mujer que acompañaba al duque de Merlot. Nadie pareció darse cuenta y menos Morgana, quien ajena a lo que hacía la mano derecha de su flamante novio permaneció colgada de su brazo izquierdo.

Mientras Francisco entablaba con el duque una amena conversación sobre las virtudes del vino y sus dedos continuaban bajando suavemente por la columna de la mujer como si estuviera tocando un arpa, ella giró su mano y depositó algo en la de él.

Más tarde, aprovechando que su novia se divertía escuchando al duque y que el grupo había entrado en el juego de cata que él había iniciado, lo vi escabullirse. Caminaba sigiloso entre las sombras de las jacarandas florecidas, mirando continuamente hacia atrás como si temiera ser observado o seguido por alguien. Sobre el ocre atardecer rayado de luna, la silueta de su cuerpo se recortaba nítida —sombra china de un lobo al acecho—. Acababa de tomar el camino que conducía al invernadero, donde la madre de Morgana cultivaba orquídeas traídas de todo el mundo; un lugar mágico que yo conocía de memoria por ser el sitio perfecto donde me escondía cuando jugaba con Morgana.

A lo lejos, entre las lágrimas de humedad vegetal que se deslizaban por las paredes acristaladas y aquella atmósfera verde en permanente floración, me pareció ver un cuerpo de mujer. Intrigada y simulando que iba a por una copa, me separé de Beltrán y tomé el atajo secreto que me llevaba al lugar. Me descalcé y caminé sobre la húmeda alfombra de flores caídas, procurando hacer el menor ruido posible, hasta que mi visión fue clara. Pegué mi cara al cristal, tapé mi boca —porque sabía que si no lo hacía, de un momento a otro mi corazón saldría desbocado— y me dediqué a observar. Un cuerpo de mujer se paseaba altivo entre pasillos cuajados de medallones de exóticas y lujuriosas orquídeas a cual más bella. Sus dedos ingrávidos acariciaban los pistilos de las flores que al sentirse acariciadas lanzaban sutiles y femeninos quejidos.

Era la hermosa acompañante del duque quien esperaba a Francisco. Salvo por los zapatos y la copa que sostenía en una de sus manos, la mujer estaba completamente desnuda.

Capítulo 42

Era bella hasta el dolor…

Sí, hasta las lágrimas; aunque dentro no había nada. Una apetitosa manzana de las que exhiben los supermercados americanos; la que compras por creerla jugosa y cuando la muerdes no sabe a nada.

Al verla como Dios la había traído al mundo —vestida sólo con aquellos zapatos de tacón de aguja—, y saber que en pocos minutos la tendría entre mis brazos, me dieron ganas de llorar. Ya sabéis que a mí la estética y la belleza me perdían.

Pero yo no la buscaba para amarla, porque para eso ya tenía a Alma. Además, estaba a punto de casarme con Morgana que, aunque nadie lo sabía salvo los padres y nosotros, iba a darme mi primer hijo. Aquí entre nos, todo por su culpa; por haber olvidado tomar por segunda vez la bendita píldora en plena ovulación. Ya no había manera de volverla a enviar a Londres para que se deshiciera del segundo error. ¡Qué remedio!

¿Que cómo se me ocurrió? Pues porque vivía de estar alerta, observar y practicar… y al final, uno acaba diplomándose.

Me había convertido en el gran cazador de oportunidades; un sobreviviente bendecido por los dioses. Sencillamente tuve la intuición de que podría utilizarla para obtener información en mi provecho —aclaro que en eso siempre he sido el más rápido—. Y es que cuando oí al duque hablar del sagrado culto del vino y de su refinada liturgia, y ser consciente de que todos babeaban con la historia y de que con ello el hombre me arrebataba de un tajo el protagonismo, me entró una envidia terrible y unas ganas desaforadas de poseer uno de sus bienes; o por pura gula todos, incluyendo a la rubia. Ya antes la había visto en aquel club que quedaba en el cruce de la avenida de Jerez con La Palmera —donde encontrabas verdaderas diosas del sexo—, y me había gustado. Sabía que estaba con aquel hombre sólo por interés, pues Merlot le llevaba más de treinta años. El viejo, un solterón empedernido que tenía en su haber las magníficas joyas heredadas de su madre y se encontraba perdidamente enamorado de la chica, le iba soltando quincenalmente y de a poquitos la valiosa pedrería a cambio de sus desganados favores. Mentiras que se quería creer el pobre en sus flojas sobredosis sexuales, porque le servían para llenarse el buche de orgullo varonil.

Y yo, que a esas alturas y a pesar de tener tan sólo veinticinco años sabía latín, supe reconocer que sería una presa fácil para mis fines.

Quise informarme de la manera que siempre me daba el mejor resultado: seduciendo. ¡Qué culpa tenía yo de que las mujeres fueran tan tontas y se lo creyeran! Disfrutaba como no os lo podéis imaginar, y por supuesto ellas también. Y además, de regalo, me beneficiaba, pues en el postcoito, cuando ya habían vivido dos, tres y cuatro orgasmos y languidecían de suspiros entre mis brazos —suplicando que no las tocara cuando yo sabía que querían más—, me empeñaba en volver a complacerlas y en ese sometimiento dolorosamente dulce me lo confesaban todo con una facilidad asombrosa.

Así me enteré de que el célebre duque, por muchas bodegas, pedigrí, título y vinos exquisitos que tuviera, iba literalmente arruinado. Que de liquidez sólo poseía lo que contenían sus preciadas botellas, porque de deudas estaba hasta el cuello.

Y en segundos planeé arruinarlo y quedarme con todo, en el instante mismo en que acariciaba la punta de su clítoris con una
Falophidedum
, la más sexual de todas las orquídeas —un exótico híbrido originario de Asia central y regalado a mi suegra en una de mis febriles tardes amatorias—, que tenía un largo y suave pistilo con una especie de boca en el extremo que, al contacto con la piel, dejaba caer unas gotas afrodisíacas que llevaban al éxtasis.

(Imaginaos su cuerpo desmadejado, a mi merced; su aorta palpitando en su cuello… Mis dedos abriendo los labios de su sexo… Su respiración agitada, expectante… El roce del pistilo entrando despacio, liberando aquellas lágrimas y, de repente, de un solo gesto, coronando el fondo… sus quejidos y suspiros amarrados a una voz entrecortada que pide más y más, mientras sus pupilas se dilatan hasta ocupar los iris y su mirada se pierde porque de un momento a otro ha dejado de ser mujer para convertirse en una gata en celo).

Y vuelta a empezar, pero hablando.

Cuanta más información me daba, más orgasmos le prodigaba. De tanto sentir, las puntas de sus senos se habían convertido en dos pequeñas y brillantes piedras, diamantes que mis dientes mordían con hambre, sabiendo que con ello las bodegas más temprano que tarde serían mías.

Regué su pubis con el mejor vino de su duque, el más refinado y exquisito, y me bebí a sorbos largos su sexo saboreando, más que su placer, mi triunfo. Y la poseí con una endemoniada fuerza, como queriendo perforarle el alma hasta que su piel blanca, templada de deseo, se convirtió en mi trofeo. Entonces me derramé ebrio de triunfo. Sintiéndome aplaudido por un ejército de manos, reverenciado por los más ilustres. Rodeado de desconocidos que inclinaron su cuerpo ante mí.

Yo, Francisco Valiente, marqués de Al Lives de los Gazules, sería en breve el dueño de los vinos Gran Duque de Merlot.

Capítulo 43

Del odio se aprende mucho y rápido; quizá mucho más que del amor. Lo malo es que esté proscrito. Es un tipo de sentimiento que no puedes compartir con nadie por considerársele algo oscuro y rastrero que se adentra en el mundo de las bajas pasiones. Quienes lo sentimos quedamos condenados al infierno. Por eso decidí que no haría partícipe a nadie —a no ser que fuese estrictamente necesario— de mi odio a Francisco y me convertí, siguiendo las instrucciones de Maquiavelo, en una farsante.

«Es de gran importancia disfrazar las propias inclinaciones y desempeñar bien el papel de hipócrita».

Mi odio lo supe administrar muy bien, tanto que en nuestro selecto círculo de amigos estábamos considerados una pareja ejemplar.

No pensaba envenenarlo, la verdad es que no se me hubiese ocurrido semejante locura de no haber sido por aquel libro. Nunca he pensado que las casualidades sean sólo eso, «casualidades», ni que vengan porque sí. Mi intuición es algo muy serio. A veces me considero medio bruja, pues hechos que he presentido luego han sucedido. (Claro que en lo que a mí concierne he tenido mi sexto sentido enfermo de narcolepsia, ya que de haberlo tenido sano muchas de las cosas que he vivido a lo largo de mi existencia me las habría ahorrado).

No puedo negar que deseara su muerte como una simple liberación, pero Apollinaire hablaba de los venenos de forma tan normal —como si éstos fueran el elixir de la vida— que empecé a admirar a Lucrecia de un modo obsesivo y a restarle importancia al hecho de matar, pues al hacerlo de esta manera tan… como diría… sí, tan romántica, era como si no lo matara.

Incluso durante la lectura de los Borgia acabé viajando a Florencia, donde permanecí varias semanas hasta convertirme en una verdadera experta en pócimas malditas. Indagué e indagué hasta dar con la persona que me convertiría en lo que hoy me considero: la gran maga de los brebajes. Descubrí en Borgo Allegri un local clandestino regentado por una gentil anciana de apariencia inofensiva, enana y contrahecha, que se hacía pasar por descendiente de los Borgia y se la consideraba la papisa de los venenos, quien además de tener un decadente salón que te hacía viajar en el tiempo, lleno de cuadros exquisitamente pintados de Lucrecia y sus asesinados, recibía a chiflados que probaban sus brebajes por el solo placer de excitarse y vivir al filo de la muerte. Y algunos morían, pero como venían por su propio deseo y lo que bebían tardaba algunas horas en hacer su efecto —ya que hasta eso estaba perfectamente planeado—, caían fulminados en sus casas sin que nadie pudiera rastrear el origen del deceso.

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