Memorias de un sinverguenza de siete suelas (5 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, #Romántico

Quise tener el TODO, así, con mayúsculas, y al final entendí que no existen los extremos. El todo y la nada son intangibles muy relativos. Al final de los finales aprendes a quedarte en el «quieroynopuedo», que también tiene su salida. Es el camino del medio, el del «pioresnada», que según se mire puede llegar a ser un mucho. Y mi medio era estar cerca de ti; saber qué hacías, lo buena madre que eras, lo conciliadora que podías ser cuando había una discusión familiar.

¿Crees que no me di cuenta de las veces que llegaste a defenderme cuando todos se lanzaban contra mí? Fuiste la única persona que puso la mano en el fuego cuando me tildaron de estafador. La única que me fue a visitar a la cárcel cuando me tomaron preso; eso no se me olvidará jamás. Cuando estás en las malas, en lo peor de tu vida, es cuando te das cuenta realmente de quién es tu amigo, de a quién le importas. Aquellos meses fueron decisivos para mí. Sé a ciencia cierta que toda Sevilla conspiró en mi contra. Todos, incluso los que hoy se pasean por aquí con sus pañuelos perfumados y sus lágrimas de cocodrilo, pasaron por las caricias de mi bolsillo. A todos los compré con mis tretas estudiadas…

¡¡¡Ufff, qué cansancio me produce esta quietud, por Dios!!!

Capítulo 12

Me sentía solo. ¿Verdad que puede sonar ridículo? Pero es así como me sentía. Ni los que se creen muy inteligentes, ni los más idiotas podrían entenderlo. Sólo los que se sitúan en el punto medio —como están la mayoría de los mortales— lo saben.

Mi soledad era como un ave de rapiña que se mantenía al acecho, agazapada en mi corazón. Una especie de enfermedad que me llevaba a enfermarme más, pues su remedio consistía en buscar compañías que no conducían más que a buscar compañías y compañías y compañías: un pozo negro sin fondo. El problema de la soledad es que hay muchas maneras de enfrentarla. Unos deciden permanecer en la oscuridad rumiando sus vacíos, y otros, como yo, eligen superarla pagando ya sea con dinero o con labia a desconocidas de cama fácil. El alcohol, la noche y la mentira son el escenario. Después, llega la mañana a estropearlo todo. Nada es lo que parece. Te vas con ese regusto a haber metido la pata hasta el fondo. Con ese fibrilar del corazón, esa taquicardia obtusa que te va marcando que la jodiste, que no te ha servido de nada trasnochar, ni follar, ni hacerte el romántico, ni jugar al feliz. Que sigues arrastrando la puta soledad como un grillete cerrado cuya llave se perdió en la esquina del «nunca jamás».

Mi vida se malogró el día en que dejaste de pasar por el Parque, Alma. En ese momento me di cuenta de que todo había cambiado; de que algo se interponía de verdad entre los dos y que, inevitablemente, sería un desgraciado para siempre.

Yo te había ido siguiendo sin que te dieras cuenta y sabía a ciencia cierta dónde vivías. Sobra decirte que a mi edad, visto cómo sobrevivíamos mi familia y yo, aquella casa me pareció un sueño imposible; un palacio como los que solían aparecer en los cuentos de las mil y una noches. Una casa que ocupaba nada menos que una manzana: ¡una manzana!, lo que en mi barrio ocupaban veinte o treinta, ni siquiera adosadas: ¡hacinadas!

Una mansión donde podían vivir no una familia, sino cien. Había gastado tardes enteras observando tus quehaceres. Cómo llegabas, quién salía presto a recibirte. Conocía perfectamente a los tuyos de verlos cada día entrar y salir. Deduje quiénes eran: padres, primos, amigos, criadas, y lo que cada uno podía significar para ti. A todos los envidiaba porque podían convivir contigo o compartir tus momentos. Podían tocarte y besarte; verte reír o comer; bostezar, estornudar y dormir.

Imaginé y comprobé con mis propios ojos la rutina de cualquier casa donde el dinero abunda. Y no dejaba de comparar. Lo que tú tenías y yo no. Pero no sentía rabia ni envidia; era curioso. Creía que te lo merecías, porque eras una princesa, mi princesa.

Mientras en la tuya todo era derroche (las basuras que escarbaba a hurtadillas así me lo confirmaban), en la mía, en cambio, era ahorro.

La rutina vuestra era el despilfarro por puro aburrimiento y gula: panes a mediomorder, tortillas, jamones (patas de las que mi madre habría hecho las sopas más extraordinarias), latas de manjares que yo nunca había probado (como melocotones en almíbar) tiradas sin abrir. La nuestra, la creábamos cada día, improvisando según las existencias. ¿Que no había comida? Pues cambio de rutina: a buscar cómo y dónde conseguirla. Pidiéndola, robándola o, en caso extremo, lavando ollas y cacharros a cambio de un plato de lentejas. ¿Que los pies crecían? Pues para eso existían las cuchillas de afeitar que recogíamos en las basuras de los que tenían. Con ellas se les hacía cirugía de alto voltaje a los zapatos; en esto mi madre era una experta. Colocaba los zapatos en cuestión sobre la horma de hierro de la caja de embolar con la que mi padre sacaba brillo a los zapatos de otros y con precisión de cirujana extirpaba sus punteras. Al ponérnoslos de nuevo mis hermanos y yo sentíamos que estrenábamos calzado. Los dedos quedaban liberados del yugo. Aunque en invierno sufriéramos los rigurosos helajes, al final preferíamos esa fría libertad al calor oprimido.

Pero no quiero irme por las ramas. La historia es larga y tendida, tan tendida como tendido me encuentro hoy.

¿Os había dicho que nunca quise ser malo? ¿Quién en la vida, sabiendo que puede ser feliz siendo bueno, opta por volverse un maleante? Señoras y señores, pensad por un instante… Eso es: habéis acertado… ¡un imbécil! Sólo un tonto de capirote podría creer que haciendo el mal lograría alcanzar la gloria absoluta sin efectos secundarios. Y heme aquí, que no sólo lo creí sino que, para más inri, me vanaglorié de haberlo conseguido. El problema es que de todo esto me vine a dar cuenta hace apenas unas horas. Mientras me vestían y acicalaban para la última «fiesta».

Capítulo 13

El tiempo que se va, no vuelve. Sin embargo, porque soy terca de nacimiento y porque en el fondo debo ser una estúpida masoquista, escarbo con desesperación en el baúl de mis recuerdos tratando de encontrar los instantes que me llevaron a amar con tan enfermiza obstinación al repugnante de mí marido. Pero sólo me aparecen los hechos que me impulsaron a aborrecerlo, lo cual ratifica el dicho de que del amor al odio sólo hay un paso.

Nunca en mi juventud creí que dentro de mí pudiera llegar a almacenar tanto desprecio por el hombre que convertí, por obra y gracia de mi absoluta ingenuidad y —también tengo que decirlo, por una metida de pata—, en el padre de mis hijos. Pero así es la vida: aunque estés convencida de que tú eres quien ha elegido cómo vivirla, los hechos pueden terminar arrastrándote al lodo, haciéndote tomar dos tazas del potingue que tanto desprecias. Acabas víctima de tu propio invento.

¡Jamás de los jamases me pasó por la mente que el odio fuera tan esclavizante! Porque siempre que hablas de él, lo haces de forma banal: «odio el ruido, odio la vulgaridad, odio el color amarillo, odio tener que madrugar…». Odio, odio, odio. Utilizas la mágica palabrita para que tus amigos entiendan que hay hábitos que no vas a vestir en tu puñetera vida. Pero odio, lo que se llama odio de verdad, es peor que la muerte, pues tiene la habilidad de matarte dejándote viva. Tu odio es tu propio asesino; un parásito hambriento creado por ti del que no puedes huir. Te acompaña todos los segundos de tu vida; incluso cuando duermes se apodera del último recurso que tienes para vivir lo que no puedes: tus sueños. Desayuna, come y cena contigo. Pide y pide hasta hacerte vomitar bilis, y si no le das devora las paredes de tu alma como una carcoma, convirtiendo en polvo lo único por lo que vale la pena vivir: el amor.

Sigues andando, viajando, riendo, seduciendo y hasta te ven más bella que nunca porque el brillo de tus ojos, cuanto más odias, más crece. Sí, es tremendamente engañoso. He tenido suficientes años para analizarlo. La podredumbre del odio ni huele ni se ve; no es una descomposición física que se pueda apreciar y quede al descubierto.

Hoy, sinceramente, me siento un poco extraña. No quisiera por nada del mundo pensar que puedo estar sintiendo algún tipo de pena por la muerte de Francisco. Pero, maldita sea, no sé por qué, por una fracción de segundo me pareció sentir cierto… ¿dolor?

La verdad es que la primera vez que oí hablar de él era una niña. Tendría quizá unos diez años y ni remotamente se me pasó por la cabeza que el niño al que mi hermano regalaba sus pantalones usados fuese el mismo del que después oiríamos hablar tanto. Eso lo supe muchísimo más tarde, cuando estaba perdidamente enamorada y con el fragor de la calentura aquello me pareció una absoluta nimiedad.

En su adolescencia, mi hermano no paraba de hablarnos de él. Le tenía una admiración que rayaba en el enamoramiento. Todo, absolutamente todo lo que Francisco hacía era digno de imitar. Hasta a mi padre le llegó a pasar por la cabeza que Beltrán se nos había pasado al «otro equipo», y el solo hecho de pensar que su bien amado hijo en quien tenía puestas todas sus complacencias podía acabar homosexual le hacía coger unas depresiones de padre y señor mío que acababan ahogadas en whisky. Hasta que lo entendió. Se trataba simple y llanamente de que Beltrán admiraba de Francisco su carisma, fuerza y valentía; justo de lo que él carecía.

Se convirtieron en costumbre las sobremesas ambientadas por las espectaculares hazañas colegiales, «franciscadas», como las bautizamos, que mi hermano contaba con su don de escritor frustrado, sin saltarse ni un punto ni una coma. Historias que habían embrujado a todos los curas del colegio. Al final de cada una de ellas, siempre acababa apostillando: «Tienes que conocerlo, Morgana. Es la persona más lista y maravillosa que he conocido». Y claro, llegó el día en que en plena Semana Santa, en la
madrugá
del Viernes Santo —para ser más exactos el 25 de marzo de 1965— lo conocí. Me acuerdo perfectamente porque ese día estrenaba el vestido de georgette bordado que mi madre me había traído de su último viaje a París y toda yo olía a incienso de las iglesias que había recorrido. Habíamos ido a visitar los Sagrarios. En aquel entonces, yo era una niña ingenua y devota; creía a rajatabla lo que mis padres me habían enseñado y lo que la Santa Madre Iglesia y las monjas me inculcaban, algunas veces a punta de pellizcos.

Ser buena consistía en agradar a Dios por encima de todas las cosas. La pasión y muerte de su hijo representaban la ignominia e injusticia de nosotros, los pecadores. Él había acarreado con nuestras equivocaciones y por nuestra culpa su adolorido cuerpo sangraba.

Yo, toda pulcra, vestida de blancos encajes y plácida sonrisa, no había cometido pecado alguno, quería ser la más buena del mundo para subir al cielo como la Virgen lo había hecho, sin hacer ninguna parada en eso tan feo que llamaban purgatorio, el temible horno donde la gente se achicharraba entre el calor y los aullidos.

Así pues, exhalaba religiosidad, devoción, obediencia y, todo hay que decirlo, perfume carísimo. Me sentía como una de las Vírgenes que salían a hombros por las calles: pulcra, bella, virginal y limpia.

Mi hermano salía con la Cofradía de Nuestra Señora de los Anhelos porque de pequeño había visto su imagen y se había enamorado de ella. No era ni costalero ni capataz —a su edad era impensable—, ni nada que se le pareciera; asistía sencillamente como un niño que amaba y deseaba entrar en esa Hermandad e iba a hacer lo que hiciera falta por unirse a ella. Y su amigo, como él, luchaba por lo mismo. Aunque, si lo hubiese querido, Beltrán lo habría tenido mucho más fácil, pues mi padre era Hermano Mayor del Señor del Gran Poder, pero él prefería ir como su amigo, implorando conseguirlo por méritos propios.

Me había hablado tanto y tanto de Francisco que, para mí, él se había convertido en uno de aquellos pasos que desfilaban por las calles en Semana Santa. Lo iba a conocer porque, sencillamente, era digna de conocerlo.

En medio de la bulla semanasantera, aproveché un momento de descuido de mi madre y me escabullí por entre el gentío hasta llegar cerca de donde se encontraba mi hermano. Me di cuenta al instante de que Francisco era Francisco porque irradiaba una luz sobrenatural; algo que sólo había visto en las estampitas de los santos que coleccionaba y guardaba como un tesoro en el misal de mi primera comunión.

Sobre sus cabellos caracoleados reverberaba un halo azul que lo separaba del mundo. Una especie de llamado divino que parecía decir: «Contempladme, siervos, y arrodillaos ante mí; yo soy la verdad y la vida». Sus dientes blanquísimos, sus manos de dedos delgados como pintados por El Greco, pronunciaban poemas sacrílegos que yo adivinaba con dulce temor. Y en sus ojos esa llama enardecida bailando loca sobre mí, quemándome. Algo que yo desconocía. Esa lujuria manoseaba mi pecho con descaro, recorría mi cuerpo y se metía ahí con todas su fuerzas… Sí, exactamente ahí.

Sólo verlo, caí rendida a sus pies.

Entendí de inmediato la devoción que mi hermano le profesaba. Era el diablo, Lucifer en todo su esplendor, pero mi estúpida ingenuidad lo había confundido con un ángel.

Su endemoniada estrategia ya estaba trazada. Me cogió del brazo y apartándome de la muchedumbre me condujo hasta un callejón oscuro, increíblemente vacío, donde sólo se escuchaba mi corazón enloquecido escapando por entre mis piernas. Nadie me salvó, ni siquiera mi hermano, y es que en el fondo estaba suplicando que nadie me salvara de sus llamas. Quería quemarme entera, inmolarme en sus brazos.

Lo primero que sentí fue su lengua violando mi boca. Una espada rajando en dos mis labios. Esa voracidad líquida desconocida me sabía a miel de azahar. Estaba atemorizada pero también envalentonada. Quería meterme entre sus labios; tocar con la punta de mi lengua ese fondo oscuro y acuoso lleno de palabras que no pronunciaba; beberme sus entrañas y que me bebiera hasta la última gota. Sentía mis mejillas hirviendo, mis piernas temblando. Una voz interna me ordenaba que huyera, que aún estaba a tiempo de escapar, que gritara pidiendo auxilio. Otra me suplicaba seguir. Hundirme en ese lodo caliente que succionaba y elevaba.

Todo giraba… y giraba y giraba. Mi vestido de georgette inmaculado empezaba a mancharse y no podía hacer nada. La tela se deshacía entre sus manos. Toda yo era una pira ardiendo. Humareda de cabellos, piel y huesos convertidos en cientos de quejidos. Cenizas al viento.

Sus dedos en mis muslos trepaban con una lascivia sin límites. Una fiera hambrienta queriendo atrapar su presa. Me apretaba, me hacía daño. Escalaba como un ave de rapiña, clavándome sus uñas en mi piel hasta llegar a mis braguitas. Mi deseo de que de una vez entrara, de que sus dedos me penetraran, me consumía; pero él, verdugo implacable, no lo hacía. Frotaba su índice por encima de la seda hasta hacerme gemir. Restregaba su cuerpo contra el mío para que sintiera su pantalón erguido y caliente. Ese animal imponente que yo nunca había sentido y bullía por salir.

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