Mi último suspiro (16 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

La mayoría de aquellos revolucionarios —al igual que los señoritos que yo frecuentaba en Madrid— eran de buena familia. Burgueses que se rebelaban contra la burguesía. Éste era mi caso. A ello se sumaba en mí cierto instinto negativo, destructor que siempre he sentido con más fuerza que toda tendencia creadora. Por ejemplo, siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo que la de abrir un centro cultural o fundar un hospital.

Pero lo que más me fascinaba de nuestras discusiones del «Cyrano» era la fuerza del aspecto moral. Por primera vez en mi vida, había encontrado una moral coherente y estricta, sin una falla. Por supuesto, aquella moral surrealista, agresiva y clarividente solía ser contraria a la moral corriente, que nos parecía abominable, pues nosotros rechazábamos en bloque los valores convencionales.

Nuestra moral se apoyaba en otros criterios, exaltaba la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas. Pero, dentro de este ámbito nuevo cuyos reflejos se ensanchaban día tras día, todos nuestros gestos, nuestros reflejos y pensamientos nos parecían justificados, sin posible sombra de duda. Todo se sostenía en pie. Nuestra moral era más exigente y peligrosa pero también más firme, más coherente y más densa que la otra.

Añadiré —Dalí me lo hizo observar— que los surrealistas eran guapos.

Belleza luminosa y leonada la de André Breton, que saltaba a la vista. Belleza más sutil la de Aragon. Éluard, Crevel y el mismo Dalí, y Max Ernst con su sorprendente cara de pájaro de ojos claros, y Pierre Unik y todos los demás: un grupo ardoroso, gallardo, inolvidable.

Después del «estreno triunfal» de
Un chien andalou
, Mauclair, de
Studio 28
, compró la película. Al principio me dio mil francos. Después, como la película tenía éxito (estuvo ocho meses en cartel), me dio otros mil, y otros. En total, siete u ocho mil francos, si no me equivoco. Hubo cuarenta o cincuenta denuncias en la comisaría de policía de personas que afirmaban: «Hay que prohibir esa película obscena y cruel.» Entonces empezó una larga serie de insultos y amenazas que me ha perseguido hasta la vejez.

Hubo incluso dos abortos durante las proyecciones. Pero la película no fue prohibida.

Yo había aceptado una propuesta de Auriol y de Jacques Brunius para publicar el guión en la
Revue du Cinéma
editada por «Gallimard». Buena la hice.

Resulta que la revista belga
Variétés
había decidido dedicar un número íntegro al movimiento surrealista. Éluard me pidió que publicara el guión en
Variétés
y yo tuve que decirle que lo sentía mucho pero que acababa de darlo a la
Revue du Cinéma
. Esto provocó un incidente que me planteó un problema de conciencia de suma gravedad y que ilustra concretamente la mentalidad, el talante surrealista.

Algunos días después de mi conversación con Éluard, Breton me preguntó:

—Buñuel, ¿podría usted ir a mi casa esta noche? Habrá una pequeña reunión.

Yo acepté sin el menor recelo y aquella noche encontré reunido al grupo completo. Se trataba de un proceso en toda regla. Aragon, que desempeñaba con autoridad el papel de fiscal, me acusó en términos muy duros de haber cedido mi guión a una revista burguesa. Además, el éxito comercial de
Un chien andalou
empezaba a resultar sospechoso. ¿Cómo podía una película tan provocativa llenar el cine? ¿Qué explicación cabía? Solo frente a todo el grupo, yo trataba de defenderme, pero era difícil. Hasta oí preguntar a Breton:

—¿Está con la Policía o con nosotros? Yo me encontraba ante un dilema realmente dramático, aunque hoy tal vez haga sonreír la dureza de la acusación. En realidad aquel problema de conciencia, muy enconado, era el primero de mi vida. De regreso en mi casa, sin poder dormir, me decía: «Sí, soy libre de hacer lo que quiera: ellos no tienen ningún derecho sobre mí. Puedo tirarles mi guión a la cara y marcharme, no tengo por qué obedecerles, Ellos no son más que yo.» Al mismo tiempo, sentía otra fuerza que me decía: «Tienen razón, reconócelo.

Te has creído que tu único juez es tu conciencia, y estás equivocado. A esos hombres los quieres, confías en ellos. Te consideran uno de los suyos. No eres libre como imaginas. Tu libertad no es más que un fantasma que va por el mundo con un manto de niebla. Cuando tratas de asirla se te escapa sin dejarte más que un rastro de humedad en los dedos.» Este conflicto interior me atormentó durante mucho tiempo. Aún hoy pienso en ello y cuando alguien me pregunta qué era el surrealismo, respondo invariablemente: un movimiento poético, revolucionario y
moral
.

Finalmente, pregunté a mis nuevos amigos qué querían que hiciera. Impedir que Gallimard publicara el guión, me respondieron. Pero, ¿cómo podría arreglármelas para ver a Gallimard? ¿Cómo hablar con él? Ni siquiera conocía la dirección. «Éluard le acompañará», me dijo Breton.

Allá fuimos los dos, Paul Éluard y yo, a hablar con Gallimard. Yo digo que he cambiado de opinión y que renuncio a la publicación del guión en la
Revue du Cinéma
. Me contestan que ni hablar, que he dado mi palabra y el director de la imprenta añade que las planchas ya están compuestas.

Regreso e informo al grupo. Nueva decisión: debo hacerme con un martillo, volver a «Gallimard» y romper las planchas.

Acompañado también por Éluard, vuelvo a «Gallimard» con un gran martillo escondido bajo el impermeable. Pero ya es tarde. La revista ya está impresa y los primeros ejemplares, distribuidos.

La última decisión fue que la revista
Variétés
publicara también el guión de
Un chien andalou
(y así lo hizo) y que yo enviara a dieciséis diarios parisinos una carta «de indignada protesta» en la que afirmara que había sido víctima de una infame maquinación burguesa. Siete u ocho periódicos publicaron la carta.

Además, para
Varietés
y para la
Révolution surréaliste
escribí un prólogo en el que declaraba que, a mi modo de ver, la película no era más que un llamamiento público al asesinato.

Algún tiempo después, propuse quemar el negativo de la película en la place du Tertre de Montmartre. Así lo habría hecho sin titubear, lo juro, si me hubieran dejado. Y aún lo haría. No me importaría ver arder en mi pequeño jardín todos los negativos y copias de mis películas. Me sería completamente igual.

Rechazaron mi proposición.

Benjamin Péret era para mí el poeta surrealista por excelencia: libertad total, inspiración límpida, de manantial, sin ningún esfuerzo cultural y recreando inmediatamente otro mundo. En 1929, Dalí y yo leíamos en voz alta algunas poesías de Gran Jeu y a veces acabábamos revolcándonos por el suelo de risa.

Cuando yo entré en el grupo, Péret estaba en el Brasil, en calidad de representante del movimiento trotskista. Nunca lo vi en las reuniones y no lo conocí hasta su regreso del Brasil, de donde fue expulsado. Nos veríamos sobre todo en México, después de la guerra. Cuando yo rodaba mi primera película mexicana,
Gran Casino
, vino a pedirme trabajo, algo que hacer. Yo traté de ayudarlo, lo cual era bastante difícil, ya que yo mismo me encontraba en una situación precaria. En México vivió con la pintora Remedios Varo (incluso tal vez se casaran, no sé) a la que admiro tanto como a Max Ernst. Péret era un surrealista en estado natural, puro de todo compromiso, y, casi siempre, muy pobre.

Hablé de Dalí al grupo y les mostré varias fotografías de sus cuadros (entre ellas, el retrato que me había hecho) que les merecieron una opinión mediana.

Pero los surrealistas cambiaron de actitud cuando vieron los cuadros originales que Dalí trajo de España. Fue admitido inmediatamente y asistió a las reuniones.

Sus primeros contactos con Breton, que se entusiasmó por su método «paranoico-crítico», fueron excelentes. La influencia de Gala no tardaría en transformar a Salvador Dalí en
Avida Dollars
. Tres o cuatro años después, fue excluido del movimiento.

Dentro del grupo, se formaban núcleos, aglutinados por afinidades particulares.

Por ejemplo, los mejores amigos de Dalí eran Crevel y Éluard. Yo congeniaba mucho con Aragon, Georges Sadoul, Max Ernst y Pierre Unik.

Pierre Unik, hoy olvidado, me parecía entonces un muchacho formidable (yo tenía cinco años más que él), apasionado y brillante, un amigo muy querido.

Era hijo de un sastre judío, rabino por más señas, y un ateo convencido.

Un día, comunicó a su padre mi deseo —expresado puramente para escandalizar a mi familia— de convertirme al judaísmo. El padre se mostró dispuesto a recibirme, pero en el último momento decidí permanecer fiel al cristianismo.

Juntos pasábamos largas veladas, con su amiga Agnès Capri, con una librera ligeramente coja pero muy guapa que se llamaba Yolanda Oliviero y una fotógrafa llamada Denise, charlando y contestando con la mayor franqueza posible la encuesta sobre el sexo y practicando juegos que yo calificaría de castamente libertinos. Unik publicó un libro de poesías,
Le Théâtre des nuits blanches
, y otro libro póstumo. Dirigía una revista para niños editada por el partido comunista, hacia el que me sentía muy atraído. El 6 de febrero de 1934, durante los disturbios fascistas, llevaba en una boina fragmentos del cerebro de un obrero que había muerto aplastado. Lo vieron entrar en el Metro, a la cabeza de un grupo de manifestantes gritando. La Policía los perseguía y tuvieron que huir por los túneles.

Durante la guerra, Unik fue internado en un campo de prisioneros en Austria.

Cuando se enteró del avance de los ejércitos soviéticos, se escapó para unirse a ellos. Se supone que fue arrollado por un alud y se despeñó por un precipicio. Su cadáver no fue hallado.

Louis Aragon, bajo su aspecto amanerado, tenía un alma recia. De todos los recuerdos que guardo de él (aún seguíamos viéndonos hacia 1970), uno se me grabó para siempre. Yo vivía entonces en la rue Pascal. Una mañana, a eso de las ocho, recibo una carta por correo neumático, en la que Aragon me pide que vaya a verlo cuanto antes. Me espera. Tiene que decirme algo muy grave.

Media hora después, llego a su casa de la rue Campagne-Première. En pocas palabras, me dice que Elsa Triolet le ha dejado para siempre, que los surrealistas han publicado un folleto injurioso contra él y que el partido comunista en el que estaba afiliado ha decidido expulsarlo. Por una increíble acumulación de circunstancias, toda su vida se desmorona y en un momento ha perdido todo lo que le importa. Sin embargo, en su desgracia, pasea por el estudio como un león, ofreciendo una de las más admirables estampas de valor que yo recuerde.

Al día siguiente, todo se arreglaba. Elsa regresó y el partido comunista renunció a expulsarlo. Por lo que respecta a los surrealistas, ya no le importaban.

Guardo un testimonio de aquel día, un ejemplar de
Persécuté Persécuteur
con una dedicatoria de Aragon que dice que hay días en los que se agradece que un amigo venga a estrecharte la mano, «cuando sientes que ya todo se acaba…» De eso hace cincuenta años.

Albert Valentin también formaba parte del grupo en la época en que yo entré.

Era ayudante de René Clair, participaba en el rodaje de
A nous la liberté
y no hacía más que repetirnos: «Ya veréis, creo que es una película revolucionaria de verdad, os va a gustar mucho.» Todo el grupo fue al estreno. La película defraudó de tal modo, fue considerada tan poco revolucionaria que se expulsó del grupo a Albert Valentin por habernos engañado. Volví a verlo mucho después en el festival de Cannes; era muy simpático y muy aficionado a la ruleta.

René Crevel era de una amabilidad extrema. Era el único homosexual del grupo, inclinación que él trataba de dominar. Aquella lucha, agravada por infinidad de disputas entre comunistas y surrealistas, terminó en suicidio, una noche, a las once. El cadáver fue encontrado al día siguiente por la portera. En aquel momento, yo no estaba en París. Todos sentimos su muerte, provocada por una angustia personal.

André Breton era hombre muy educado y ceremonioso que besaba la mano a las señoras. Era muy sensible al humor sublime, pero aborrecía las bromas groseras y mantenía en todas sus cosas una cierta seriedad. Para mí, la poesía que escribió acerca de su mujer es, junto con las obras de Péret, el más hermoso recuerdo literario del surrealismo.

Su calma, su apostura, su elegancia, su buen criterio no impedía que tuviera súbitos y temibles accesos de cólera. Como siempre estaba reprochándome que no quisiera presentar a Jeanne, mi prometida, a los demás surrealistas y me acusaba de ser celoso como un español, accedí a ir a cenar a su casa con Jeanne.

En la cena estaban también Magritte y su mujer. El ágape empezó en un ambiente sombrío. Por alguna razón inexplicable, Breton no levantó la nariz del plato, mantuvo el entrecejo fruncido y hablaba con monosílabos. Nosotros nos preguntábamos qué habría ocurrido cuando, de repente, sin poder resistir más, Breton señaló con el dedo una crucecita que la mujer de Magritte llevaba en el cuello, colgada de una cadena de oro, y declaró con altivez que eso era una provocación intolerable y que ya hubiera podido ponerse otra cosa para ir a cenar a su casa. Magritte salió en defensa de su mujer. La disputa —muy violenta— duró algún tiempo y se calmó. Magritte y su esposa hicieron un esfuerzo para no marcharse antes de que terminara la velada. Sus relaciones se enfriaron durante algún tiempo.

Breton podía dar también una importancia desmesurada a detalles que a otro se le hubieran escapado. Después de que visitara a Trotski en México, le pregunté qué impresión le había causado el personaje y me contestó:

—Trotski tiene un perro al que quiere mucho. Un día en que el perro estaba a su lado, mirándole, Trotski me dijo: «Este perro tiene mirada humana, ¿verdad?» ¿Se da usted cuenta? No comprendo que un hombre como Trotski pueda decir semejante estupidez. ¡Un perro no tiene mirada humana! ¡Un perro tiene mirada de perro! Y me lo decía indignado. Otro día salió corriendo de su casa para volcar a puntapiés el cajón portátil de un vendedor de biblias ambulante.

Breton odiaba la música, al igual que muchos surrealistas, especialmente, la ópera. Empeñado en sacarle de su error, un día conseguí convencerlo para que me acompañara a la Ópera Cómica, con otros varios miembros del grupo, seguramente, René Char y Éluard, Se representaba
Louise
de Charpentier, que yo conocía. Nada más levantarse el telón, quedamos desconcertados por el decorado y los personajes. Aquello en nada se parecía a la ópera tradicional que a mí me gustaba. Entra en escena una mujer con una sopera y se pone a cantar el aria de la sopa. Es demasiado. Breton se levanta y se marcha con insolencia, indignado por haber perdido el tiempo. Los demás lo siguen. Yo también.

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