Mi último suspiro (17 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Durante la guerra, veía con frecuencia a Breton en Nueva York y, después, en París. Fuimos buenos amigos hasta el fin. A pesar de los premios que se me han concedido en diversos festivales, él nunca me amenazó con excomulgarme.

Incluso me confesó que
Viridiana
le había hecho llorar.
El ángel exterminador
, por el contrario, le defraudó un poco, no sé por qué.

Hacia 1955, me encontré con él en París, un día en que los dos íbamos a casa de Ionesco. Como era un poco temprano, fuimos a tomar una copa. Le pregunté por qué habían expulsado del grupo a Max Ernst, culpable de haber obtenido el gran premio de la Bienal de Venecia.

—¿Qué quiere que le diga, amigo mío?

—me respondió—. Nos separamos de Dalí porque se convirtió en un miserable comerciante. Ahora lo mismo le ha ocurrido a Max.

Queda en silencio un momento, y luego añade —y yo veo en su rostro una pena profunda, auténtica:

—Es triste tener que reconocerlo, mi querido Luis; pero el escándalo ya no existe.

Yo estaba en París cuando murió Breton y fui al cementerio. Para no ser reconocido, para no tener que hablar con personas a las que hacía cuarenta años que no veía, me disfracé un poco, con un sombrero y unas gafas y me quedé a un lado.

Fue un acto rápido y silencioso. Luego, cada cual se fue por su lado. Siento que nadie dijera unas palabras junto a su tumba, como una especie de adiós.

LA EDAD DE ORO

Después de
Un chien andalou
, imposible pensar en realizar una de esas películas que ya llamaban «comerciales». Yo quería seguir siendo surrealista a toda costa. Como me parecía imposible pedir otro financiamiento a mi madre, no veía solución y decidí renunciar al cine.

No obstante, había imaginado una veintena de ideas, de gags —como la de una carreta llena de obreros atravesando un salón elegante, o un padre matando con una escopeta a su propio hijo porque le había tirado la ceniza del cigarrillo— y los anotaba, por si acaso. Durante un viaje a España, se los conté a Dalí que se mostró muy interesado. Aquí había una película. ¿Cómo hacerla? Regresé a París. Zervos, de
Cahiers d’Art
, me puso en contacto con George- Henri Rivière, que me propuso presentarme a los Noailles que habían «adorado»
Un chien andalou
. En un principio yo respondí lo que debía responder, que no esperaba nada de los aristócratas. «Está equivocado —me dijeron Zervos y Rivière—; son unas personas estupendas a las que es preciso que conozca.» Por fin, acepté ir a cenar a su casa, en compañía de Georges y Nora Auric. Su casa de la place des Etats-Units era esplendorosa y contenía una colección casi inconcebible de obras de arte. Después de la cena, delante del fuego de la chimenea, Charles de Noailles me dijo:

—Se trata de lo siguiente: realizar una película de unos veinte minutos. Libertad total. Única condición: tenemos un compromiso con Stravinski que se encargará de la música.

—Lo siento mucho —contesté—; pero, ¿cómo pueden imaginar que yo vaya a colaborar con un señor que se pone de rodillas y se da golpes en el pecho?

Porque esto era lo que se decía de Stravinski.

Charles de Noailles tuvo una reacción que yo no esperaba y que me dio una primera oportunidad de estimarlo.

—Tiene razón —me dijo sin levantar la voz—, Stravinski y usted son incompatibles.

Elija usted mismo al músico para su película. Ya encontraremos otra cosa para Stravinski.

Acepté, incluso cobré un anticipo de mi salario y me fui a Figueras, para reunirme con Dalí.

Era la Navidad de 1929.

Llego a Figueras procedente de París, vía Zaragoza (donde siempre paraba, para ver a mi familia), y oigo gritos de cólera. La notaría del padre de Dalí estaba en la planta baja y la familia (el padre, la tía y la hermana, Ana María) vivían en el primer piso. El padre abre la puerta bruscamente, indignado, y pone a su hijo en la calle, llamándole miserable. Dalí replica y se defiende. Yo me acerco. El padre, señalando a su hijo, me dice que no quiere volver a ver a ese cerdo en su casa. La causa (justificada) de la cólera paterna es ésta: durante una exposición celebrada en Barcelona, Dalí ha escrito en uno de sus cuadros, con tinta negra y mala letra: «Escupo en el retrato de mi madre.»

Dalí, expulsado de Figueras, me pide que vaya con él a la casa de Cadaqués. Allí nos ponemos a trabajar dos o tres días. Pero a mí me parece que el encanto de
Un chien andalou
se ha perdido por completo. ¿Era ya la influencia de Gala? No estábamos de acuerdo en nada. Cada uno encontraba malo aquello que proponía el otro y lo rechazaba.

Nos separamos amigablemente y yo escribí el guión solo en Hyères, en la finca de Charles y Maria-Laure de Noailles. Ellos me dejaban tranquilo durante todo el día. Por la noche, yo les leía las páginas que había escrito. No pusieron ni una sola objeción. Todo —casi no exagero—, todo les parecía «exquisito, delicioso».

Finalmente, sería una película de una hora, mucho más larga que
Un chien andalou
. Dalí me había enviado varias ideas por carta y por lo menos una aparecía en la película: un hombre andando por un parque público con una piedra en la cabeza. Pasa junto a una estatua. La estatua tiene también una piedra en la cabeza.

Cuando vio la película terminada, le gustó mucho y me dijo: «Parece una película americana.»

El rodaje fue preparado cuidadosamente, sin malgastar. Jeanne, mi novia, fue nombrada contable. Cuando, terminada la película, rendí cuentas a Charles de Noailles, le devolví dinero.

Él dejó las cuentas encima de una mesa del salón y pasamos al comedor. Después, por unos restos de papel calcinado que reconocí, comprendí que había quemado mis cuentas. Pero no lo hizo delante de mí. El gesto no tenía nada de ostentoso, y esto era lo que más me gustaba.

La edad de oro
se rodó en los estudios «Billancourt». En un plató contiguo, Einsenstein realizaba
Sonate de printemps
de la que hablaré más adelante. Yo conocía a Gaston Modot de Montparnasse. Era un enamorado de España y tocaba la guitarra. Lya Lys, la protagonista femenina, me fue enviada por un agente, al mismo tiempo que Elsa Kuprine, la hija del escritor ruso. No recuerdo por qué elegí a Lya Lys. Duverger se encargaba de la cámara, y Marval era el regidor, lo mismo que en
Un chien andalou
. Este último era también uno de los obispos defenestrados.

Un escenógrafo ruso se encargó de construir los decorados del estudio. Los exteriores se rodaron en Cataluña, cerca de Cadaqués y en las afueras de París. Max Ernst interpretaba al jefe de los bandidos, y Pierre Prévert al bandido enfermo. Entre los invitados que aparecen en el salón, se ve a Valentine Hugo, alta y guapa, al lado del célebre ceramista español Artigas, amigo de Picasso, un hombre pequeñito a quien adorné de un bigotazo enorme. La Embajada italiana vio en este personaje una alusión al rey Víctor Manuel, que era minúsculo, y formuló una protesta.

Varios de los actores me ocasionaron problemas, en especial el emigrado ruso que hacía de director de orquesta. En realidad, no era muy bueno. Por el contrario, me sentía muy contento de la estatua, hecha especialmente para la película. Añadiré que se ve un momento a Jacques Prévert cruzando una calle y que la voz en
off

La edad de oro
fue la segunda o tercera película sonora que se rodó en Francia—, la voz que dice, lo recuerdo bien:
approche la tête, ici l’oreiller est plus frais
[2]
, es la de Paul Éluard.

Finalmente, el actor que hacía el papel de duque de Blangis en la última parte de la película —homenaje a Sade— se llamaba Lionel Salem. Se había especializado en el papel de Cristo y lo interpretó en varias producciones de la época.

No volví a ver la película. Hoy me es imposible decir lo que pienso de ella. Después de compararla a una película americana (por la técnica, sin duda) Dalí, cuyo nombre mantuve en la ficha técnica, escribió después que sus intenciones al hacer el guión eran: mostrar al desnudo los innobles mecanismos de la sociedad actual.

Para mí, se trataba también —y sobre todo— de una película de amor loco, de un impulso irresistible que, en cualesquiera circunstancias, empuja el uno hacia el otro a un hombre y una mujer que nunca pueden unirse.

Durante el rodaje de una película, el grupo surrealista atacó un cabaret del boulevard Edgar Quinet que imprudentemente se había apropiado del título de la poesía de Lautréamont
Les Chants de Maldoror
. Ya se sabe la veneración intransigente que los surrealistas profesaban a Lautréamont.

En atención a mi calidad de extranjero y de las consecuencias policiales que podía acarrearnos el ataque a un lugar público, yo estaba dispensado, junto con algunos otros. Era un asunto nacional. El cabaret fue saqueado y Aragon recibió un navajazo.

Se encontraba en el local un periodista rumano que había hablado bien de
Un chien andalou
, pero protestó airadamente por la irrupción de los surrealistas en el cabaret.

Se presentó en «Billancourt» dos días después. Yo mandé que lo echaran a la calle.

La primera proyección, reservada a un grupo de íntimos, tuvo lugar en casa de los Noailles quienes —lo decían siempre con una leve entonación británica— encontraron la película «exquisita, deliciosa».

Algún tiempo después, organizaron una proyección en el cine «Panthéon», a las diez de la mañana, a la que invitaron a «la flor y nata de París» y en particular a cierto número de aristócratas. Marie-Laure y Charles recibían a los invitados en la puerta (esto me lo contó Juan Vicens, ya que yo estaba entonces en París), les estrechaban la mano sonriendo y a algunos incluso los besaban. Después de la sesión, volvieron a situarse en la puerta, para despedir a los invitados y recoger sus impresiones. Pero los invitados se marcharon de prisa, muy serios, sin decir una palabra.

Al día siguiente, Charles de Noailles fue expulsado del Jockey-Club. Su madre tuvo que hacer un viaje a Roma para parlamentar con el Papa, ya que incluso se hablaba de excomunión.

La película se estrenó en el «Studio 28», al igual que
Un chien andalou
y se proyectó durante seis días a sala llena. Después, mientras la Prensa de derechas arremetía contra la película, los Camelots du Roi y las Jeunesses Patriotiques atacaron el cine, rasgaron los cuadros de la exposición surrealista que se había montado en el vestíbulo, lanzaron bombas a la pantalla y rompieron butacas. Fue «el escándalo de
La edad de oro
».

Una semana después, Chiappe, el prefecto de Policía, en nombre del orden público, pura y simplemente prohibió la película. Prohibición que se mantuvo durante cincuenta años. La película no podía verse más que en proyección privada o en cine-clubs. Por fin en 1980 fue distribuida en Nueva York y en 1981, en París.

Los Noailles nunca me tomaron a mal aquella prohibición; es más, se felicitaban de la calurosa acogida que tuvo la película entre el grupo surrealista.

Yo los veía con frecuencia, cada vez que iba a París. En 1933 organizaron una fiesta en Hyères, en la que cada uno de los artistas invitados podía hacer lo que quisiera. Dalí y Crevel, invitados, se excusaron no recuerdo por qué. Por el contrario, Darius Milhaud, Francis Poulenc, Georges Auric, Igor Markevich y Henri Sauguet compusieron y dirigieron cada uno una pieza en el teatro municipal de Hyères. Cocteau dibujó el programa y Christian Bérard, los trajes de los invitados (había un palco reservado para los invitados disfrazados). Instigado por Breton, que estimaba a los creadores y les incitaba a expresarse —continuamente me preguntaba: «¿Cuándo nos dará algo para la revista? »—, en una hora escribí los textos de
Une girafe
.

Pierre Unik me corrigió el francés, después de lo cual fui a ver a Giacometti a su estudio (acababa de unirse al grupo) y le pedí que dibujara y recortara en contraplacado una jirafa de tamaño natural. Giacometti accedió, me acompañó a Hyères e hizo la jirafa. Las manchas de la jirafa estaban montadas con bisagras y podían levantarse. Debajo, se leían las frases escritas por mí en una hora. De haber tenido que realizar lo que en ellas se pedía, hubiera habido que desembolsar cuatrocientos millones de dólares en el espectáculo. El texto completo fue publicado en
Le Surréalisme au service de la Révolution
. En una mancha se leía, por ejemplo: «Una orquesta de cien músicos empieza a tocar
La Walkiria
en un subterráneo.» En otra:
Cristo riendo a carcajadas
. (Me ufano de haber sido el inventor de esta imagen que tantas veces se utilizaría después.)

La jirafa se instaló en el jardín de la abadía de Saint-Bernard, propiedad de los Noailles. Se había anunciado a los invitados que había una sorpresa. Antes de la cena, se les pidió que, con ayuda de un taburete, fueran a leer lo que había debajo de las manchas.

Ellos obedecieron y pareció que les gustaba. Después del café, Giacometti y yo volvimos al jardín. La jirafa había desaparecido. Ni rastro de ella. Ni una explicación. ¿Resultaba demasiado escandalosa, después del escándalo de
La edad de oro
? No sé qué sería de la jirafa. Ni Charles ni Marie-Laure volvieron a hablar de ella delante de mí. Y yo no me atreví a preguntar la razón de aquel súbito destierro.

Después de pasar unos días en Hyères, Roger Désormières, el director de orquesta, me dijo que iba a Montecarlo a dirigir la primera representación de los nuevos Ballets Rusos. Me invitó a acompañarle y yo acepté inmediatamente. Algunos de los invitados, entre ellos, Cocteau, fueron a despedirnos a la estación y alguien me previno: «Tenga cuidado con las bailarinas, son muy jóvenes y muy inocentes y les dan un sueldo mísero. Que por lo menos una no quede encinta.»

En el tren, durante las dos horas de viaje, me puse a soñar despierto, como acostumbro. Veía aquel enjambre de bailarinas como un harén, sentadas en varias filas de sillas, todas con sus medias negras, esperando mis órdenes. Señalaba a una con el dedo y ella se levantaba y se acercaba a mí dócilmente.

Entonces yo cambiaba de opinión, señalaba a otra, tan sumisa como la primera. Mecido por el traqueteo del tren, no encontraba obstáculo para mi erotismo. En realidad, esto es lo que ocurrió.

Désormières tenía por amiga a una de las bailarinas. Después de la primera representación, me propuso ir a tomar una copa a un cabaret con su amiga y otra chica de la compañía. Yo, como es de suponer, no opuse objeción. La representación se desarrolló normalmente. Al final, dos o tres bailarinas se desmayaron de agotamiento (¿estarían realmente mal pagadas y desnutridas?), entre ellas la amiga de Désormières. Cuando volvió en sí, pidió a una de sus compañeras —una rusa blanca muy bonita— que nos acompañara y los cuatro nos encontramos en un cabaret, tal como estaba previsto.

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