Mi último suspiro (19 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

A no ser que se elija el terrorismo, como hicieron algunos. Tampoco éste puede sustraerse a las frases de nuestra juventud, a lo que decía Breton, por ejemplo: «El gesto surrealista más simple consiste en salir a la calle revólver en mano y disparar al azar contra la gente.» Por lo que a mí respecta, no olvido haber escrito que
Un chien andalou
no era sino un llamamiento al asesinato. El símbolo del terrorismo, inevitable en nuestro siglo, siempre me ha atraído; pero del terrorismo total cuyo objetivo es la destrucción de toda sociedad, es decir, de toda la especie humana. No tengo sino desprecio para aquellos que hacen del terrorismo un arma política al servicio de una causa cualquiera, por ejemplo, esos que matan y hieren a madrileños para llamar la atención del mundo sobre los problemas de Armenia. De esos terroristas ni hablo. Me dan horror.

Yo hablo de la Banda de Bonnot, a la que adoraba, de Ascaso y de Durruti que elegían a sus víctimas cuidadosamente, de los anarquistas franceses de finales del siglo XIX, de todos los que quisieron dinamitar un mundo que les parecía indigno de subsistir, volando con él. A ésos los comprendo y, muchas veces los admiro. Pero ocurre que entre mi imaginación y mi realidad media un profundo foso, como le ocurre a la mayoría de la gente. Yo no soy ni he sido nunca un hombre de acción, de los que ponen bombas y, aunque a veces me sentía identificado con esos hombres, nunca fui capaz de imitarlos.

Mantuve relación con Charles de Noailles hasta el fin. Cuando yo estaba en París, almorzábamos o cenábamos juntos.

La última vez, me invitó a su casa, donde me había recibido cincuenta años antes. Parecía otro mundo. Marie-Laure había muerto. En las paredes y en las repisas no quedaba nada de los tesoros de antaño.

Charles se había quedado sordo, como yo, y nos costaba trabajo entendernos. Comimos a solas, hablando muy poco.

AMÉRICA

1930.
La edad de oro
aún no se había estrenado. Los Noailles, que habían mandado instalar en su residencia la primera sala de proyecciones «sonora» de París, me autorizaron a presentar la película a los surrealistas, en su ausencia.

Éstos acudieron todos y, antes de la proyección, empezaron a probar las botellas del bar que luego terminaron por vaciar en el fregadero. Me parece que los más turbulentos fueron Tririon y Tzara. A su regreso, algún tiempo después, los Noailles me preguntaron qué tal había estado la proyección — estupendamente— y tuvieron la delicadeza de evitar toda alusión a las botellas vacías.

Gracias a los Noailles, vio la película el delegado general de la «Metro-Goldwin-Mayer» en Europa que, al igual que muchos norteamericanos, gustaba de frecuentar a los aristócratas europeos. Me llamó a su despacho.

Después de mandarle decir que maldito lo que se me había perdido a mí en su despacho, finalmente acepté la entrevista. Él me dijo, poco más o menos:

—He visto
La edad de oro
, que no me ha gustado nada. No la he entendido, pero me ha impresionado. Esto es lo que yo le propongo: usted va a Hollywood para aprender la magnífica técnica americana, la primera del mundo. Yo le envío allá, le pago el viaje y usted se queda seis meses, cobrando doscientos cincuenta dólares a la semana (que, en aquel tiempo, estaba muy bien) y sin más obligación que la de mirar cómo se hace una película. Después, veremos lo que podemos hacer de usted.

Yo asombradísimo, le pedí cuarenta y ocho horas para pensarlo. Aquella noche había reunión en casa de Breton. Yo tenía que ir a Jarkov, con Aragon y Georges Sadoul, para asistir al congreso de Intelectuales Revolucionarios.

Comuniqué al grupo la propuesta de la «M.G.M.». Ninguna objeción.

Firmé un contrato y, en diciembre de 1930, embarqué en El Havre en el transatlántico norteamericano
Leviathan
, el más grande del mundo en aquella época. Hice el viaje —una maravilla— en compañía del humorista Tono y de su esposa, Leonor.

Tono iba a Hollywood a trabajar en las versiones españolas de las películas norteamericanas. En 1930 el cine se convertía en sonoro, con lo que, automáticamente, perdía su carácter internacional. En una película muda, bastaba cambiar los cartones, según el país. Pero ahora había que rodar distintas versiones de una misma película, con el mismo decorado y la misma iluminación, pero con actores franceses o españoles. Esto hacía que se produjera hacia el fabuloso Hollywood una gran afluencia de escritores y actores, para escribir e interpretar los diálogos en su propia lengua.

Yo adoraba América antes de conocerla. Todo me gustaba: las costumbres, las películas, los rascacielos y hasta los uniformes de los policías. Pasé cinco días en Nueva York, en el hotel «Algonquin», completamente deslumbrado y acompañado por un intérprete argentino, ya que no sabía ni una palabra de inglés.

Luego, siempre con Tono y su mujer, tomé un tren para Los Ángeles. Una delicia. Creo que los Estados Unidos son el país más hermoso del mundo.

Llegamos a las cinco de la tarde, después de cuatro días de viaje. En la estación nos esperaban tres escritores españoles que también trabajaban en Hollywood: Edgar Neville, López Rubio y Ugarte.

Nos metieron en coches y nos llevaron a cenar a casa de Neville. «Vas a cenar con tu supervisor», me dijo Ugarte. Efectivamente a eso de las siete, llegó un señor de pelo gris, al que me presentaron como mi supervisor, acompañado de una mujer estupenda. Nos sentamos a la mesa y yo comí aguacates por primera vez en mi vida.

Mientras Neville hacía las veces de intérprete, yo miraba a mi supervisor y me decía: «Le conozco. Estoy seguro de haberle visto en algún sitio.» De repente, al final de la cena, lo reconocí: Chaplin y la mujer que le acompañaba era Georgia Hale, la protagonista de
La quimera de oro
.

Chaplin no sabía ni una palabra de español, pero decía adorar a España, una España folklórica y superficial, de taconeo y olé. Conocía bien a Neville y por eso estaba allí.

Al día siguiente, me instalé con Ugarte en un apartamento de Oakhurst Drive en Beverly Hills. Mi madre me había dado dinero. Me compré un coche, un rifle y mi primera «Leica». Empecé a cobrar. Todo iba bien. Los Ángeles me gustaba mucho, y no sólo por Hollywood.

Dos o tres días después de mi llegada, me presentaron a un productordirector llamado Lewine, que dependía de Thalberg, el gran jefe de la «M.G.M.». Un tal Frank Davis, con el que después nos hicimos muy amigos, estaba encargado de atenderme.

Mi contrato le pareció «extraño» y me dijo:

—¿Por dónde desea empezar? ¿Por el montaje, el guión, el rodaje, los decorados?

—Por el rodaje.

—Muy bien. En los estudios de la «Metro» hay veinticuatro platós. Elija el que quiera. Le van a dar un pase para que pueda entrar en todas partes.

Elegí un plató en el que se rodaba una película con Greta Garbo. Provisto de mi pase, entré discretamente y, puesto que ya sabía lo que era el cine, me mantuve a cierta distancia. Los maquilladores andaban muy atareados en torno a la estrella. Supongo que se preparaba un primer plano.

A pesar de mi discreción, ella me descubrió. Vi que hacía una seña a un señor con un bigotito muy fino y le decía unas palabras. El del bigotito fino se acercó a mí y me preguntó:


What are you doing here?

Yo no podía entenderle y mucho menos contestarle.

Conque me echaron de allí.

Aquel día decidí quedarme tranquilamente en mi casa y no acercarme por los estudios más que el sábado, para cobrar. Por otra parte, ellos me dejaron tranquilo durante cuatro meses. Nadie se interesaba por mis actividades.

A decir verdad, hubo algunas excepciones. Una vez, en la versión española de una película, hice un papelito de barman, detrás de la barra (siempre los bares). Otra vez, visité un decorado que realmente valía la pena.

En los terrenos contiguos a los estudios, el
back-lot
, había una inmensa piscina en la que se veía medio barco, perfectamente reproducido. Se iba a rodar una escena de tempestad. El barco, impulsado por un potente mecanismo, se balanceaba como movido por las olas. Alrededor había unos ventiladores gigantescos y, encima, unos enormes depósitos de agua, preparados para derramarse sobre la nave a punto de naufragar, por unos toboganes. Lo que más me impresionó, y sigue impresionándome, era la magnitud de los medios y la calidad de los trucajes. Parecía que todo era posible y que hasta se podía volver a crear el mundo.

También me gustaba ver a ciertos personajes mitológicos, especialmente a los «malos» como Wallace Beery, por ejemplo. Me gustaba hacerme limpiar los zapatos en el vestíbulo de los estudios mientras veía pasar las caras conocidas.

Un día, Ambrosio se sentó a mi lado. Ambrosio era aquel cómico enorme de mirada carbonífera y terrible que salía en muchas películas de Chaplin. Otra vez, en un teatro, me encontré sentado al lado de Ben Turpin, tan bizco al natural como en las películas.

Un día, empujado por la curiosidad, acudí al plató principal de la «M.G.M.». Por todas partes se anunciaba que el todopoderoso Louis B. Mayer deseaba dirigirse a todos los empleados de la Compañía.

Éramos varios centenares, sentados en bancos, de cara a una tribuna en la que se situó el gran jefe, con sus principales dirigentes. Allí estaba Thalberg, desde luego. Secretarias, técnicos, actores, obreros, no faltaba nadie.

Aquel día, tuve una especie de revelación sobre Norteamérica. Hablaron varios directores que fueron aplaudidos. Finalmente, se levantó el jefazo y, en medio de un respetuoso y atento silencio, nos dijo:

—Queridos amigos, tras larga reflexión, creo haber logrado condensar en una fórmula muy simple, y tal vez definitiva, el secreto que, con el respeto de todos, nos asegurará el progreso constante y una duradera prosperidad para nuestra Compañía. Voy a escribirles la fórmula.

Detrás de él había una gran pizarra negra. Louis B. Mayer —entre la expectación que es de imaginar— se volvió hacia ella y escribió lentamente con tiza, en letras mayúsculas: COOPERATE.

Después de lo cual se sentó entre estruendosos aplausos.

Yo me quedé estupefacto.

Salvo estas incursiones instructivas en el mundo del cine, yo me dedicaba a dar largos paseos en el «Ford», solo o con mi amigo Ugarte, durante los que habíamos llegado hasta el desierto. Todos los días encontraba caras nuevas (en aquella época conocí a Dolores del Río, que estaba casada con un decorador, a Jacques Feyder, director francés, al que yo admiraba, y hasta a Bertolt Brecht, que pasó algún tiempo en California), y me quedaba en casa. Me habían mandado de París todos los periódicos que contaban con todo detalle el escándalo de
La edad de oro
y en los que se me insultaba espantosamente. Un escándalo encantador.

Todos los sábados, Chaplin invitaba a nuestro grupito de españoles al restaurante.

Yo iba a menudo a su casa de las colinas, a jugar al tenis, a nadar y a tomar baños de vapor. Una vez hasta dormí allí. En el modesto capítulo dedicado a mi vida sexual hablo de nuestra orgía frustrada con unas muchachas de Pasadena. En casa de Chaplin vi muchas veces a Eisenstein que preparaba un viaje a México para rodar
Que viva México
.

Después de haberme estremecido con el
Potemkin
, me sentí indignado al ver en Francia, en Epinay, una película de Eisenstein llamada
Sonate de printemps
, en la que salía un piano blanco en un campo de trigo mecido suavemente por el viento, unos cisnes que nadaban en un estanque de estudio y otras canalladas. Yo estuve buscando a Eisenstein por los cafés de Montparnasse, furioso, para abofetearle, pero no lo encontré. Después, él dijo que
Sonate de printemps
era la obra de Alexandrov, su operador. Mentira. Yo vi a Eisenstein rodar la escena de los cisnes en Billancourt.

Pero en Hollywood olvidé mi enfado y bebíamos refrescos junto a la piscina de Chaplin, hablando de todo y de nada.

En otros estudios, los de la «Paramount» conocí a Josef von Sternberg, que me invitó a su mesa. Momentos después, fueron a buscarle diciendo que todo estaba preparado y él me pidió que lo acompañara al
back-lot
.

La acción de la película, que estaba rodando se desarrollaba en China. Una multitud oriental, dirigida por los ayudantes, navegaba por los canales y circulaba por los puentes y las estrechas calles.

Me llamó la atención que las cámaras hubieran sido colocadas por el decorador y no por Sternberg, cuyo cometido se limitaba a decir «acción» y a dirigir a los intérpretes. Y no obstante, él era un director de renombre. Los demás, en general, no eran sino esclavos a sueldo de los directivos de las Compañías, que se limitaban a hacer lo mejor posible lo que les mandaban. Sobre la película no se les concedía el menor derecho. Ni siquiera podían controlar el montaje.

En mis momentos de ocio, que no eran raros, imaginé y confeccioné un documento bastante curioso, que por desgracia se ha perdido (durante mi vida, he extraviado, regalado y tirado muchas cosas): un cuadro sinóptico del cine americano.

Sobre una plancha de cartón o de madera bastante grande, dispuse varias columnas móviles consistentes en unas tiras de fácil manipulación. En la primera columna se leía, por ejemplo: ambientes: ambiente parisino de western, de gángsters, de guerra, tropical, de comedia, medieval, etc. En la segunda columna se leía:
épocas
: en la tercera,
personajes principales
, etc. Había cuatro o cinco columnas.

El principio era el siguiente: en aquella época, el cine americano se regía por una codificación tan precisa y mecánica que, con mi sistema de tiritas, alineando un ambiente, una época y unos personajes determinados, se podía averiguar infaliblemente el argumento de la película.

Mi amigo Ugarte, que vivía en la misma casa que yo, en el piso de arriba, se conocía aquel cuadro sinóptico al dedillo. Debo añadir que el cuadro daba datos especialmente precisos e indiscutibles acerca del destino de las heroínas femeninas.

Una noche, el productor de Sternberg me invita a una «sneak-preview» de la película
Dishonored
, con Marlene Dietrich (película que en francés se titulaba
Agent X-27
, y cuenta una historia de espionaje inspirada libremente en la vida de Mata-Hari). Una «sneak-preview» es un preestreno o proyección sorpresa de una película inédita, para averiguar la reacción del público. Suele pasarse en unas salas determinadas, una vez terminado el programa normal.

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