Mi último suspiro (22 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

En enero de 1933, en un lugar llamado Casas Viejas, en la provincia de Cádiz, unos obreros levantaron barricadas. Su reducto fue atacado con granadas por los guardias de asalto. Numerosos insurgentes —diecinueve, si no me equivoco— murieron durante el ataque. Los polemistas de derechas llamaban a Azaña «el asesino de Casas Viejas».

En este ambiente de huelgas incesantes, siempre acompañadas de violentas escaramuzas, de furiosos atentados, de uno y otro bando, de incendios de iglesias (el pueblo, por instinto, se revolvía contra su muy antiguo enemigo), propuse a Jean Crémillon que viniera a rodar en Madrid una comedia militar titulada
Centinela alerta
. Crémillon, al que yo había conocido en París y que era un enamorado de España, donde había rodado una película, aceptó con la condición de no firmar, a lo que yo me avine inmediatamente, puesto que yo tampoco firmaba. Por cierto que algunas escenas las rodé yo en su lugar o se las hice rodar a Ugarte los días en que Crémillon no tenía ganas de levantarse.

Durante el rodaje, la situación se deterioraba rápidamente. En los meses que precedieron a la guerra, el ambiente era irrespirable. Una iglesia en la que teníamos que roda unas escenas fue incendiada por la multitud y tuvimos que buscar otra. Mientras hacíamos el montaje, había tiroteos por todas partes. La película se estrenó en plena guerra civil con gran éxito, éxito que se confirmaría en los países latinoamericanos. Por supuesto, yo no me beneficié de él.

Urgoiti, encantado de nuestra colaboración, acababa de proponerme una asociación magnífica. Íbamos a hacer juntos dieciocho películas, y yo pensaba ya en adaptaciones de las obras de Galdós. Proyectos perdidos, como tantos otros. Durante varios años, los acontecimientos que hicieron arder a Europa me mantendrían alejado del cine.

AMOR AMORES

Un extraño suicidio que se produjo en Madrid hacia 1920, cuando yo vivía en la Residencia, me fascinó durante mucho tiempo. En un barrio que se llama Amaniel, un estudiante y su novia se dieron muerte en el jardín de un restaurante.

Se sabía que estaban apasionadamente enamorados el uno del otro. Sus familias, que se conocían, mantenían excelentes relaciones. Cuando se le practicó la autopsia a la muchacha, se descubrió que era virgen.

En apariencia, no existía ningún problema, ningún obstáculo para la unión de aquellos dos jóvenes, «los amantes de Amaniel». Se disponían a casarse.

Entonces, ¿por qué aquel suicidio? No aportaré gran luz sobre este misterio.

Pero acaso un amor apasionado, sublime, que alcanza el nivel más elevado de la llama, es incompatible con la vida. Es demasiado grande, demasiado fuerte para ella. Sólo la muerte puede acogerlo.

A lo largo de este libro, hablo aquí y allí del amor y de los amores que forman parte de toda existencia. En mi infancia, conocí los sentimientos amorosos más intensos, ajenos a toda atracción sexual, hacia niñas de mi edad, y también hacia niños.
Mi alma niña y niño
, como decía Lorca. Se trataba de un amor platónico en estado puro. Me sentía enamorado a la manera como un fervoroso monje puede amar a la Virgen María. La sola idea de que yo podía tocar el sexo de una muchacha, o sus senos, o sentir su lengua contra la mía, me repugnaba.

Estos amores románticos duraron hasta mi iniciación sexual —que se realizó con toda normalidad en un burdel de Zaragoza— y dejaron paso a los deseos sexuales habituales, pero sin desaparecer nunca por entero. Con bastante frecuencia, como a lo largo de este libro puede observarse en varias ocasiones, he sostenido relaciones platónicas con mujeres de las que me sentía enamorado.

A veces, estos sentimientos surgidos del corazón se mezclaban con pensamientos eróticos, pero no siempre.

Por otra parte, puedo decir que, desde los catorce años hasta estos últimos tiempos, el deseo sexual no me ha abandonado jamás. Un deseo poderoso cotidiano, más exigente incluso que el hambre, más difícil a menudo de satisfacer.

Apenas tenía un momento de descanso, apenas me sentaba, por ejemplo, en un compartimiento de tren, cuando me envolvían innumerables imágenes eróticas. Imposible resistir a este deseo, dominarlo, olvidarlo. No podía sino ceder a él. Después de lo cual, volvía a experimentarlo, todavía con más fuerza.

En nuestra juventud, no nos agradaban los pederastas. Ya he contado mi reacción cuando tuve noticia de las sospechas que recaían sobre Federico. Debo añadir que yo llegué a desempeñar el papel de agente provocador en un urinario madrileño. Mis amigos esperaban afuera, yo entraba en el edículo y representaba mi papel de cebo. Una tarde, un hombre se inclinó hacia mí.

Cuando el desgraciado salía del urinario, le dimos una paliza, cosa que hoy me parece absurda.

En aquella época, la homosexualidad era en España algo oscuro y secreto.

En Madrid solamente se conocían tres o cuatro pederastas declarados, oficiales.

Uno de ellos era un aristócrata, un marqués, que debía tener unos quince años más que yo. Un día, me lo encuentro en la plataforma de un tranvía y le aseguro al amigo que tengo al lado que voy a ganarme veinticinco pesetas. Me acerco al marqués, le miro tiernamente, entablamos conversación y él acaba citándome para el día siguiente en un café. Yo hago valer el hecho de que soy joven, que el material escolar es caro. Me da veinticinco pesetas.

Como puede suponerse, no acudí a la cita. Una semana después, también en el tranvía, encontré al mismo marqués. Me hizo un gesto de reconocimiento, pero yo le respondí con un ademán grosero del brazo. Y no le volví a ver más.

Por diversas razones —en el primer lugar de las cuales se encuentra, sin duda, mi timidez—, la mayoría de las mujeres que me gustaban permanecieron inaccesibles para mí. Sin duda también, yo no les gustaba. En cambio, me ha ocurrido verme perseguido por algunas mujeres hacia las que no me sentía atraído. Esta segunda situación me parece más desagradable aún que la primera.

Prefiero amar que ser amado.

Contaré solamente una aventura, que viví en Madrid en 1935. Yo ejercía las funciones de productor de películas. Siempre he experimentado una viva aversión en el ambiente cinematográfico hacia los productores o directores que se aprovechan de su situación, de su poder, para acostarse con las chicas —son numerosas— que aspiran a ser actrices. Sólo una vez me ocurrió eso, y apenas sí duró.

En 1935, pues, conocí en Madrid a una bella figurante de apenas diecisiete o dieciocho años, de la que me enamoré. La llamaremos Pepita. Muy inocente al parecer, vivía con su madre en un pequeño pisito.

Empezamos a salir juntos, a ir de excursión a la sierra, a frecuentar los bailes de la Bombilla, junto al Manzanares, sosteniendo unas relaciones perfectamente castas. Yo tenía en aquella época el doble de edad que Pepita y, aunque muy enamorado de ella (o precisamente a causa de este amor), la respetaba.

Le cogía la mano, la estrechaba contra mí, la besaba frecuentemente en la mejilla, pese a la existencia de un verdadero deseo, nuestras relaciones se mantuvieron puramente platónicas durante casi dos meses. Todo un verano.

La víspera de un día en que íbamos a salir los dos de excursión, vi llegar a mi casa, hacia las once de la mañana, a un hombre que yo conocía, que trabajaba en el cine. Más bajo que yo, sin nada extraordinario en su aspecto físico, tenía fama de seductor.

Charlamos un rato de cosas intrascendentes, y, luego, me dijo:

—¿Vas mañana a la sierra con Pepita?

—¿Cómo lo sabes? —pregunté asombrado.

—Estábamos acostados juntos esta mañana, y me lo ha dicho.

—¿Esta mañana?

—Sí. En su casa. Me he marchado a las nueve. Me ha dicho: «Mañana no podré verte, porque voy de excursión con Luis.» Yo no salía de mi asombro. Evidentemente, el hombre había venido sólo para decirme eso. No podía creerlo. Le dije:

—¡Pero no es posible! ¡Vive con su madre!

—Sí, pero su madre duerme en el cuarto de al lado.

En varias ocasiones, yo había visto a este hombre dirigirle en el estudio la palabra a Pepita, pero nunca le había concedido mayor importancia a la cosa.

Me quedé helado.

—¡Y yo que la creía completamente inocente! —exclamé.

—Sí, lo sé —repuso él.

Dicho lo cual, se marchó.

Ese mismo día, a las cuatro, Pepita vino a verme. Sin hablarle de la visita de su amante, disimulando mis sentimientos, le dije:

—Mira, Pepita, tengo que proponerte una cosa. Me gustas mucho, y quiero que seas mi amante. Te doy dos mil pesetas al mes, sigues viviendo con tu madre, pero haces el amor conmigo. ¿Aceptas? Ella pareció sorprendida, me respondió sólo con unas pocas palabras y aceptó. Seguidamente, le pedí que se desnudara, le ayudé a hacerlo y la estreché, desnuda, entre mis brazos. Pero el nerviosismo, la emoción, me paralizaron.

Media hora después, le propuse que fuéramos a bailar. Montamos en mi coche, pero, en vez de dirigirme hacia la Bombilla, salí de Madrid. A unos dos kilómetros de Puerta de Hierro, detuve el automóvil, hice bajar a Pepita al arcén y le dije:

—Pepita, sé que te acuestas con otros hombres. No me digas que no. Así que adiós. Ahí te quedas.

Di media vuelta y regresé solo a Madrid, dejando que Pepita volviese a pie. Nuestras relaciones terminaron aquel día. Volví a verla varias veces en el estudio, pero no le dirigí la palabra más que para indicaciones puramente profesionales.

Y así terminó mi historia de amor.

Para ser sincero, me arrepentí de mi actitud y todavía lamento haberla adoptado entonces.

En la época de nuestra juventud, el amor nos parecía un sentimiento poderoso, capaz de transformar una vida. El deseo sexual, que le era inseparable, se acompañaba de un espíritu de aproximación, de conquista y de participación que debía elevarnos por encima de lo meramente material y hacernos capaces de grandes cosas.

Una de las encuestas surrealistas más célebres comenzaba con esta pregunta: «¿Qué esperanza, pone usted en el amor?» Yo respondí: «Si amo, toda la esperanza, si no amo, ninguna.» Amar nos parecía indispensable para la vida, para toda acción, para todo pensamiento, para toda búsqueda.

Hoy, si he de dar crédito a lo que me dicen, ocurre con el amor como con la fe en Dios. Tiene tendencia a desaparecer, al menos en ciertos medios. Se le suele considerar como un fenómeno histórico, como una ilusión cultural. Se le estudia, se le analiza…, y, si es posible, se le cura.

Yo protesto. No hemos sido víctimas de una ilusión. Aunque a algunos les resulte difícil de creer, hemos amado verdaderamente.

LA GUERRA DE ESPAÑA 1936-1939

En el mes de julio de 1936, Franco desembarcaba al frente de un contingente de tropas marroquíes con la decidida intención de acabar con la República y restablecer «el orden» en España.

Mi mujer y mi hijo acababan de regresar a París un mes antes. Yo estaba solo en Madrid. Una mañana temprano, me despertó una explosión, a la que siguieron varias otras. Un avión republicano bombardeaba el cuartel de la Montaña, y oí también varios cañonazos.

En este cuartel de Madrid, como en todos los cuarteles de España, las tropas se encontraban en estado de alerta. Sin embargo, un grupo de falangistas se habían refugiado en él, y desde hacía unos días salían del cuartel disparos que herían a los transeúntes. Secciones obreras ya armadas, apoyadas por los guardias de asalto republicanos —fuerza de intervención moderna creada por Azaña— atacaron el cuartel en la mañana del 18 de julio. A las diez, todo había terminado. Los oficiales rebeldes y los miembros de la Falange fueron pasados por las armas. Acababa de empezar la guerra.

A mí me costaba hacerme realmente a la idea. Desde mi balcón, escuchando a lo lejos el rumor del cañoneo, veía pasar por la calle, a mis pies, una pieza de artillería «Schneider» tirada por dos o tres obreros y —lo que me pareció horrible— dos gitanos y una gitana. La violenta revolución que íbamos sintiendo ascender desde hacía unos años, y que yo personalmente tanto había deseado, pasaba bajo mis ventanas, ante mis ojos. Y me encontraba desorientado, incrédulo.

Quince días después, el historiador de arte Elie Faure, que defendía ardientemente la causa republicana, vino a pasar unos días a Madrid. Fui a visitarlo una mañana en su hotel, y todavía me parece verlo, con sus calzoncillos largos atados a los tobillos, contemplando las manifestaciones callejeras, convertidas en cotidianas. Lloraba de emoción al ver al pueblo en armas. Un día, vimos desfilar un centenar de campesinos, armados a la buena de Dios, unos con escopetas de caza y revólveres, otros con hoces y bieldos. En un visible esfuerzo de disciplina, intentaban marchar al paso, de cuatro en fondo. Creo que lloramos los dos.

Nada parecía poder vencer a esta fuerza profundamente popular. Pero muy pronto la alegría increíble, el entusiasmo revolucionario de los primeros días dieron paso a un desagradable sentimiento de división, de desorganización y de total inseguridad, sentimiento que duró hasta, aproximadamente, el mes de noviembre de 1936, en que comenzaron a implantarse en el bando republicano una verdadera disciplina y una justicia eficaz.

No pretendo escribir yo también la historia de la gran escisión que desgarró a España. No soy historiador y no estoy seguro de ser imparcial. Sólo quiero intentar decir lo que vi, lo que recuerdo.

Por ejemplo, he conservado recuerdos concretos de los primeros meses en Madrid. Teóricamente en poder de los republicanos, la ciudad albergaba aún al Gobierno, pero las tropas franquistas avanzaban rápidamente en Extremadura, llegaban a Toledo y veían cómo otras ciudades, en toda España, caían en manos de sus partidarios, Salamanca y Burgos, por ejemplo.

En el interior mismo de Madrid, simpatizantes fascistas desencadenaban tiroteos cada dos por tres. A cambio, los curas, los propietarios ricos, todos aquellos que eran conocidos por sus sentimientos conservadores y de los que cabía suponer que prestaban apoyo a los rebeldes franquistas, se hallaban en constante peligro de ser ejecutados. Al estallar las hostilidades, los anarquistas habían liberado a los presos comunes y los habían incorporado inmediatamente a las filas de la C.N.T. (Confederación Nacional del Trabajo), situada bajo la influencia directa de la Federación Anarquista.

Algunos miembros de esta Federación hacían gala de un extremismo tal que la mera presencia de una imagen piadosa en una habitación podía conducir a la Casa de Campo. Allí, en este parque público situado a las puertas de Madrid, tenían lugar las ejecuciones. Cuando se detenía a alguien, se le decía que lo llevaban «a dar un paseo». Esto ocurría siempre de noche.

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