Mi último suspiro (20 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Regresábamos a casa muy tarde en coche, con el productor. Cuando dejamos a Sternberg, el productor me dijo:

—Bonita película, ¿verdad?

—Muy bonita.

—¡Y qué director!

—Sin duda.

—¡Qué tema tan original! A esto yo me permito responder que, en mi opinión, Sternberg no se distingue precisamente por la originalidad de los temas que trata. Suele partir de melodramas baratos, de historias triviales que él transforma con su dirección.

—¡Historias triviales!

—exclama el productor—. ¿Cómo puede decir eso? ¡Ahí no hay nada trivial! ¡Todo lo contrario! ¿No se ha dado cuenta de que al final de la película fusila a la estrella? ¡A Marlene Dietrich! ¡La fusila! ¡Nunca se había visto cosa igual!

—Perdone, a los cinco minutos de película yo ya sabía que la iban a fusilar.

—¿Qué dice? ¡Si nunca se había visto en toda la historia del cine! ¿Y usted pretende haberlo adivinado? ¡Vamos, hombre! Además, creo que al público no le gustará ese final. En absoluto.

Como observo que empieza a ponerse nervioso, para tranquilizarle, le invito a tomar una copa en mi casa.

Entramos y yo subo a despertar a mi amigo Ugarte.

—Baja. Te necesito —le digo.

En pijama, rezongando, y con los ojos cargados de sueño, él baja y yo le hago sentarse frente al productor. Luego le digo lentamente:

—Escúchame bien. Se trata de una película.

—Sí.

—Ambiente vienés.

—Sí.

—Época: la Gran Guerra.

—Sí.

—Empieza la película y se ve a una puta. Se ve claramente que es una puta.

Aborda a un oficial en la calle. Ella…

Ugarte se pone en pie bostezando, me interrumpe con un ademán y ante los ojos asombrados —pero, en el fondo, más tranquilos— del productor, sube otra vez a acostarse diciendo:

—Corta. Al final la fusilan.

En Navidad de 1930, Tono y su mujer organizaron una comida a la que asistimos una docena de españoles, actores y escritores, Chaplin y Georgia Hale. Cada uno llevó un regalo, de veinte a treinta dólares, que colgamos de un árbol de Navidad.

Empezamos a beber —el alcohol corría en abundancia a pesar de la Ley Seca— y un actor llamado Rivelles, muy conocido en aquella época, recitó en español unos versos de Marquina, bastante grandilocuentes, ensalzando a los antiguos soldados de Flandes.

Aquella poesía me repugnó. Me pareció innoble, como todo alarde de patriotismo.

Durante la cena, yo estaba sentado entre Ugarte y otro amigo, Peña, un joven actor de veintiún años. Yo le digo en voz baja:

—Cuando me suene, es la señal. Yo me levanto, vosotros me seguís y entre los tres destruimos ese miserable árbol de Navidad.

Así lo hicimos. Me soné, los tres nos levantamos y, ante las miradas de asombro de los invitados, nos pusimos a destruir el árbol.

Desgraciadamente, es muy difícil partir un árbol de Navidad. Nos desollábamos las manos sin resultado. Entonces cogimos los regalos y los tiramos al suelo, para pisotearlos.

En la habitación había un gran silencio. Chaplin nos miraba sin comprender.

Leonor, la esposa de Tono, me dijo:

—Luis, eso es una verdadera grosería.

—En absoluto —respondí—. Es cualquier cosa menos una grosería. Es un acto de vandalismo y de subversión.

La velada terminó temprano.

Al día siguiente, estupenda coincidencia: leí en el periódico que en una iglesia de Berlín uno de los fieles se había levantado durante el oficio y había intentado destruir el árbol de Navidad.

Nuestro acto de subversión tuvo una secuela. Chaplin nos invitó a su casa la noche de Fin de Año. Allí había otro árbol con otros regalos. Antes de pasar a la mesa, nos retuvo un instante y me dijo (Neville hacía de intérprete):

—Puesto que le gusta romper árboles, hágalo ahora, Buñuel, y así ya no tenemos que volver a pensar en ello.

Yo le contesté que no tenía nada contra los árboles; que, sencillamente, no soportaba las ostentaciones de patriotismo y eso era lo que me había irritado en Nochebuena.

Era la época de
Luces de la ciudad
. Un día, vi la película durante el montaje.

La escena en la que él se traga el pito me pareció increíblemente larga, pero no me atreví a decírselo, Neville, que compartía mi opinión, me dijo que Chaplin ya la había cortado. Aún volvería a cortarla.

Chaplin era un hombre que no estaba muy seguro de sí mismo. A menudo, dudaba y pedía consejo. Como componía la música de sus películas durmiendo, se hizo instalar al lado de la cama un aparato registrador complicadísimo.

Se despertaba a medias, tarareaba unas notas y volvía a dormirse. Así fue como, con toda buena fe, recompuso la música de
La Violetera
para una de sus películas, lo cual le costó un proceso y una buena suma de dólares.

Chaplin vio
Un chien andalou
por lo menos diez veces, en su casa. La primera vez, cuando acababa de empezar la proyección, oímos un ruido bastante fuerte. Su mayordomo chino que hacía de operador acababa de desplomarse, desmayado.

Años después, Carlos Saura me dijo que, cuando Géraldine Chaplin era pequeña, su padre le contaba escenas de
Un chien andalou
para darle miedo.

También me hice amigo de un joven técnico llamado Jack Gordon, quien, a su vez, tenía gran amistad con Greta Garbo, con la que solía pasear bajo la lluvia. Era un norteamericano aparentemente muy antinorteamericano y muy simpático que venía a mi casa con frecuencia, a tomar una copa (yo tenía todo lo necesario). La víspera de mi regreso a Europa, en marzo de 1931, vino a despedirme. Charlamos un rato y, de repente, me hace una pregunta inesperada y sorprendente que se me ha olvidado, pero que no tenía nada que ver con el tema de nuestra conversación. Yo me quedo sorprendido, pero contesto. Al poco rato, él se despide y se va.

Al día siguiente, el de mi marcha, comentó el incidente con otro amigo, que me dice: «Ah, sí; es típico. Se trata de un test. Juzga tu personalidad según tu respuesta.» De manera que un hombre que hacía cuatro meses que me conocía, el último día, me somete a un test clandestino. Un hombre que se decía amigo mío.

Y que se consideraba antinorteamericano.

Uno de mis amigos de verdad fue Thomas Kilkpatrick, guionista y ayudante de Frank Davis. No sé por qué milagro, hablaba un español perfecto. Había rodado una película bastante famosa, sobre un hombre que se hace muy pequeñito.

Un día me lo encuentro y me dice:

—Thalberg quiere que tú y otros españoles vayáis mañana a ver ensayar a Lily Damita. Es para que le digáis si habla español con acento.

—En primer lugar —contesté yo—, yo he sido contratado como francés y no como español. Y en segundo lugar, puede decirle al señor Thalberg que yo no voy a escuchar a las putas.

Al día siguiente, me despedí y empecé a preparar mi regreso. La «M.G.M.», sin ningún rencor, me dio una carta magnífica en la que se decía que se me recordaría durante mucho tiempo.

Vendí mi coche a la esposa de Neville. También vendí el rifle. Me llevaba un recuerdo maravilloso. Hoy, al recordar aquella visita, los olores de la primavera en Laurel Canyon, el restaurante italiano en el que bebíamos el vino en tazas de café, los policías que un día me detuvieron para ver si llevaba alcohol en el coche y luego me acompañaron a casa porque me había perdido, cuando me acuerdo de mis amigos, Frank Davis, Kilkpatrick, de aquella vida tan distinta, de la cordialidad y la inocencia norteamericana, siento emoción, ahora todavía.

En aquella época yo tenía una ilusión: la Polinesia. En Los Ángeles preparé mi viaje a las islas de la felicidad, viaje al que renuncié por dos razones.

Primera, estaba enamorado —muy castamente, como de costumbre—, de una amiga de Lya Lys, En segundo lugar, antes de mi partida de París, André Breton pasó dos o tres días haciéndome el horóscopo (que también se ha perdido).

En él se decía que yo moriría o por una confusión de medicamentos o en un mar lejano.

Por lo tanto, renuncié al viaje y tomé el tren para Nueva York, que volvió a deslumbrarme. Me quedé unos diez días —era la época de los
speak-easy
— y embarqué para Francia en el
La Fayette
. En el mismo barco viajaban varios actores franceses que regresaban a Europa, y Mr. Uncle, un industrial inglés que dirigía una fábrica de sombreros en México y que me sirvió de intérprete.

Entre todos armábamos bastante jarana. Yo me veo todavía sentado desde las once de la mañana en el bar, por supuesto, con una muchacha en las rodillas.

Durante la travesía, mis firmes convicciones surrealistas ocasionaron un miniescándalo. En una fiesta que se ofreció en el gran salón con ocasión del cumpleaños del capitán, una orquesta interpretó el himno americano. Todo el mundo se puso en pie menos yo. Al himno americano siguió
La Marsellesa
y yo, ostensiblemente, puse los pies encima de la mesa. Un joven se acercó y me dijo en inglés que aquella actitud era abominable. Yo le contesté que nada parecía tan abominable como los himnos nacionales. Intercambiamos unos cuantos insultos y el joven se retiró.

Al cabo de media hora, volvió, me presentó sus excusas y me tendió la mano. Yo, irreductible, golpeé la mano que me tendía. En París conté la anécdota con cierto orgullo (que hoy me parece infantil) a mis amigos surrealistas, que me escucharon complacidos.

Durante aquella travesía, tuve una aventura sentimental bastante curiosa y, por supuesto, platónica con una muchachita norteamericana de dieciocho años que decía estar loca por mí. Viajaba sola, iba a pasear por Europa y seguramente pertenecía a una familia de millonarios, puesto que a la llegada la esperaba un «Rolls» y un chófer.

No me gustaba excesivamente; pero le hacía compañía y dábamos largos paseos por cubierta. El primer día me llevó a su camarote y me enseñó la foto de un guapo muchacho en un marco dorado. «Es mi novio —me dijo—. Nos casaremos en cuanto yo regrese.» Tres días después, antes de tocar tierra, la seguí de nuevo a su camarote y vi la foto del novio hecha pedazos. Ella me dijo:

—Es por culpa de usted.

Yo preferí no responder a aquella manifestación de una pasión frívola, momentánea, de una norteamericana excesivamente delgada a la que no he vuelto a ver.

A mi llegada a París encontré a Jeanne, mi novia. Como yo no tenía ni un céntimo, su familia me prestó un poco de dinero para que pudiera ir a España.

Llegué a Madrid en abril de 1931, dos días antes de la marcha del rey y de la alborozada proclamación de la República española.

ESPAÑA Y FRANCIA 1931-1936

La proclamación de la República española, en la que no se derramó ni una gota de sangre, fue acogida con gran entusiasmo. El rey se marchó sin más.

Pero la alegría, que en un principio parecía general, se ensombreció rápidamente para dejar paso a la inquietud primero y, después a la angustia. Durante los cinco años que precedieron a la guerra civil, viví, en un principio, en París, en un apartamento de la rue Pascal, y me ganaba la vida haciendo doblajes para la «Paramount». Después, a partir de 1934, me instalé en Madrid.

Nunca he viajado por placer. Esa afición por el turismo, tan difundida a mi alrededor, me es desconocida. No experimento ninguna curiosidad por los países que no conozco y que nunca conoceré. Por el contrario, me gusta volver a los sitios en los que he vivido y a los que me atan los recuerdos.

El vizconde de Noailles era cuñado del príncipe de Ligne (gran familia belga). Sabedor de que el único país que entonces me atraía eran las islas de los mares del Sur, la Polinesia, y creyendo advertir en mí una vena de explorador, me dijo que, por iniciativa de su cuñado, gobernador general del Congo belga, se estaba organizando una expedición sensacional que se disponía a atravesar todo el África negra, desde Dakar hasta Djibuti, con antropólogos, geógrafos, zoólogos, unas doscientas o trescientas personas. ¿Querría yo realizar el documental de la expedición? Había que observar cierta disciplina militar y abstenerse de fumar durante los desplazamientos de la columna. Por lo demás, estaría en libertad de filmar lo que quisiera.

Rehusé. No me atraía África. Hablé de ello con Michel Leiris, que hizo el viaje en mi lugar y se trajo de él
L’Afrique fantôme
.

Participé en las actividades del grupo surrealista hasta 1932. Aragon, Pierre Unik, Georges Sadoul y Maxime Alexandre se apartaron del movimiento para unirse al partido comunista. Éluard y Tzara los imitarían algún tiempo después.

Aunque fui un gran simpatizante del partido y formé parte de la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, sección de Cine, nunca me adherí a él. No me gustaban las larguísimas reuniones de la AEAR, a las que a veces asistía con Hernando Viñes. Era impaciente por naturaleza y no podía soportar el orden del día, las interminables consideraciones ni el espíritu celular.

En esto me parecía a André Breton. Al igual que todos los surrealistas, también él coqueteó con el partido comunista, que en aquel entonces ofrecía a nuestros ojos una posibilidad de revolución. Pero en la primera reunión a la que asistió le pidieron que redactara un informe minucioso sobre la industria italiana del carbón. Y él decía, desilusionado: «Que me pidan informes sobre algo que yo pueda conocer, ¡pero no sobre el carbón!»

Durante una reunión de la mano de obra extranjera que se celebró en Montreuil- sous-Bois, en las afueras de París, en 1932, me encontré en presencia de Casanellas, uno de los presuntos asesinos de Dato, jefe del Gobierno. Se había refugiado en Rusia, donde fue nombrado coronel del Ejército Rojo y ahora estaba en Francia clandestinamente.

Como la reunión se alargaba y yo me aburría, me levanté para marcharme, Uno de los asistentes me dijo entonces:

—Si te vas y detienen a Casanellas, será que lo has denunciado tú.

Volví a sentarme.

Casanellas se mató en un accidente de moto, cerca de Barcelona, antes de que estallara la guerra en España.

Además de las disensiones políticas, contribuía también a alejarme del surrealismo una cierta inclinación hacia el esnobismo de lujo que advertía en él.

La primera vez, me sorprendió mucho ver en el escaparate de una librería del boulevard Raspail las fotografías de Breton y Éluard (supongo que con motivo de
L’Immaculée Conception
). Cuando les hablé de ello, me dijeron que tenían perfecto derecho a dar realce a sus obras.

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