Mi último suspiro (32 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Uno de los cazadores es amigo de un personaje importante de la región. Le cuentan el incidente. El personaje importante pide algunos detalles sobre los atacantes y añade:

—Tengo el honor de invitarles a tomar una copa el domingo.

Acuden el domingo siguiente. El anfitrión les recibe amablemente, les ofrece café y licores y, luego, les pide que pasen a una estancia contigua. En ella, encuentran sus botas y sus escopetas. Los cazadores preguntan entonces quiénes eran sus agresores, si pueden verlos. El hombre les responde, sonriendo, que no vale la pena.

No se les volvió a ver más. En América Latina, todos los años «desaparecen » así millares de personas. La Liga de Derechos Humanos y Amnesty International intervienen en vano. Las desapariciones continúan.

Un asesino mexicano es evaluado por el número de vidas que debe. Se dice que debe tantas vidas. Se han conocido asesinos que debían hasta cien vidas.

En tales casos, cuando les echa mano el jefe de Policía no se para en formalismos.

Durante el rodaje de
La mort en ce jardin
, a orillas del lago de Catemaco, el jefe de la Policía local, que había limpiado vigorosamente la región, viendo que al actor francés George Marchal le gustaban las armas y el tiro, le invitó, como si de la cosa más natural se tratase, a una caza del hombre. Había que perseguir a un asesino muy conocido. Marchal rechazó, horrorizado, la invitación.

Pocas horas después, vimos pasar de nuevo a los policías. El jefe nos comunicó negligentemente que el asunto había terminado bien.

Un día, vi en un estudio de cine a un director bastante bueno que se llamaba Chano Urueta. Trabajaba llevando ostensiblemente un «Colt» en el cinto.

Cuando le pregunté para qué podía servir aquel arma, me respondió:

—Nunca se sabe lo que puede pasar.

Otra vez, para
La vida criminal de Archibaldo de la Cruz
, el Sindicato me obligó a grabar una música. Se presentaron treinta músicos en un auditorio y, como hacía mucho calor, se quitaron todos la chaqueta. Les aseguro que las tres cuartas partes de ellos llevaban un revólver metido en su funda sobaquera.

Mi operador, Agustín Jiménez, se quejaba de la inseguridad de las carreteras mexicanas, sobre todo de noche. En aquella época, en los años cincuenta, se recomendaba no detenerse si, por ejemplo, se encontraba uno con un coche accidentado y unas personas haciendo señales. Se habían conocido varios casos, bastante raros, a decir verdad, de agresiones cometidas de este modo.

En apoyo de sus manifestaciones, Jiménez añadió, hablando de su cuñado:

—La otra noche, volvía de Toluca a México —es una gran carretera muy frecuentada, casi una autopista—, cuando, de pronto, ve un coche en el arcén y unos tipos que le piden que pare. Naturalmente, aceleró. Al pasar, disparó cuatro veces. ¡Verdaderamente, es imposible circular de noche!

Otro ejemplo, que podría llamarse «La ruleta mexicana». Vargas Vila, célebre novelista colombiano, llega a México hacia 1920. Es recibido por una veintena de intelectuales colombianos que le ofrecen un banquete. Al final de la comida, tras abundantes libaciones, observa que los mexicanos hablan en voz baja entre ellos. Tras lo cual, uno de ellos propone a Vila que salga de la sala.

Lleno de curiosidad, pregunta qué están preparando. Uno de los intelectuales presentes saca entonces su revólver, levanta el percutor y explica:

—Mire. Este revólver está cargado. Vamos a tirarlo al aire. Caerá sobre la mesa. Puede que no pase nada. Puede también que, a consecuencia del golpe, se dispare una bala.

Vargas Vila protestó vivamente, y el juego fue dejado para otra ocasión.

Varios personajes conocidos han participado en este culto al arma de fuego que durante mucho tiempo ha caracterizado a México, el pintor Diego Rivera, por ejemplo, que disparó un día contra un camión, y el director cinematográfico Emilio «Indio» Fernández, que realizó
María Candelaria
y
La perla
, y a quien su afición al «Colt» del 45 llevó a la cárcel.

Al regreso del festival de Cannes en que se había otorgado a una de sus películas el premio a la mejor fotografía (su operador jefe era Gabriel Figueroa, con el que yo he trabajado a menudo), recibe a cuatro periodistas en la inverosímil casa-castillo que se ha hecho construir en la ciudad de México. Se charla, los periodistas hablan del premio a la fotografía, él responde que se trata, en realidad, de un premio a la dirección, o de un gran premio. Como los periodistas se resistan a creerle, él insiste y, finalmente, les dice:

—Un instante, voy a buscar los documentos.

En cuanto sale de la habitación, un periodista avisado dice a los otros que, sin duda alguna, Fernández ha ido a buscar, no su diploma, sino su revólver.

Se levantan y huyen precipitadamente, pero no con suficiente rapidez, pues el director dispara desde una ventana del primer piso y hiere a uno de ellos en el pecho.

La historia de la «ruleta mexicana» me fue contada por uno de los más grandes escritores mexicanos, Alfonso Reyes, a quien veía con frecuencia en París y en España. Me dijo también que, un día, a principios de los años veinte, fue al despacho de Vasconcelos, a la sazón Secretario de Estado para la Instrucción Pública, y charló con él unos minutos —siempre sobre las costumbres mexicanas— antes de concluir:

—Creo que, menos tú y yo, todo el mundo lleva aquí un revólver.

—Habla por ti —le respondió Vasconcelos, mostrándole un «45» que llevaba oculto bajo la chaqueta.

La más bella de estas historias, a la que encuentro una dimensión rara, me fue contada por el pintor Siqueiros. Presenta, hacia el final de la revolución, a dos oficiales que son viejos amigos, que han estudiado juntos en la Academia Militar, pero que han combatido en bandos opuestos (los de Obregón y Villa, por ejemplo). Uno es prisionero del otro y debe ser fusilado por él. (Solamente se fusilaba a los oficiales, y se indultaba a los simples soldados, si consentían en gritar «viva», seguido del nombre del general vencedor.) Al anochecer, el oficial vencedor hace salir de su celda al prisionero y le invita a beber en su mesa. Los dos hombres se abrazan y se sientan uno frente a otro. Están abatidos. Hablan, con voz temblorosa, de sus recuerdos de juventud, de su amistad y del implacable destino que obliga a uno a convertirse en verdugo del otro.

—¿Quién hubiera dicho que un día tendría yo que fusilarte? —comenta uno.

—Cumple con tu deber —le responde el otro—. No tienes más remedio.

Siguen bebiendo, acaban embriagándose y, al final, dominado por el horror de la situación, el prisionero dice a su amigo:

—Escucha, amigo: concédeme un último favor. Preferiría que me matases tú mismo.

Entonces, con lágrimas en los ojos, sin levantarse de la mesa, el oficial vencedor saca su revólver y cumple el deseo de su viejo camarada.

Al término de esta larga digresión (pero repito que siempre me han gustado las armas, sintiéndome en esto muy mexicano), no quisiera que se limitase mi imagen de México a una serie de tiroteos. Aparte que esta costumbre parece que tiende a desaparecer, sobre todo después del cierre de las armerías —en principio, todas las armas están registradas, pero se estima que sólo en la ciudad de México más de cinco mil escapan a todo control—, hay que decir que los crímenes realmente abyectos y repugnantes (Landrú, Petiot, matanzas en masa, carniceros vendiendo carne humana), patrimonio de los países industrializados, son sumamente raros en México. No conozco más que un solo caso: en el norte del país se descubrió hace unos años que las pupilas de un burdel —se las llamaba Las Poquianchas— desaparecían. Ocurría que, cuando el ama las encontraba demasiado poco atractivas, demasiado poco trabajadoras o demasiado viejas para seguir ganando dinero, las hacía, simplemente, asesinar y enterrar en el jardín. El asunto levantó ecos políticos, causó cierto ruido.

Pero, en general, se trata de homicidios muy simples, que tienen la claridad de un pistoletazo, sin los «horribles detalles» que se dan en Francia, en Inglaterra, en Alemania y en los Estados Unidos.

Hay que decir también que México es un verdadero país, en el que los habitantes se hallan animados de un impulso, de un deseo de aprender y de avanzar que raramente se encuentra en otras partes. Se añaden a ello una extrema amabilidad, un sentido de la amistad y la hospitalidad que han hecho de México, desde la guerra de España (nuestro homenaje al gran Lázaro Cárdenas) hasta el golpe de Estado de Pinochet en Chile, una tierra de asilo seguro.

Puede decirse incluso que han desaparecido las divergencias que existían entre mexicanos de pura cepa y
gachupines
(españoles inmigrados).

De todos los países de América Latina, México es quizás el más estable.

Vive en paz desde hace casi sesenta años. Los levantamientos militares y el caudillismo no son más que un sangriento recuerdo. Se han desarrollado notablemente la economía y la instrucción pública. Mantiene excelentes relaciones con Estados de familias políticas muy diversas. Y, finalmente, tiene petróleo.

Mucho petróleo.

Cuando se critica a México, hay que tener en cuenta que ciertas costumbres, que parecen escandalosas a los europeos, no están prohibidas por la Constitución. Por ejemplo, el nepotismo. Es normal, es tradicional, que el presidente instale en puestos de mando a miembros de su familia. Nadie protesta verdaderamente. Las cosas son así.

Un refugiado chileno ha dado de México una definición graciosa: «Es un país fascista atenuado por la corrupción.» Algo hay de verdad, sin duda. El país parece fascista por la omnipotencia del presidente. Cierto que no es reelegible bajo ningún pretexto, lo que le impide convertirse en un tirano, pero durante los seis años de su mandato hace exactamente lo que quiere.

Un ejemplo no poco extraordinario fue provocado hace unos años por el presidente Luis Echeverría, hombre ilustrado y de buena voluntad, a quien yo conocía un poco y que me enviaba a veces botellas de vino francés. Al día siguiente de la ejecución en España (Franco ocupaba todavía el poder) de cinco activistas anarquistas, ejecución contra la que, en vano, se había alzado la opinión pública mundial, Echeverría decidió bruscamente, en cuestión de horas, toda una serie de medidas de represalia: ruptura de relaciones comerciales, suspensión del tráfico aéreo, expulsión de México de ciertos españoles.

No le faltaba más que enviar las escuadrillas mexicanas a bombardear Madrid.

A este exceso de poder —llamémoslo «dictadura democrática»— se añade la corrupción. Se ha dicho que la
mordida
es la clave de toda la vida mexicana.

Existe a todos los niveles (y no sólo en México). Todos los mexicanos lo reconocen, y todos los mexicanos son víctimas o beneficiarios de la corrupción.

Lástima. Sin eso, la Constitución mexicana, una de las mejores del mundo, podría permitir una democracia ejemplar en América Latina.

Que haya o que no haya corrupción en México, es un problema que sólo los mexicanos pueden resolver. Todos son conscientes de ella, indicio que puede hacer esperar una supresión, al menos parcial. Que tire la primera piedra el país del continente americano —incluidos los Estados Unidos— que pueda considerarse libre de esta lepra.

En cuanto al excesivo poder presidencial, si el pueblo lo acepta, sólo al pueblo corresponde resolver el problema. No debemos ser más papistas que el Papa. Por lo demás, aunque mexicano —no por nacimiento, sino por propia voluntad—, me considero totalmente apolítico.

Finalmente, México es uno de los países del mundo en que el crecimiento de la población es más fuerte y más visible. Esta población, generalmente muy pobre, pues los recursos naturales del país se hallan extremadamente mal repartidos, huye del campo y viene a engrosar caóticamente las
ciudades perdidas
que rodean las grandes urbes, sobre todo México D.F. Nadie puede decir hoy cuántos habitantes tiene esta metrópoli inmensa. Se afirma que es la más poblada del mundo, que su progresión es vertiginosa (casi un millar de campesinos ávidos de trabajo llegan del campo todos los días, instalándose en cualquier parte) y que alcanzará los treinta millones de habitantes para el año 2000. Si a ello se añade —consecuencia directa— una dramática contaminación (contra la que jamás se ha tomado ninguna medida eficaz), la falta de agua, las crecientes diferencias económicas, el alza de precios de los productos más populares (maíz, fríjoles), la omnipotencia económica de los Estados Unidos, sería abusivo decir que México ha resuelto todos sus problemas. Me olvidaba de la inseguridad, cada vez más generalizada, Para convencerse de ello, basta con leer la sección de sucesos en el periódico.

Por regla general, regla que conoce felices excepciones, un actor mexicano no haría nunca en la pantalla lo que no haría en la vida.

Cuando yo rodaba
El bruto
, en 1954, Pedro Armendáriz, que disparaba de vez en cuando su revólver en el interior del estudio, se negaba enérgicamente a llevar camisas de manga corta, las cuales, decía, están hechas para los pederastas.

Yo le veía aterrorizado ante la idea de que pudiera tomársele por un pederasta.

En esta película, mientras es perseguido por unos degolladores de matadero, encuentra a una joven huérfana, le pone la mano en la boca para impedirle gritar y, luego, cuando los perseguidores se alejan, como tiene un cuchillo clavado en la espalda, tiene que decirle:

—Arráncame eso que llevo ahí detrás.

Durante los ensayos, le oí de pronto enfurecerse y gritar: «¡Yo no digo “detrás”!» Temía que el solo uso de la palabra «detrás» fuese fatal para su reputación.

Palabra que yo suprimí sin ningún problema.

La vida criminal de Archibaldo de la Cruz
, realizada en 1955, se inspiraba originariamente en la novela, la única novela, creo, del dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli.

La película obtuvo bastante éxito. Para mí, queda ligada al recuerdo de un extraño drama. En una de las escenas, Ernesto Alonso, el actor principal, quemaba en un horno de ceramista un maniquí que era reproducción exacta de la actriz, Myroslava. Muy poco tiempo después de terminado el rodaje, Myroslava se suicidó por contrariedades amorosas y fue incinerada, según su propia voluntad.

En 1955 y 1956, habiendo vuelto a tomar contacto con Europa, rodé dos películas en lengua francesa, una en Córcega,
Cela s’appelle l’aurore
, la otra en México,
La mort en ce jardin
.

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