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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Mi último suspiro (35 page)

Si
Nazarín
fue presentada en Cannes, se debió, en gran parte, a él.

Habiendo visto la película en México, se pasó toda una mañana telefoneando a Europa. No lo he olvidado.

Adoro los pasadizos secretos
, las bibliotecas que se abren al silencio, las escaleras que desaparecen en las profundidades, las cajas fuertes disimuladas (tengo una en mi casa, no digo dónde).

Me gustan las armas y el tiro
. He poseído hasta 65 revólveres y fusiles, pero vendí la mayor parte de mi colección en 1964, persuadido de que iba a morir ese año. He practicado el tiro un poco por todas partes, incluso en mi despacho, gracias a una caja metálica especial que coloco delante de mí sobre uno de los estantes de la biblioteca. No se debe disparar jamás en una habitación cerrada. Así perdí yo una oreja en Zaragoza.

Mi especialidad ha sido siempre el disparo reflejo con revólver. Va uno andando, se vuelve bruscamente y dispara contra una silueta, como en los westerns.

Me gustan los bastones-espada
. Poseo media docena de ellos. Cuando voy paseando, me dan sensación de seguridad.

No me gustan las estadísticas
. Es una de las plagas de nuestra época. Imposible leer una página de periódico sin encontrar una. Además, todas son falsas.

Puedo asegurarlo.
Tampoco me gustan las siglas
, otra manía contemporánea, principalmente norteamericana. No se encuentra ninguna sigla en los textos del siglo XIX.

Me gustan las culebras y, sobre todo, las ratas
. Toda mi vida he vivido con ratas, salvo en los últimos años. Las domesticaba completamente y, la mayor parte de las veces, les cortaba un trozo de la cola (es muy fea una cola de rata). La rata es un animal apasionante y muy simpático. En México, cuando acabé teniendo ya unas cuarenta, las solté en el monte.

Siento horror a la vivisección
. Siendo estudiante tuve un día que crucificar a una rana y disecarla viva con una navaja de afeitar para observar el funcionamiento de su corazón. Es una experiencia —por cierto, completamente inútil— que me ha marcado de por vida y que aún hoy me cuesta perdonarme.

Apruebo calurosamente a uno de mis sobrinos, gran neurólogo americano en camino de obtener el premio Nobel, que ha suspendido sus investigaciones por causa de la vivisección. En ciertos casos, hay que hacerle un corte de manga a la ciencia.

Me ha gustado mucho la literatura rusa
. Al llegar a París la conocía mucho mejor que Breton o Gide. Es cierto que entre España y Rusia existe una correspondencia secreta que pasa por debajo —o por encima— de Europa.

Me gustaba la ópera
. Mi padre me llevaba a ella desde los trece años. Empecé por los italianos para acabar con Wagner. En dos ocasiones he plagiado libretos de ópera,
Rigoletto
en
Los olvidados
(el episodio del saco) y
Tosca
en
La fièvre monte à El Pao
(La situación general es la misma).

Me horrorizan ciertas fachadas de cines
, particularmente en España. Son horriblemente exhibicionistas a veces. Eso me avergüenza, y aprieto el paso.

Me gustan los pastelazos
. En varias ocasiones he sentido la viva tentación de introducir una escena de pastelazo en una de mis películas. Siempre he renunciado a ello en el último momento. ¡Lástima!

Adoro los disfraces
, y eso desde mi infancia. En Madrid, a veces, me disfrazaba de sacerdote y me paseaba así por las calles, delito castigado con cinco años de cárcel. También me disfrazaba de obrero. En el tranvía, nadie me miraba. Estaba claro que yo no existía.

Con uno de mis amigos, siempre en Madrid, nos gustaba hacernos los paletos.

Entrábamos en una taberna, y yo le decía a la patrona, guiñándole el ojo: «Déle un plátano a mi amigo, ya verá.» Él lo cogía y se lo comía sin pelarlo.

Un día, disfrazado de oficial, eché una bronca a dos artilleros que no me habían saludado y les mandé a presentarse al oficial de guardia. Otro día, con Lorca también disfrazado, nos encontramos con un joven poeta entonces famoso que murió joven. Federico se puso a insultarle. El otro no nos reconoció.

Mucho más tarde, en México, mientras Louis Malle rodaba
Viva María
en los estudios «Churubusco», donde todo el mundo me conocía, me puse una simple peluca y me dirigí hacia el plató. Me crucé con Louis Malle, y no me reconoció. No me reconoció nadie, ni los técnicos, ni Jeanne Moreau, con quien yo había rodado, ni tan siquiera mi hijo Juan Luis, ayudante en la película.

El disfraz es una experiencia apasionante que recomiendo vivamente, pues permite ver otra vida. Cuando va uno de obrero, por ejemplo, se ofrecen automáticamente las cerillas más baratas. Todo el mundo pasa delante de uno.

Las chicas no te miran nunca. Este mundo no está hecho para uno.

Detesto mortalmente los banquetes
y las entregas de premios. Con bastante frecuencia, estas recompensas han dado lugar a incidentes chuscos. En 1978, en México, el ministro de Cultura me hizo entrega del Premio Nacional de las Artes, una soberbia medalla de oro en la que figuraba grabado mi nombre,
Buñuelos
. Rectificaron por la noche.

Otra vez, en Nueva York, al final de un banquete, espantoso, se me entregó una especie de documento apergaminado e iluminado en el que se había escrito que yo había contribuido «inconmensurablemente» al desarrollo de la cultura contemporánea. Por desgracia, en la palabra «inconmensurablemente» se había deslizado una falta de ortografía. Fue necesario rectificar también.

A veces, me he exhibido, por ejemplo, en el festival de San Sebastián, con motivo de no sé qué «homenaje», y lo lamento. El colmo del exhibicionismo fue alcanzado por Clouzot el día en que convocó a los periodistas para anunciarles su conversión.

Me gustan la regularidad y los lugares que conozco
. Cuando voy a Toledo o a Segovia, sigo siempre el mismo itinerario. Me detengo en los mismos sitios, miro, como las mismas cosas. Cuando me ofrecen un viaje a un país lejano, a Nueva Delhi, por ejemplo, rehúso siempre diciendo: «¿Y qué hago yo en Nueva Delhi a las tres de la tarde?»

Me gustan los arenques en aceite
como se los prepara en Francia y las sardinas en escabeche como se hacen en Aragón, adobadas con aceite de oliva, ajo y tomillo. Me gusta también el salmón ahumado y el caviar, pero, generalmente, mis gustos alimenticios son sencillos, poco refinados. No soy un gourmet. Un par de huevos fritos con chorizo me proporcionan más felicidad que todas las «langostas a la reina de Hungría» u otros «timbales de pato a la Chambord».

Detesto la proliferación de la información
. La lectura de un periódico es la cosa más angustiosa del mundo. Si yo fuese dictador, limitaría la Prensa a un solo diario y una sola revista, ambos estrictamente censurados. Esta censura se aplicaría tan sólo a la información quedando libre de opinión. La informaciónespectáculo es una vergüenza. Los titulares enormes —en México baten todos los récords— y los sensacionalistas me dan ganas de vomitar. ¡Todas esas exclamaciones sobre la miseria para vender un poco más de papel! ¿De qué sirve? Además, una noticia expulsa a otra.

Un día, por ejemplo, en el festival de Cannes, leo en
Nice-Matin
una información extremadamente interesante (al menos para mí): han intentado volar una de las cúpulas del Sacré-Coeur de Montmartre. Al día siguiente, sus razones, sus orígenes, compro el mismo periódico. Busco: ni una palabra. Algún secuestro aéreo había devorado al Sacré-Coeur. No se volvió a hablar más del asunto.

Me gusta la observación de los animales
, sobre todo de los: insectos. Pero no me interesa el funcionamiento fisiológico, la anatomía concreta. Lo que me gusta es observar sus costumbres.

Me arrepiento de haber cazado un poco
en mi juventud.

No me gustan los poseedores de la verdad
, quienesquiera que sean. Me aburren y me dan miedo. Yo soy antifanático (fanáticamente).

No me gustan la psicología, el análisis y el psicoanálisis
. Desde luego, tengo excelentes amigos entre los psicoanalistas, y algunos han escrito para interpretar mis películas desde su punto de vista. Allá ellos. Huelga decir, por otra parte, que la lectura de Freud y el descubrimiento del inconsciente me aportaron mucho en mi juventud.

Sin embargo, así como la psicología me parece una disciplina a menudo arbitraria, constantemente desmentida por el comportamiento humano y casi totalmente inútil cuando se trata de dar vida a unos personajes, así también el psicoanálisis se me aparece como una terapéutica reservada a una clase social, a una categoría de individuos a la que no pertenezco. En lugar de largos discursos, me limitaré a dar un ejemplo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, trabajando en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, se me ocurre la idea de hacer una película sobre la esquizofrenia, su origen, su evolución, su tratamiento. Hablo de ello al profesor Schlesinger, amigo del Museo, que me dice: «Hay en Chicago un magnífico centro de psicoanálisis, dirigido por el célebre doctor Alexander, discípulo de Freud. Le propongo acompañarle.» Llegamos a Chicago. El centro ocupa tres o cuatro lujosas plantas de un edificio. Alexander nos recibe y nos dice: «Nuestra subvención se termina este año. Nos encantaría hacer algo para que fuese renovada. Su proyecto nos interesa. Nuestra biblioteca y nuestros doctores están a su disposición.»

Jung había visto
Un chien andalou
y había encontrado en ella una buena demostración de
dementia precox
. Propongo entonces a Alexander hacerle llegar una copia de la película. Se declara encantado.

Al dirigirme a la biblioteca, me equivoco de puerta. Me da tiempo a ver a una dama muy elegante echada en un diván, en pleno tratamiento, y a un doctor que se precipita, furioso, hacia la puerta, que yo vuelvo a cerrar.

Alguien me informa de que a este centro no acuden más que millonarios y sus mujeres. Si, por ejemplo, una de esas mujeres es sorprendida en un Banco echándole mano a un billete, el cajero no dice nada; se avisa discretamente al marido, y la dama es enviada al psicoanálisis.

Regreso a Nueva York. Pocos días después, llega una carta del doctor Alexander. Ha visto
Un chien andalou
y se declara (con sus palabras exactas)
scared to death
(mortalmente asustado, o, si se prefiere, espantado). No deseaba tener más relaciones con el tal Luis Buñuel.

Yo me limito a formular la siguiente pregunta: ¿es éste un lenguaje de médico, un lenguaje de psicólogo? ¿Le apetece a alguien contar su vida a personas que se dejan espantar por una película? ¿Es serio eso? Por supuesto, nunca hice mi película sobre la esquizofrenia.

Me gustan las manías
. Cultivo algunas, de las que a veces hablo aquí o allá. Las manías pueden ayudar a vivir. Compadezco a los hombres que no las tienen.

Amo la soledad
, a condición de que un amigo venga a hablarme de ella de vez en cuando.

Siento un profundo horror hacia los sombreros mexicanos
. Quiero decir con eso que detesto el folklore oficial y organizado. Me encanta un carro mexicano cuando lo encuentro en el campo. No puedo soportarlo con un sombrero más grande todavía, todo cubierto de adornos dorados en el escenario de una sala de fiestas. Y esto vale también para la jota aragonesa.

Me gustan los enanos
. Admiro su seguridad en sí mismos. Los encuentro simpáticos, inteligentes, y me gusta trabajar con ellos. La mayoría están bien como están. Los que yo he conocido no querrían por nada del mundo convertirse en hombre de talla corriente. Tienen también una gran fortaleza sexual.

El que actuaba en
Nazarín
tenía en México dos amantes de estatura normal, a las que atendía por turno. A algunas mujeres les gustan los enanos. Quizá porque experimentan la impresión de tener a la vez un amante y un hijo.

No me gusta el espectáculo de la muerte
, pero, al mismo tiempo, me atrae.

Las momias de Guanajuato, en México, asombrosamente conservadas gracias a la naturaleza del terreno en una especie de cementerio, me impresionaron extraordinariamente. Se ven las corbatas, los botones, el negro bajo las uñas.

Parece como si se pudiera ir a saludar a un amigo muerto hace cincuenta años.

Uno de mis amigos, Ernesto García, era hijo del administrador del cementerio de Zaragoza, en el que numerosos cadáveres se hallan instalados en dichos murales. Una mañana, hacia 1920, varios obreros desalojaban ciertos nichos para hacer sitio. Ernesto vio el esqueleto de una monja vestida aún con jirones de su hábito, y el de un gitano con su bastón rodar juntos por el suelo y quedar abrazados en él.

Detesto la publicidad
y hago todo lo posible por evitarla, La sociedad en que vivimos es enteramente publicitaria, «Entonces, ¿por qué este libro?», se me preguntará. Respondo en primer lugar que yo solo no lo habría escrito nunca. Y añado que he pasado toda mi vida bastante cómodamente entre múltiples contracciones, sin intentar reducirlas, Forman parte de mí mismo, de mi ambigüedad natural y adquirida.

Entre los siete pecados capitales,
el único que detesto verdaderamente es la envidia
. Los otros son pecados personales que no ofenden a nadie, salvo, en algunos casos, la cólera. La envidia es el único pecado que conduce inevitablemente a desear la muerte de otra persona cuya felicidad nos hace desgraciados.

Un ejemplo imaginario: un multimillonario de Los Ángeles recibe todos los días un periódico que le lleva un modesto cartero. Un buen día, el cartero no aparece. El cartero, responde el mayordomo, ha ganado diez mil dólares en la Lotería. No acudirá más.

El millonario empieza entonces a odiar con toda su alma al cartero. Le envidia, por diez mil dólares, y puede, incluso, desear su muerte.

La envidia es el pecado español por excelencia.

No me gusta la política
. En este terreno, me encuentro libre de ilusiones desde hace cuarenta años. Ya no creo en ella. Hace dos o tres años, me llamó la atención este eslogan, paseando por unos manifestantes de izquierdas en las calles de Madrid: «Contra Franco estábamos mejor.»

ESPAÑA-MÉXICO-FRACIA 1960-1977

Volví a España en 1960, por primera vez desde hacía veinticuatro años.

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