Mi último suspiro (33 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

No he vuelto a ver
Cela s’appelle l’aurore
, inspirada en una novela de Emmanuel Robles, pero me gustaba mucho esa película. Claude Jaeger, que se hizo mi amigo y representó varios pequeños papeles en otras películas, se encargó de la producción. Marcel Camus fue mi primer ayudante, flanqueado por un corpulento muchacho de largas piernas que caminaba siempre muy lentamente y se llamaba Jacques Deray. Con ocasión de esta película coincidí también con Georges Marchal y Julien Bertheau, que volverían a trabajar conmigo. Lucía Bosé era entonces novia del torero Luis Miguel Dominguín, que me telefoneaba sin cesar antes del rodaje para preguntarme: «Oye, ¿quién es el protagonista? ¿Georges Marchal? ¿Qué clase de tipo es?»

Yo trabajaba en el guión con Jean Ferry, un amigo de los surrealistas. Un incidente bastante característico nos enfrentó. Él había escrito lo que llamaba «una magnífica escena de amor» (en realidad, tres páginas de un diálogo bastante malo), y yo la corté casi entera. En su lugar, se ve a Georges Marchal entrar, sentarse muy fatigado, quitarse los zapatos, hacerse servir la sopa por Lucía Bosé y ofrecerle como regalo una pequeña tortuga. Claude Jaeger (que es suizo) me ayudó a escribir las pocas réplicas que necesitaba, y Jean Ferry, muy disgustado, escribió al productor para quejarse de los zapatos, de la sopa, de la tortuga y añadir, hablando de nuestras réplicas: «Quizá sea belga o suizo, pero, ciertamente, no es francés.» Quiso, incluso, retirar su nombre de los títulos de crédito, a lo que el productor se negó.

Yo insisto en afirmar que la escena es mejor con la sopa y la tortuga.

Tuve también algunas desavenencias con la familia de Paul Claudel. En la película se veían sus obras, colocadas junto a un par de esposas sobre la mesa del comisario de Policía. La hija de Paul Claudel me escribió una carta que no me sorprendió: los insultos habituales.

En cuanto a
La mort en ce jardin
, recuerdo sobre todo los dramáticos problemas de guión, que es lo peor de todo. No conseguía resolverlos. A menudo, me levantaba a las dos de la madrugada para escribir durante la noche escenas que, al amanecer, le daba a Gabriel Arout para que corrigiese mi francés. Debía rodarlas durante el día. Raymond Queneau vino a pasar quince días en México para intentar —en vano— ayudarme a resolver la situación. Recuerdo su humor, su delicadeza. Nunca decía: «Eso no me gusta, no es bueno», sino que comenzaba siempre sus frases con un: «Me pregunto si…» Es autor de un hallazgo ingenioso. Simone Signoret, ramera en un pequeño poblado minero en el que ya se han producido disturbios, está haciendo la compra en una tienda. Adquiere sardinas, agujas, varios otros artículos y, luego, pide una pastilla de jabón. En ese momento, se oyen las cornetas de los soldados que llegan para restablecer el orden en el pueblo. Cambia rápidamente de idea y pide cinco pastillas de jabón.

Desgraciadamente, por razones que no recuerdo, esta corta escena de Queneau no pudo figurar en la película.

Yo creo que Simone Signoret no tenía ningún deseo de hacer
La mort en ce jardin
, prefiriendo quedarse en Roma con Yves Montand. Tenía que pasar por Nueva York para ir a México, y deslizó en su pasaporte documentos comunistas, o soviéticos, esperando ser rechazada por las autoridades norteamericanas…, que le dejaron pasar sin hacerle la más mínima observación.

Como se mostraba bastante turbulenta durante el rodaje, distrayendo a los otros actores, pedí un día al maquinista jefe que cogiera su cinta métrica, midiese una distancia de cien metros a partir de la cámara y colocara allí las sillas de los actores franceses.

En compensación, gracias a
La mort en ce jardin
, conocí a Michel Piccoli, que se convirtió en uno de mis mejores amigos. Hemos hecho juntos cinco o seis películas. Me gusta su humor, su generosidad secreta, su pizca de locura y el respeto que no me manifiesta.

Nazarín

Con
Nazarín
, rodada en 1958 en México y en varios bellísimos pueblos de la región de Cuautla, adapté por primera vez una novela de Galdós. Fue también durante este rodaje cuando escandalicé a Gabriel Figueroa, que me había preparado un encuadre estéticamente irreprochable, con el Popocatepelt al fondo y las inevitables nubes blancas. Lo que hice fue, simplemente, dar media vuelta a la cámara para encuadrar un paisaje trivial, pero que me parecía más verdadero, más próximo. Nunca me ha gustado la belleza cinematográfica prefabricada, que, con frecuencia, hace olvidar lo que la película quiere contar y que, personalmente, no me conmueve.

Conservé lo esencial del personaje de Nazarín tal como está desarrollado en la novela de Galdós, pero adaptando a nuestra época ideas formuladas cien años antes, o casi. Al final del libro, Nazarín sueña que celebra una misa. Yo sustituí este sueño por la escena de la limosna. Además, a todo lo largo de la historia, añadí nuevos elementos, la huelga, por ejemplo, y, durante la epidemia de peste, la escena con el moribundo —inspirada por el
Diálogo de un sacerdote y un moribundo
, de Sade— en la que la mujer llama a su amante y rechaza a Dios.

Entre las películas que he realizado en México,
Nazarín
es, ciertamente, una de las que prefiero. Por otra parte, fue bien recibida, no sin ciertos equívocos que se referían al verdadero contenido de la película. Así, en el festival de Cannes, donde obtuvo un Gran Premio Internacional creado especialmente para esta ocasión, estuvo a punto de recibir también el Premio de la Oficina Católica. Tres miembros del jurado la defendieron con bastante firmeza. Pero quedaron en minoría.

En aquella ocasión, Jacques Prévert, obstinadamente anticlerical, lamentó que yo hubiera hecho de un sacerdote el personaje principal de una película. A él todos los sacerdotes le parecían condenables. «Es inútil interesarse en sus problemas», me decía, El equívoco, que algunos llamaban «intento de recuperación», continuó.

Un día, tras la elección de Juan XXIII, recibí una visita en México. Se me pedía que fuese a Nueva York, donde un cardenal, sucesor del abominable Spellman, deseaba entregarme un diploma de honor por la película. Naturalmente, me negué. Pero Barbachano, productor de la película, hizo el viaje.

A FAVOR Y EN CONTRA

En la época del surrealismo, era costumbre entre nosotros decidir definitivamente acerca del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo bello y de lo feo. Existían libros que había que leer, otros que no había que leer, cosas que se debían hacer, otras que se debían evitar. Inspirándome en estos antiguos juegos, he reunido en este capítulo, dejándome llevar por el azar de la pluma, que es un azar como otro cualquiera, cierto número de mis aversiones y mis simpatías. Aconsejo a todo el mundo que haga lo mismo algún día.

He adorado los Recuerdos entomológicos de Fabre.
Por la pasión de la observación, por el amor sin límites al ser vivo, este libro me parece inigualable, infinitamente superior a la Biblia. Durante mucho tiempo, dije que solamente me llevaría ese libro a una isla desierta, Hoy, he cambiado de opinión: no me llevaría ningún libro.

Me ha gustado Sade
. Tenía más de veinticinco años cuando lo leí por primera vez, en París. Me causó una impresión mayor aún que la lectura de Darwin.

Los 120 días de Sodoma
se editó por primera vez en Berlín, en una tirada de muy pocos ejemplares. Un día, vi uno de esos ejemplares en casa de Roland Tual, donde me encontraba en compañía de Robert Desnos. Ejemplar reliquia, en el que Marcel Proust y otros habían leído este texto imposible de encontrar. Me lo prestó: Hasta entonces, yo no conocía nada de Sade. Al leerlo, me sentí profundamente asombrado. En la Universidad, en Madrid, no se me había ocultado en principio nada de las grandes obras maestras de la literatura universal desde Camoens hasta Dante y desde Homero hasta Cervantes. ¿Cómo, pues, podía yo ignorar la existencia de este libro extraordinario, que examinaba la sociedad desde todos los puntos de vista, magistral, sistemáticamente, y proponía una tabla rasa cultural? Para mí, fue una impresión considerable. La Universidad me había mentido. Otras «obras maestras» me parecían al instante despojadas de todo valor, de toda importancia. Intenté releer la
Divina Comedia
, que me pareció el libro menos poético del mundo, menos poético aún que la Biblia. ¿Y qué decir de
Os Lusiadas
? ¿De la
Jerusalén libertada
?

Me decía: ¡habrían tenido que hacerme leer a Sade antes que todas las demás cosas! ¡Cuántas lecturas inútiles! Quise entonces procurarme los demás libros de Sade, pero, estrictamente prohibidos, sólo se los podía encontrar en las ediciones rarísimas del siglo XVIII. Un librero de la calle Bonaparte, a cuyo establecimiento me condujeron Breton y Éluard, me apuntó en una lista de espera para
Justine
, que no llegó a agenciarme nunca. En cambio, tuve en la mano el manuscrito original de
Los 120 días de Sodoma
e, incluso, estuve a punto de comprarlo. Finalmente, fue el vizconde de Noailles quien lo adquirió, un paquete bastante voluminoso de papel.

Diversos amigos me prestaron
La filosofía en el boudior
, que me encantaba, el
Diálogo entre un sacerdote y un moribundo
,
Justine
y
Juliette
. En este último libro me gustaba especialmente la escena entre Juliette y el Papa en la que éste reconoce su ateísmo. Por otra parte, tengo una nieta que se llama Juliette, pero dejo la responsabilidad de esta elección a mi hijo Jean-Louis.

Breton poseía un ejemplar de
Justine
, y René Crevel, otro. Cuando éste se suicidó, el primero que llegó a su casa fue Dalí. Después, se presentó Breton, precediendo a otros miembros del grupo. Una amiga de Crevel llegó de Londres, en avión, pocas horas más tarde. Fue ella quien advirtió, en la confusión que seguía a la muerte, la desaparición de
Justine
. Alguien lo había robado.

¿Dalí? Imposible. ¿Breton? Absurdo. Además, ya poseía un ejemplar. Sin embargo, era uno de los familiares de Crevel, que conocía bien su biblioteca, quien había sustraído el ejemplar. Culpable que permanece todavía impune.

Me sentí igualmente muy impresionado por el testamento de Sade, en el que pide que sus cenizas sean arrojadas en cualquier parte y que la Humanidad olvide sus obras y hasta su nombre. Desearía poder decir lo mismo de mí.

Encuentro falaces y peligrosas todas las ceremonias conmemorativas, todas las estatuas de grandes hombres. ¿Para qué sirven? Viva el olvido. Yo solamente veo dignidad en la nada.

Si bien el interés que hoy siento por Sade ha envejecido —pero el entusiasmo por todas las cosas es efímero—, no puedo olvidar esta revolución cultural.

La influencia que ejerció sobre mí fue, sin duda, considerable. A propósito de
La Edad de oro
, en que las citas de Sade saltaban a la vista, Maurice Heine escribió un artículo contra mí, afirmando que el Divino Marqués se sentiría muy disgustado. En efecto, él había atacado a todas las religiones, sin limitarse, como yo, solamente al cristianismo. Respondí que mi propósito era respetar el pensamiento de un autor muerto, sino hacer una película.

He adorado a Wagner
y me he servido de su música en varias películas, desde la primera (
Un chien andalou
) hasta la última (
Ese oscuro objeto del deseo
). Lo conocía bastante bien.

Una de las grandes melancolías de mi final de vida es no poder oír la música.

Desde hace ya tiempo, más de veinte años, mi oído no puede reconocer las notas… como si las letras se intercambiaran entre sí en un texto escrito, imposibilitando la lectura. Si algún milagro pudiera devolverme esta facultad, mi vejez se habría salvado, la música me parecería una dulcísima morfina conduciéndome casi sin alarma hasta la muerte. Pero, como último recurso, no veo más que un viaje a Lourdes.

De joven, toqué el violín, y más tarde, en París, rasgueé el banjo. Me han gustado Beethoven, César Franck, Schumann, Debussy y muchos otros.

La relación con la música ha cambiado totalmente desde mi juventud.

Cuando con varios meses de antelación, se nos anunciaba que la gran orquesta sinfónica de Madrid, de excelente reputación, iba a dar un concierto en Zaragoza, se apoderaba de nosotros una agradable excitación, una verdadera voluptuosidad de la espera. Nos preparábamos, contábamos los días, buscábamos las partituras, las tarareábamos ya. La noche del concierto, una alegría incomparable.

Hoy, basta oprimir un botón para oír al instante, en la propia casa, todas las músicas del mundo. Veo claramente lo que se ha perdido. ¿Qué se ha ganado? Para llegar a toda belleza, tres condiciones me parecen siempre necesarias: esperanza, lucha y conquista.

Me gusta comer temprano
, acostarme y levantarme pronto. En eso soy completamente antiespañol.

Me gusta el Norte, el frío y la lluvia
. En eso soy español. Nacido en un país árido, no imagino nada más bello que los bosques inmensos y húmedos, invadidos por la niebla. En mi infancia, ya lo he dicho, cuando iba de vacaciones a San Sebastián, en el extremo norte de España, me sentía emocionado a la vista de los helechos, del musgo en los troncos de los árboles. Me gustan los países escandinavos, que conozco muy poco, y Rusia. A los siete años escribí un cuento de varias páginas que se desarrollaba en el Transiberiano, a través de las estepas nevadas.

Me gusta el ruido de la lluvia
. Lo recuerdo como uno de los ruidos más bellos del mundo. Ahora lo oigo con un aparato, pero no es el mismo ruido.

La lluvia hace a las grandes naciones.

Me gusta verdaderamente el frío
. Durante toda mi juventud, aun en lo más crudo del invierno, me paseaba sin gabán, con una simple camisa y una chaqueta.

Sentía el frío atacarme, pero resistía, y esa sensación me agradaba. Mis amigos me llamaban «el sin abrigo». Un día, me fotografiaron completamente desnudo en la nieve.

Un invierno, en París, cuando el Sena comenzaba a helarse, estaba esperando a Juan Vicens en la estación de Orsay, a la que llegaban los trenes procedentes de Madrid. El frío era tan intenso que tuve que echar a correr de un lado a otro del andén, lo cual no me libró de coger una pulmonía. Nada más restablecerme, compré ropas de abrigo, las primeras de mi vida.

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