Mi último suspiro (31 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título:
Los olvidados
, o
Piedad para ellos
. Ridículo.

Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano, Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.

El mismo año, realicé
Susana
, película sobre la que no tengo nada que decir, salvo que lamento no haber subrayado la caricatura en el final, cuando termina milagrosamente bien. Un espectador no avisado puede tomarse en serio este desenlace.

En una de las primeras escenas de la película, cuando Susana se encuentra en la cárcel, estaba prevista en el guión la presencia de una gran migala que debía atravesar la sombra de los barrotes de la celda proyectada en el suelo, donde dibujaba una cruz. Cuando pedí la migala, el productor me dijo: «No, no hemos encontrado ninguna.» Disgustado, me disponía a pasarme sin ella, cuando el encargado del atrezzo me comunicó que ciertamente había una migala en una cajita. El productor me había mentido, pues temía verme perder tiempo.

De hecho, colocamos la jaula de la araña fuera del campo de toma, la abrimos y empujé con un trocito de madera a la migala, que atravesó a la primera la sombra de los barrotes, tal como yo quería. La cosa apenas si nos llevó un minuto.

Tres películas en 1951: Primero,
La hija del engaño
; mal título de Dancigers para lo que no era sino una nueva versión de
Don Quintín
, la obra de Arniches.

En Madrid, en los años treinta, yo había producido ya una película basada en esta misma obra. Luego,
Una mujer sin amor
, sin duda mi peor película.

Se me pidió que hiciera un
remake
de una buena película que André Cayatte había realizado en Francia sobre
Pierre et Jean
, de Maupassant. Se trataba de instalarme una moviola en el plató para que yo copiase a Cayatte plano por plano. Naturalmente, me negué y decidí rodar a mi manera. Resultado mediocre.

En cambio, guardo bastante buen recuerdo de
Subida al cielo
, relato de un viaje en autobús, rodada ese mismo año 1951. El guión se inspiraba en algunas aventuras acaecidas al productor de la película, el poeta español Altolaguirre, viejo amigo de Madrid, que se había casado con una cubana riquísima.

Todo se desarrollaba en el Estado de Guerrero, que, sin duda, es todavía hoy uno de los Estados más violentos de México.

Rodaje rápido, maqueta bastante lamentable del autobús que se ve avanzar bamboleándose por la falda de la montaña, y también los imprevistos de los rodajes mexicanos: el plan de trabajo preveía tres noches para rodar una larga escena durante la cual se entierra a una niña, mordida por una víbora, en un cementerio en que se halla instalado un cine ambulante. En el último instante, se me anunció que, por razones sindicales, las tres noches de rodaje quedaban reducidas a dos horas. Hubo que reorganizar todo en un solo plano, suprimir la proyección prevista, actuar a toda prisa. En México me he visto obligado a adquirir una gran rapidez de ejecución…, que a veces lamento más tarde.

Fue también durante el rodaje de
Subida al ciel
o cuando el ayudante del jefe de producción fue retenido como rehén en el hotel «Las Palmeras» de Acapulco, por facturas impagadas.

ÉL

Rodada en 1952 después de
Robinsón Crusoe
,
Él
es una de mis películas preferidas. A decir verdad, no tiene nada de mexicana. La acción podría desarrollarse en cualquier parte, pues se trata del retrato de un paranoico.

Los paranoicos son como los poetas. Nacen así. Además, interpretan siempre la realidad en el Sentido de su obsesión, a la cual se adapta todo. Supongamos, por ejemplo, que la mujer de un paranoico toca una melodía al piano.

Su marido se persuade al instante de que se trata de una señal intercambiada con su amante, escondido en la calle. Y todo así.

Él
contenía un cierto número de detalles verdaderos, tomados de la observación cotidiana, y también una buena parte de invención. Al principio, por ejemplo, en la escena del
mandatum
, del lavatorio de pies en la iglesia, el paranoico descubre inmediatamente a su víctima, como un halcón que ve a una alondra, Me pregunto si esta intuición descansará sobre alguna realidad.

La película fue presentada en el festival de Cannes en el curso de una sesión organizada —me pregunto por qué— en honor de los ex combatientes y mutilados de guerra, que protestaron vivamente. En general, la película fue mal recibida. Con algunas excepciones, la Prensa se mostró hostil, Jean Cocteau, que antaño me había dedicado algunas páginas en
Opium
, declaró incluso que con
Él
yo me había «suicidado», Cierto que más tarde cambió de opinión.

Me fue ofrecido un consuelo en París por Jacques Lacan, que vio la película en el transcurso de una proyección organizada por 52 psiquiatras en la Cinemateca.

Me habló largamente de la película, en la que reconocía el acento de la verdad, y la presentó a sus alumnos en varias ocasiones.

En México, un desastre. El primer día, Óscar Dancigers salió de la sala absolutamente consternado, diciéndome: «¡Se ríen!» Entré en el cine, vi la escena en que —lejano recuerdo de las casetas de baños de San Sebastián— el hombre hunde una larga aguja en el agujero de una cerradura para saltarle el ojo al observador desconocido que imagina tras la puerta, y, en efecto, la gente reía a carcajadas.

Fue preciso todo el prestigio de Arturo de Córdoba, que hacía el papel principal, para que la película permaneciese dos o tres semanas en cartel.

A propósito de paranoicos, puedo contar uno de los mayores miedos de mi vida, que se sitúa hacia 1952, aproximadamente en la época de
Él
. Yo conocía la existencia en nuestro barrio de México de un oficial bastante parecido al personaje de la película. Por ejemplo, anunciaba que se iba de maniobras, y, a la noche, volvía y, disimulando la voz, decía a su propia mujer a través de la puerta: «Tu marido se ha marchado, ábreme…» Conté este detalle y varios otros a un amigo, que escribió con ellos un artículo en un periódico. Conociendo ya las costumbres de ciertos mexicanos, me sentí realmente aterrado: la he hecho buena. ¿Cuál será su reacción? ¿Qué hago si llama a mi puerta, con un arma en la mano, pidiendo justicia?

No pasó nada. Quizás es que él leía otro periódico.

A propósito de Cocteau: en el festival de Cannes de 1954, presidía el jurado del que yo formaba parte. Un día, me dijo que querían hablar conmigo y me citó para la tarde en el bar del «Carlton» a una hora tranquila. Acudí con mi puntualidad habitual, miré por todas partes sin ver a Cocteau (apenas si se hallaban ocupadas unas cuantas mesas), esperé media hora y me fui.

Por la noche, me preguntó por qué no había acudido yo a la cita. Le conté lo que había ocurrido. Él me dijo entonces que había hecho exactamente lo mismo que yo, a la misma hora, sin verme. Estoy seguro de que no mentía.

Realizamos todas las comprobaciones necesarias, sin encontrar la menor explicación a nuestra cita misteriosamente frustrada.

En 1930 había escrito con Pierre Unik un guión basado en el libro
Cumbres borrascosas
. Como todos los surrealistas, me sentía muy atraído por esta novela y quería hacer una película de ella. La ocasión se presentó en México en 1953. Volví a tomar el guión, ciertamente uno de los mejores que he teñido entre mis manos. Por desgracia, me vi obligado a aceptar los actores contratados por Óscar para una película musical, Jorge Mistral, Ernesto Alonso, una cantante y bailarina de rumbas, Lilia Prado para interpretar el papel de una muchacha romántica, y una actriz polaca, Irasema Dillian, que, pese a su aire eslavo, debía hacer de hermana de un mestizo mexicano. Prefiero no hablar de los problemas que tuve que resolver durante el rodaje, para un resultado sumamente discutible.

En una escena de la película, un anciano leía a un niño un pasaje que, para mí, es el más bello de la Biblia, muy por encima del
Cantar de los Cantares
.

Se encuentra en el
Libro de la Sabiduría
(2, 1-7), libro que no figura, ni mucho menos, en todas las ediciones. El autor de estas líneas admirables las pone en boca de los impíos. Basta con poner entre paréntesis las primeras palabras y leer:

(Pues neciamente se dijeron a sí mismos los que no razonan): Corta y triste es nuestra vida, y no hay remedio cuando llega el fin del hombre, ni se sabe que nadie haya escapado del hades.

Por acaso hemos venido a la existencia, y después de esta vida seremos como si no hubiéramos sido: porque humo es nuestro aliento, y el pensamiento una centella del latido de nuestro corazón.

Extinguido éste, el cuerpo se vuelve ceniza, y el espíritu se disipa como tenue aire.

Nuestro nombre caerá en el olvido con el tiempo, y nadie tendrá memoria de nuestras obras, y pasará nuestra vida como rastro de nube, y se disipará como niebla herida por los rayos del sol que a su calor se desvanece.

Pues el paso de una sombra es nuestra vida, y sin retorno es nuestro fin, porque se pone el sello y ya no hay quien salga.

Venid, pues, y gocemos de los bienes presentes, démonos prisa a disfrutar de todos en nuestra juventud.

Hartémonos de ricos, generosos vinos, y no se nos escape ninguna flor primaveral.

Coronémonos de rosas antes de que se marchiten, no haya prado que no huelle nuestra voluptuosidad.

Ninguno de nosotros falte a nuestras orgías, quede por doquier rastro de nuestras liviandades, porque ésta es nuestra porción y nuestra suerte.

Ni una sola palabra que cambiar en esta lejana profesión de ateísmo. Creería uno estar leyendo la más hermosa página del Divino Marqués.

El mismo año, después de
La ilusión viaja en tranvía
, rodé
El río y la muerte
, presentada en el festival de Venecia. Inspirado en la facilidad con que puede uno asesinar a su prójimo, la película contenía gran número de asesinatos aparentemente fáciles e, incluso, gratuitos. A cada asesinato, el público de Venecia reía y gritaba: «¡Otro! ¡Otro!» Sin embargo, la mayoría de los sucesos que cuenta esta película son auténticos y pueden, de paso, permitir echar un interesante vistazo a este aspecto de las costumbres mexicanas. El uso frecuente de la pistola no es exclusivo de México. Se halla extendido por gran parte de América Latina, especialmente en Colombia. Hay países en este continente en los que la vida humana —la propia y la ajena— tiene menos importancia que en otras partes. Se puede matar por un sí, por un no, por una mala mirada o, simplemente, «porque tenía ganas». Los periódicos mexicanos ofrecen todas las mañanas el relato de algunos sucesos que asombran siempre a los europeos. Por ejemplo, entre los casos más curiosos: un hombre espera tranquilamente al autobús. «¿Llega a Chapultepec?» «Sí», responde el primero. «¿Y para ir a tal sitio?» «Sí», responde el otro. «¿Y para ir a San Ángel?» «Ah, no», responde el hombre interrogado.

«Bueno —le dice el otro—, pues ahí tienes por los tres.» Y le mete tres balazos en el cuerpo, dejándole seco, como habría dicho Breton, un acto surrealista puro.

O también (es uno de los primeros casos que leí en la Prensa a mi llegada): un hombre entra en el número 39 de una calle y pregunta por el señor Sánchez.

El portero le responde que no conoce a ningún señor Sánchez, que seguramente éste vive en el 41. El hombre va al 41 y pregunta por el señor Sánchez.

El portero del 41 le responde que, sin duda alguna, Sánchez vive en el 39 y que el portero del primer inmueble se ha equivocado.

El hombre vuelve al 39, llama al primer portero y le explica lo que pasa. El portero le ruega que espere un momento, pasa a otra habitación, regresa con un revólver y abate al visitante.

Lo que más me asombró de esta historia fue el tono con que la contaba el periodista, como si diese la razón al portero. El titular decía:
Lo mata por preguntón
.

Una de las escenas de la película recuerda una costumbre del Estado de Guerrero, donde el Estado lanza de vez en cuando una campaña de despistolización, después de la cuál todo el mundo se apresura a repistolizarse. En esta escena, un hombre mata a otro hombre y huye. La familia del muerto re coge el cadáver y lo lleva de casa en casa para un adiós a los amigos, a los vecinos.

Delante de cada puerta, se bebe, se intercambian abrazos, a veces se canta. La comitiva se detiene por fin un momento ante la casa del asesino, cuya puerta se mantiene obstinadamente cerrada, pese a las llamadas.

El alcalde de un pueblo me dijo un día, como una cosa muy natural: «Cada domingo tiene su muertito.» Lo que no me gusta es la tesis que la película parece sostener, tesis que procede del libro que le sirvió de base: «Instruyámonos, cultivémonos, hagámonos todos universitarios, y dejaremos de matarnos entre nosotros.» No lo creo.

Con motivo de
El río y la muerte
quisiera evocar algunas anécdotas personales, en su mayor parte recuerdos de rodaje. Confesaré de paso que siempre me han gustado las armas, desde mi infancia. Hasta estos últimos años, en México llevaba siempre una encima. Pero debo precisar que nunca la utilicé contra mi prójimo.

Además, como se habla a menudo del machismo mexicano, quizá no sea inútil recordar que esta actitud «viril», y, por consecuencia, la situación de la mujer en México, tienen un origen español que de nada sirve disimular. El machismo procede de un sentimiento muy fuerte y muy vanidoso de su dignidad de hombre. Es extremadamente quisquilloso, susceptible, y nada más peligroso que un mexicano, que te mira calmosamente y te dice con voz dulce, porque, por ejemplo, has rehusado beber con él un décimo vaso de tequila, esta frase siempre temible:

—Me está usted ofendiendo.

En tal caso, más vale beber el décimo vaso.

A estas manifestaciones de puro machismo mexicano se añaden a veces extraordinarios casos de justicia expeditiva. Daniel, que fue mi ayudante en
Subida al cielo
, me contó la historia siguiente: un domingo, sale de caza con siete u ocho amigos. A mediodía, se detienen a comer. De pronto, se ven rodeados por un grupo de hombres armados, a caballo, que les quitan las botas y las escopetas.

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