Mi último suspiro (36 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

En varias ocasiones, desde mi partida, había podido pasar unos días con mi familia en Pau o San Juan de Luz. Mi madre, mis hermanas y mis hermanos cruzaban la frontera francesa para venir a verme. Vida de exilio.

En 1960, naturalizado mexicano desde hacía más de diez años, pedí un visado al Consulado español en París. Ninguna dificultad. Mi hermana Conchita fue a recibirme a Port-Bou para dar la alarma en caso de incidente o detención.

Pero no ocurrió nada. Unos meses más tarde, me visitaron dos policías de paisano, que se informaron cortésmente de mis medios de vida. Ésas fueron mis únicas relaciones oficiales con la España franquista.

Pasé primero por Barcelona, y luego, por Zaragoza, antes de regresar a Madrid. No hace falta decir la emoción que experimenté al encontrar de nuevo los lugares de mi infancia y mi juventud. Al igual que a mi regreso a París, diez años antes, me echaba a llorar a veces, al pasar por tal o cuál calle.

Durante esta primera estancia, que se limitó a unas pocas semanas, Francisco Rabal (
Nazarín
) me hizo conocer a un extraordinario personaje que se convertiría en mi productor y amigo, el mexicano Gustavo Alatriste.

Unos años antes, había estado brevemente con él en el plató de
Archibaldo de la Cruz
. Visitaba entonces a una actriz con la que se casó y de la que después se divorció para casarse con Silvia Pinal, cantante y actriz mexicana.

Hijo de un organizador de peleas de gallos, gran aficionado él también a los gallos de pelea, hombre de negocios múltiples, propietario de dos revistas, de terrenos, de una fábrica de muebles, acababa de decidir lanzarse al cine (actualmente posee 36 salas en México, se ha hecho distribuidor, director, e incluso, actor; pronto tendrá sus propios estudios), y me proponía una película.

Alatriste es una sorprendente mezcla de pillería y de inocencia. En Madrid, por ejemplo, asistía a veces a misa para que Dios le ayudase a resolver un problema financiero. Un día, me formuló con toda seriedad la pregunta siguiente: «¿Existen señales exteriores que permitan reconocer a un duque, un marqués o un barón?» Yo le respondí que esas señales no existen, y mi respuesta pareció satisfacerle.

Guapo, seductor, capaz de regalos principescos, de reservar para nosotros dos —sabedor de que mi sordera detesta los lugares demasiado poblados— toda la sala de un restaurante de lujo, capaz también de esconderse en los lavabos de su oficina para no pagar doscientos pesos a una periodista, amigo de políticos, ostentoso y lleno de encanto, Alatriste, que me proponía una película, no sabía nada de cine.

Añadiré una anécdota característica: un día, me anuncia que se va de México al día siguiente y concierta una cita conmigo en Madrid. Tres días después, me entero por casualidad de que no ha salido de México. Por una buena razón: está arraigado, no tiene derecho a salir, pues debe dinero a alguien; En el aeropuerto, intenta sobornar al inspector, le ofrece diez mil pesos (cuatrocientos o quinientos dólares). El inspector, padre de ocho hijos, vacila y, finalmente, rehúsa aceptar. Cuando hablo de ello con Alatriste, éste reconoce cándidamente los hechos. Añade que la suma que debe y polla que está arraigado no pasa de ocho mil pesos…, menos de lo que ofrecía al inspector.

Algunos años más tarde, Alatriste me ofreció un sueldo mensual bastante elevado por poder venir de vez en cuando a pedirme consejos cinematográficos y morales. Rechacé su oferta, pero tiene derecho a mis consejos gratuitos cuando lo desee.

VIRIDIANA

En el barco que me llevaba de nuevo a México, tras mi estancia en Madrid, recibí un telegrama de Figueroa proponiéndome no sé qué historia de la jungla.

Rehusé y, como Alatriste me dejaba libertad absoluta —libertad jamás desmentida— decidí escribir un argumento original, la historia de una mujer que llamé Viridiana en recuerdo de una santa poco conocida de la que antaño me habían hablado en el colegio de Zaragoza.

Mi amigo Julio Alejandro me ayudó a desarrollar una antigua fantasía erótica, que ya he contado, en la que, gracias a un narcótico, abusaba de la reina de España. Una segunda historia vino a injertarse en ésta. Cuando el guión quedó terminado, Alatriste me dijo:

—Vamos a rodarla en España.

Eso me planteaba un problema. No acepté sino a condición de trabajar con la sociedad de producción de Bardem, conocido por su espíritu de oposición al régimen franquista. A pesar de ello, nada más conocerse mi decisión se elevaron vivas protestas entre los emigrantes republicanos en México. Una vez más, se me atacaba y se me insultaba, pero en esta ocasión los ataques procedían de los mismos entre los que yo me alineaba.

Varios amigos me defendieron, y se entabló una polémica sobre el tema: ¿Tiene Buñuel derecho a rodar en España? ¿No constituye eso una traición? Recuerdo una caricatura de Isaac aparecida poco más tarde. En un primer dibujo, se veía a Franco esperándome en suelo español. Yo llego de América, llevando las bobinas de
Viridiana
, y un coro de ultrajadas voces grita. «¡Traidor! ¡Vendido!» Estas voces continúan gritando en el segundo dibujo mientras Franco me recibe amablemente y yo le entrego las bobinas… que en el tercer dibujo, le explotan en la cara.

La película fue rodada en Madrid en estudio y en una hermosa finca de las afueras. Estudio y casa han desaparecido en la actualidad. Yo disponía de un presupuesto normal, de excelentes actores, de siete u ocho semanas de rodaje.

Volví a encontrarme con Francisco Rabal y trabajé por primera vez con Fernando Rey y Silvia Pinal. Ciertos actores de edad, pequeños papeles, me eran conocidos desde
Don Quintín
y las otras películas que produje en los años treinta. Conservo un especial recuerdo del extravagante personaje que interpretaba al leproso, medio vagabundo y medio loco. Se le permitía vivir en el patio del estudio. Escapaba a toda dirección de actor y, sin embargo, yo lo encuentro maravilloso en la película. Algún tiempo después, se encontraba en Burgos, en un banco. Pasan dos turistas franceses que han visto la película, le reconocen y le felicitan. Él recoge al instante sus exiguas pertenencias, se echa el hatillo al hombro y comienza a caminar, diciendo: «¡Me voy a París! ¡Allí me conocen!»

Murió en el camino.

En el artículo que ya he mencionado a propósito de nuestra infancia, mi hermana Conchita habla del rodaje de
Viridiana
. Le dejo nuevamente la palabra:

Durante el rodaje, yo fui a Madrid como «secretaria» de mi hermano. La vida madrileña de Luis fue, como casi siempre, la de un anacoreta. os alojamos en el piso 17 del único rascacielos de la capital. Luis se encontraba en él como un austero monje sobre su columna.

Como su sordera se agravase, solamente recibía a las personas a las que no tenía más remedio que recibir. Había cuatro camas en el apartamento, pero Luis dormía en el suelo, con una sábana y una manta, y todas las ventanas abiertas. Abandonaba frecuentemente su mesa de trabajo para mirar el paisaje: a lo lejos, la montaña; más cerca, la Casa de Campo y el Palacio Real.

Recordaba sus años de estudiante y parecía feliz. Decía que la luz de Madrid es única, pero yo la he visto cambiar varias veces el alba al crepúsculo.

Luis contemplaba todas las mañanas el amanecer.

Cenábamos a las siete de la tarde, cosa muy poco habitual en España.

Fruta, queso y buen vino de Rioja. A mediodía, comíamos siempre en un buen restaurante. uestro plato preferido: cochinillo asado. Desde entonces, arrastro un complejo de canibalismo, y a veces sueño con Saturno devorando a sus hijos.

Luis curó un poco de su sordera, y empezamos a recibir gente: viejos amigos, jóvenes del Instituto Cinematográfico, el personal necesario para el rodaje, leí el guión de Viridiana, y no me gustó. Mi sobrino Jean-Louis me dijo que una cosa era un guión de su padre, y otra muy distinta lo que hacía a partir de él. En efecto.

Vi rodar algunas escenas. Luis tiene una paciencia de ángel y nunca se enfada.

Hace repetir las escenas cuantas veces sea necesario.

Uno de los doce pobres que actúan en la película es un auténtico mendigo, el llamado «el leproso». Mi hermano se enteró de que este leproso cobraba tres veces menos que los otros. Manifestó su indignación por ello a los productores, los cuales intentaron calmarle diciéndole que el último día de rodaje se organizaría una colecta para el mendigo. La indignación de Luis aumentó aún más, pues no podía aceptar que un trabajo se pagase con una limosna.

Exigió que el vagabundo pasara por caja todas las semanas, como todo el mundo.

Los «vestidos» de la película son auténticos. Para encontrarlos, hubo de recorrer los suburbios y los arcos de los puentes y dar a los pobres y los vagabundos ropas nuevas a cambio de sus harapos. Estos fueron desinfectados, pero no lavados, a fin de que los actores sintieran realmente la miseria.

Durante su trabajo en el estudio, yo no veía a mi hermano. Se levantaba a las cinco, salía antes de las ocho y no volvía hasta once o doce horas más tarde, con el tiempo justo para cenar y echarse inmediatamente en el suelo a dormir.

Sin embargo, teníamos nuestros momentos de diversión y nuestros juegos.

Uno de estos juegos consistía en lanzar aviones de papel los domingos por la mañana desde nuestro apartamento del piso 17. o nos acordábamos de cómo se hacían: su vuelo era pesado, torpe y extraño. Los lanzábamos a la vez.

Aquel cuyo avión «aterrizaba» antes perdía. El castigo del perdedor consistía en comerse la cantidad de papel equivalente a un avión, sazonado, bien con mostaza, bien, en mi caso, con azúcar y miel.

Otra ocupación de Luis: esconder el dinero en un lugar difícil o imprevisible.

De este modo, yo mejoré sensiblemente mi sueldo de secretaria.

Conchita tuvo que salir de Madrid durante el rodaje, pues nuestro hermano Alfonso murió en Zaragoza. Más tarde, ha vuelto con frecuencia a compartir mi vida en la Torre de Madrid, ese rascacielos de apartamentos amplios y luminosos, tristemente transformado hoy en oficinas. Con ella y otros amigos, íbamos a menudo a saborear la cocina, sencilla pero deliciosa de «Doña Julia », una de las mejores tabernas de Madrid. En la época en que conocí al cirujano José Luis Barros, en la actualidad uno de mis mejores amigos.

Pervertida por Alatriste, que le dejó un día ochocientas pesetas de propina por una cuenta de doscientas, doña Julia me presentó la vez siguiente una nota astronómica, una cuenta de Gran Capitán. Pagué sin discutir, muy sorprendido, y, luego, le hablé de ello a Paco Rabal, que la conocía bien.

Él le preguntó las razones de aquella cuenta monumental. La mujer respondió, con absoluta ingenuidad:

—¡Como conoce al señor Alatriste, pensaba que era millonario!

En esa época, yo participaba casi todos los días en lo que quizá fuese la última peña de Madrid. Tenía su sede en un viejo café, el «Café Viana», y congregaba a José Bergamín, José Luis Barros, el compositor Pittaluga, el torero Luis Miguel Dominguín y otros amigos. Al entrar, yo saludaba a veces a los que ya se encontraban allí, subrepticiamente, esbozando los gestos de reconocimiento de la francmasonería, a la que nunca he pertenecido. Bajo la España franquista, eso representaba un cierto sabor de riesgo.

La censura española era entonces célebre por su formalismo cominero. En un primer final, yo había imaginado, simplemente que Viridiana llamaba a la puerta de su primo. La puerta se abría, ella entraba, y la puerta volvía a cerrarse.

La censura rechazó este epílogo, lo que me llevó a imaginar otro final, mucho más pernicioso que el primero, pues sugiere muy precisamente una relación trilateral. Viridiana se une a una partida de cartas entre su primo y la otra mujer, que es su amante. Y el primo le dice: «Sabía que acabarías jugando al tute con nosotros.»

Viridiana
provocó en España un escándalo bastante considerable, comparable al de
La Edad de oro
, que me absolvió ante los republicanos establecidos en México. En efecto, a causa de un artículo muy hostil aparecido en
L’Observatore Romano
, la película, que acababa de obtener en Cannes la Palma de Oro como película española, fue inmediatamente prohibida en España por el ministro de Información y Turismo. Al mismo tiempo, fue destituido el director general de Cinematografía por haber subido a escena en Cannes para recibir el premio.

El asunto causó tanto ruido que Franco pidió ver la película. Creo incluso que la vio dos veces y que, según lo que me contaron los coproductores españoles, no encontró en ella nada muy censurable (a decir verdad, después de todo lo que había hecho), la película debía de parecerle bien inocente). Pero rehusó revocar la decisión de su ministro, y
Viridiana
permaneció prohibida en España.

En Italia, se estrenó primeramente en Roma, donde marchaba bien, y luego en Milán. El procurador general de esta ciudad la prohibió, entabló proceso judicial contra mí y me hizo condenar a un año de cárcel si ponía los pies en Italia. Decisión que fue anulada poco más tarde por el Tribunal Supremo.

La primera vez que vio la película, Gustavo Alatriste quedó un poco desconcertado y no hizo ningún comentario. La volvió a ver en París, luego dos veces en. Cannes, y finalmente, en México. Al término de esta última proyección, la quinta o sexta, se lanzó hacia mí, lleno de alegría, y me dijo:

—¡Ya está, Luis, es formidable, lo he entendido todo! Ahora fui yo quien se quedó perplejo. La película narraba una historia extremadamente sencilla, a mi modo de ver. ¿Qué había en ella tan difícil de entender? Vittorio de Sica vio la película en México y salió de la sala horrorizado, oprimido. Subió a un taxi con Jeanne, mi mujer, para ir a tomar una copa. Durante el trayecto, le preguntó si yo era realmente monstruoso y si llegaba a pegarle en la intimidad. Ella respondió:

—Cuando hay que matar a una araña, me llama a mí.

En París, cerca de mi hotel, vi un día el cartel de una de mis películas con el siguiente eslogan: «El director cinematográfico más cruel del mundo.» Estupidez que me entristeció mucho.

EL ÁNGEL EXTERMINADOR

A veces, he lamentado haber rodado en México
El Ángel exterminador
. Lo imaginaba más bien en París o en Londres, con actores europeos y un cierto lujo en el vestuario y los accesorios, En México pese a la belleza de la casa, pese a mis esfuerzos por elegir actores cuyo físico no evocara necesariamente a México, padecí una cierta pobreza en la mediocre calidad de las servilletas, por ejemplo: no pude mostrar más que una. Y ésa era de la maquilladora, que me la prestó.

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