Mi último suspiro (39 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

Para la pequeña historia, indicaré que los cuatro españoles que fusilan a los franceses al principio de la película son José Luis Barros (el más corpulento), Serge Silberman (con una venda en la frente), José Benjamín, de sacerdote, y yo mismo, disimulado bajo la barba y la capucha de un monje.

ESE OSCURO OBJETO DEL DESEO

Después de
El fantasma de la libertad,
rodada en 1974 (tenía yo por lo tanto, setenta y cuatro años), pensé en retirarme definitivamente, Fue necesaria toda la obstinación de mis amigos, y principalmente de Silberman, para ponerme a trabajar de nuevo.

Retorné a un antiguo proyecto, la adaptación de
La mujer y el pelele,
de Pierre Louys, y la rodé finalmente en 1977 con Fernando Rey y dos actrices para el mismo papel, Ángela Molina y Carole Bouquet. Muchos espectadores no se han dado cuenta de que son dos.

A partir de una expresión de Pierre Louys, «pálido objeto del deseo», la película se llamó
Ese oscuro objeto del deseo.
Me parece que el guión estaba bastante bien construido, teniendo cada escena un comienzo, un desarrollo y un final. Bastante fiel al libro, la película presenta, sin embargo, cierto número de interpolaciones que cambian por completo su tono. La última escena —en que una mano de mujer zurce cuidadosamente un desgarrón en un encaje ensangrentado (es el último plano que yo he rodado)— me conmueve sin que pueda decir por qué, pues permanece para siempre misteriosa, antes de la explosión final.

A todo lo largo de esta película, historia de la posesión imposible de un cuerpo de mujer, mucho después de
La Edad de oro,
yo había deseado introducir un clima de atentados e inseguridad, clima que todos conocíamos y en el que vivíamos en el mundo. Pues bien, el 16 de octubre de 1977 estalló una bomba en el Ridgetheatre de San Francisco, en donde se proyectaba la película. Cuatro bobinas quedaron destrozadas, y se hallaron en las paredes inscripciones injuriosas como «Esta vez, vas demasiado lejos». Una de esas inscripciones iba firmada por
Mickey Mouse.
Diversos indicios permitieron pensar que el atentado había sido cometido por un grupo de homosexuales organizados. De forma general, por otra parte, a los homosexuales no les gustó esta película. Nunca comprenderé por qué.

EL CANTO DEL CISNE

Según las últimas noticias, poseemos en la actualidad bombas atómicas suficientes no sólo para destruir toda vida sobre la Tierra, sino también para hacerle a esta Tierra salirse de su órbita y enviarla a perderse, desierta y fría, en las inmensidades. Me parece espléndido, y casi siento deseos de exclamar: ¡Bravo! Una cosa es ya cierta: la ciencia es la enemiga del hombre. Halaga en nosotros el instinto de omnipotencia que conduce a nuestra destrucción. Una encuesta reciente lo demostraba: de setecientos mil científicos «altamente cualificados» que en la actualidad trabajan en el mundo, 520.000 se esfuerzan por mejorar los medios de muerte, por destruir a la Humanidad. Sólo 180.000 tratan de hallar métodos para nuestra protección.

Las trompetas del apocalipsis suenan a nuestras puertas desde hace unos años, y nosotros nos tapamos los oídos. Este nuevo apocalipsis, como el antiguo, corre al galope de cuatro jinetes: la superpoblación (el primero de todos, el jefe, que le enarbola el estandarte negro), la ciencia, la tecnología y la información. Todos los demás males que nos asaltan no son sino consecuencias de los anteriores, Y no vacilo al situar a la información entre los funestos jinetes. El último guión sobre el que he trabajado, pero que nunca podré realizar, descansaba sobre una triple complicidad: ciencia, terrorismo, información. Esta última, presentada de ordinario como una conquista, como un beneficio, a veces incluso como un «derecho», quizá sea en realidad el más pernicioso de nuestros jinetes, pues sigue de cerca a los tres y sólo se alimenta de sus ruinas. Si cayera abatido por una flecha, se produciría muy pronto un descanso en el ataque a que nos hallamos sometidos.

Me impresiona tan intensamente la explosión demográfica que con frecuencia he dicho —incluso en este libro— que sueño a menudo en una catástrofe planetaria que eliminase a dos mil millones de habitantes, aunque estuviera yo entre ellos. Y añado que esa catástrofe no tendría sentido ni valor a mis ojos más que si procediera de una fuerza natural, terremoto, epidemia desconocida, virus devastador e invencible. Yo respeto y admiro a las fuerzas naturales. Pero no soporto a los miserables fabricantes de desastres que cavan todos los días nuestra fosa común diciéndonos, hipócritas criminales: «Imposible hacer otra cosa.»

Imaginativamente, la vida humana no tiene para mí más valor que la vida de una mosca. Prácticamente, respeto toda vida, incluso la de la mosca, animal tan enigmático y admirable como un hada.

Solo y viejo, no puedo imaginar sino la catástrofe o el caos. Una u otro me parecen inevitables. Sé muy bien que, para los viejos, el sol era más cálido en la época lejana de su juventud. Sé también que hacia el final de cada milenio es costumbre anunciar el fin. Me parece, no obstante, que el siglo entero conduce a la desgracia. El mal ha ganado la vieja y tremenda lucha. Las fuerzas de destrucción y dislocación han vencido. El espíritu del hombre no ha realizado ningún progreso hacia la claridad. Quizás, incluso, ha retrocedido. Nos rodean la debilidad, el terror y la morbosidad. ¿De dónde surgirán los tesoros de bondad e inteligencia que podrían salvarnos algún día? Incluso el azar me parece importante.

Yo nací en el amanecer de este siglo, que, a veces, me parece un instante. A medida que los años pasan, transcurren más de prisa. Cuando hablo de acontecimientos de mi juventud que me parecen todavía próximos., me veo obligado a decir: «Eso era hace cincuenta o sesenta años.» En otros momentos, la vida me parece larga. Este niño, este joven que hacía esto, que hacía aquello, me parece que no era yo.

En 1975, encontrándome en Nueva York con Silberman, lo llevé a un restaurante italiano qué yo frecuentaba treinta y cinco años antes. El dueño había muerto, pero su mujer me reconoció en seguida, me saludó, nos hizo sentarnos. Impresión de haber comido allí unos días antes. El tiempo no es siempre el mismo.

En cuanto a decir que el mundo ha cambiado desde que yo abrí los ojos, ¿para qué insistir?

Hasta los setenta y cinco años no he detestado la vejez. Incluso encontraba en ella una cierta satisfacción, una calma nueva y apreciaba como una liberación la desaparición del deseo sexual y de todos los demás deseos. No ambiciono nada, ni una casa a orillas del mar, ni un «Rolls-Royce», ni, sobre todo, objetos de arte. Me digo, renegando de los gritos de mi juventud: «¡Abajo el amor desenfrenado! ¡Viva la amistad!»

Hasta los setenta y cinco años, cuando veía un hombre muy viejo y muy débil en la calle o en el vestíbulo de un hotel, decía al amigo que se encontraba conmigo: «¿Has visto a Buñuel? ¡Increíble! ¡El año pasado estaba todavía tan fuerte…! ¡Qué ruina!» Leía y releía
La vejez,
de Simone de Beauvior, libro que me parece admirable. Por el pudor de la edad, no me exhibía en traje de baño en las piscinas, viajaba cada vez menos, pero mi vida sé mantenía activa y equilibrada. Hice mi última película a los setenta y siete años.

Después, en los cinco últimos años, ha empezado verdaderamente la vejez. Me han asaltado diversas afecciones, sin gravedad extrema. He empezado a quejarme de las piernas, antaño tan fuertes, luego de los ojos e, incluso, de la cabeza (olvidos frecuentes, falta de coordinación). En 1979, por un problema de vesícula, tuve que pasar tres días en el hospital, alimentado con suero. El hospital me horroriza. El tercer día, arranqué los hilos y los tubos y me fui a casa. En 1980 me operaron de la próstata. En 1981, de nuevo esta vesícula. Mi salud se ve rodeada de amenazas. Y soy consciente de mi decrepitud.

Puedo establecer fácilmente mi diagnóstico. Soy viejo, ésa es mi principal enfermedad. Sólo me siento bien en mi casa, fiel a mi rutina cotidiana. Me levanto, tomo un café, hago media hora de ejercicio, me lavo, tomo otro café mientras como alguna cosa, Son las nueve y media o las diez. Salgo a dar una vuelta a la manzana, y luego me aburro hasta mediodía. Mis ojos son débiles. No puedo leer más que con una lupa y una iluminación especial, lo que me fatiga muy pronto. Mi sordera me impide desde hace tiempo escuchar música. Entonces espero, reflexiono, recuerdo, animado de una loca impaciencia, echando frecuentes miradas al reloj.

Mediodía es la hora sagrada del aperitivo, que tomo muy lentamente en mi despacho, Después de comer, descabezo un sueñecito en un sillón, hasta las tres. De tres a cinco es el momento en que más me aburro, Leo algunas líneas, contesto una carta, toco los objetos. A partir de las cinco, mis miradas al reloj se multiplican: ¿cuánto tiempo me queda antes del segundo aperitivo, que tomo siempre a las seis? A veces, escamoteo un cuarto de hora. En ocasiones también, recibo a algunos amigos a partir de las cinco, charlo con ellos. Cenar a las siete con mi mujer y acostarme muy temprano.

No he ido al cine desde hace cuatro años, a causa de mi vista, de mi oído, de mi horror a la circulación, de la multitud, y nunca veo la televisión.

A veces, transcurre una semana entera sin que reciba ninguna visita. Me siento abandonado. Entonces, llega alguien a quien no esperaba, a quien no he visto desde hace algún tiempo. Al día siguiente, cuatro o cinco amigos vienen a verme a la vez, pasan una hora. Entre ellos, Alcoriza, que antaño trabajó conmigo como guionista. Y Juan Ibáñez, nuestro mejor director teatral, que bebe coñac a todas horas. Y también el padre Julián, un dominico moderno, excelente pintor y grabador, autor de dos singulares películas. En varias ocasiones hemos charlado sobre la fe y la existencia de Dios. Como en mi casa tropieza con un ateísmo sin fisuras, un día me dijo:

—Antes de conocerlo, había veces en que sentía vacilar mi fe. Desde que hablamos juntos, se ha reafirmado.

Yo puedo decir otro tanto de mi incredulidad. ¡Pero si Prévert y Péret me viesen en compañía de un dominico…!

En medio de esta existencia mecánica y minuciosamente reglamentada, la redacción de este libro, con la ayuda de Carrière, ha constituido una efímera revolución. No me quejo de ello. Eso me ha permitido no cerrar por completo la puerta.

Desde hace algún tiempo, apunto en un cuaderno los nombres de mis amigos desaparecidos. Llamo a ese cuaderno
El libro de los muertos.
Lo hojeo con bastante frecuencia. Contiene centenares de nombres, unos al lado de los otros, por orden alfabético. Solamente anoto los nombres de aquellos con los que he tenido, aunque sólo fuera una vez, un verdadero contacto humano, y los miembros del grupo surrealista están marcados con una cruz roja. 1977-1978 fue para el grupo un año fatal: Man Ray, Calder, Max Ernst y Prévert desaparecieron en pocos meses.

Algunos de mis amigos detestan este librito, temiendo, sin duda, figurar en él algún día. No pienso como ellos. Esta lista familiar me permite recordar a tal o cuál personaje que, sin ello, habría caído en el olvido.

Una vez, me equivoqué. Mi hermana Conchita me comunicó la muerte de un escritor español mucho más joven que yo. Poco tiempo después, sentado en un café de Madrid, le veo cruzar la puerta y venir hacia mí. Por unos instantes, creí que iba a estrechar la mano de un fantasma.

Hace tiempo que el pensamiento de la muerte me es familiar. Desde los esqueletos paseados por las calles de Calanda en las procesiones de Semana Santa, la muerte forma parte de mi vida. Nunca he querido ignorarla, negarla. Pero no hay gran cosa que decir de la muerte cuando se es ateo como yo. Habrá que morir con el misterio. A veces me digo que quisiera saber, pero saber, ¿qué? No se sabe ni durante, ni después. Después del todo, la nada. Nada nos espera, sino la podredumbre, el olor dulzón de la eternidad. Tal vez me haga incinerar para evitar eso.

Sin embargo, me interrogo sobre la forma de esta muerte.

A veces, por simple afán de distracción, pienso en nuestro viejo infierno. Se sabe que las llamas y los tridentes han desaparecido y que, para los teólogos modernos, no es más que la simple privación de la luz divina. Me veo flotando en una oscuridad eterna, con mi cuerpo, con todas mis fibras, que me serán necesarias para la resurrección final. De pronto, otro cuerpo choca conmigo en los espacios infernales. Se trata de un siamés muerto hace dos mil años al caer de un cocotero. Se aleja en las tinieblas. Transcurren millones de años, y, luego, siento otro golpe en la espalda. Es una cantinera de Napoleón, Y así sucesivamente. Me dejo llevar durante unos momentos por las angustiosas tinieblas de este nuevo infierno y, luego, vuelvo a la Tierra, donde estoy todavía.

Sin ilusión sobre la muerte, a veces me interrogo, no obstante, por las formas que puede adoptar. Me digo a veces que una muerte repentina es admirable, como la de mi amigo Max Aub, que murió de pronto mientras jugaba a cartas. Pero, de ordinario, mis preferencias se dirigen a una muerte más lenta, más esperada, permitiendo saludar por última vez a toda la vida que hemos conocido. Desde hace varios años, cada vez que abandono un lugar que conozco bien, donde he vivido y trabajado, que ha formado parte de mí mismo, como París, Madrid, Toledo, El Paular, San José Purúa, me detengo un instante para decir adiós a ese lugar. Me dirijo a él, digo, por ejemplo: «Adiós, San José. Aquí conocí momentos felices. Sin ti, mi vida hubiera sido diferente. Ahora, me voy, no te volveré a ver, tú continuarás sin mí, te digo adiós.» Digo adiós a todo, a las montañas, a la fuente, a los árboles y a las ranas.

Claro está que a veces regreso a un lugar del que ya me he despedido. Pero no importa. Al marcharme, le saludo por segunda vez.

Así es como quisiera morir, sabiendo que, esta vez, no volveré. Cuando, desde hace algunos años, me preguntan por qué viajo cada vez menos, por qué no voy a Europa sino muy raramente, respondo: «Por miedo a la muerte.» Me responden que hay tantas probabilidades de morir aquí como allí, y yo digo: «No es el miedo a la muerte en general. Usted no me comprende. En realidad, me da igual morir. Pero que no sea durante un traslado.» Para mí, la muerte atroz es la que sobreviene en una habitación de hotel, en medio de maletas abiertas y de papeles desordenados.

Igualmente atroz, y quizá peor, me parece la muerte largo tiempo diferida por las técnicas médicas, esa muerte que no acaba. En nombre del juramento de Hipócrates, que coloca por encima de todo el respeto a la vida humana, los médicos han creado la más refinada de las torturas modernas: la supervivencia. Eso me parece criminal. Yo he llegado a compadecer a Franco, a quien se mantuvo artificialmente vivo durante meses, a costa de sufrimientos increíbles. ¿Para qué? Si bien es cierto que los médicos nos ayudan en ocasiones, la mayor parte de las veces son
money-makers,
hacedores de dinero sometidos a la ciencia y el horror de la tecnología. Que se nos deje morir, llegado el momento, e, incluso, que se nos dé un empujoncito para partir más aprisa.

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