Miguel Strogoff (27 page)

Read Miguel Strogoff Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

«¿Quién vengará a ese muerto que no puede vengarse a sí mismo?», se decía.

Y, dirigiéndose a Dios con todo su corazón, exclamaba:

—¡Señor, haz que sea yo quien lo vengue!

¡Si al menos, antes de morir, Miguel Strogoff le hubiera confiado su secreto! ¡Si aun siendo mujer, casi niña, ella hubiera podido llevar a buen fin la tarea interrumpida de este hermano que Dios no hubiera debido darle, puesto que tan pronto se lo había quitado…!

Absorta en estos pensamientos, se comprende que Nadia se volviera insensible a las miserias de su cautiverio.

Fue entonces cuando el azar, sin que ella lo hubiera sospechado, la había reunido con Marfa Strogoff. ¿Cómo podía imaginar que aquella anciana mujer, prisionera como ella, fuera la madre de su compañero, el cual no había sido nunca para ella más que el comerciante Nicolás Korpanoff? Y, por su parte, ¿cómo Marfa Strogoff habría podido adivinar que un lazo de gratitud unía a aquella joven con su hijo?

Lo que impresionó a Nadia y a Marfa Strogoff fue la especie de secreta conformidad en la manera con que cada una, por su parte, soportaba su dura condición. Esa indiferencia estoica de la vieja mujer hacia los dolores materiales de su vida cotidiana, el desprecio por los sufrimientos corporales, Marfa no podía superarlos más que por un dolor moral igual al suyo. Eso era lo que pensó Nadia y no se equivocó.

Fue, pues, una simpatía instintiva por aquella parte de sus miserias que Marfa Strogoff no mostraba jamás, lo que impulsó enseguida a Nadia hacia ella. Esa forma de soportar sus males iba en armonía con el alma valiente de la joven, por eso no le ofreció sus servicios, sino que se los dio. Marfa no tuvo que rehusarlos ni aceptarlos.

En los trozos en que el camino se hacía difícil, allí estaba Nadia para ayudarla con sus brazos. A las horas de la distribución de víveres, la anciana no se movía, pero la joven compartía con ella su escaso alimento y fue así como aquel penoso viaje fue de mutuo consuelo, tanto para una como para la otra.

Gracias a su joven compañera, Marfa Strogoff pudo seguir en el convoy de prisioneros, sin ser atada al arzón de una silla como tantos otros desgraciados, arrastrados así sobre ese camino de dolor.

—Que Dios te recompense, hija mía, de lo que haces por mis viejos años —le dijo una vez Marfa Strogoff, y éstas fueron, durante algún tiempo, las únicas palabras que se cruzaron entre las dos infortunadas mujeres.

Durante aquellos días (que les parecieron largos como siglos), la anciana y la joven parecía lógico que se sintieran impulsadas a comentar entre ellas su recíproca situación. Pero Marfa Strogoff, por una circunspección fácil de comprender, no había hablado, y aun con mucha brevedad, más que sobre sí misma. No había hecho ninguna alusión ni a su hijo ni al funesto encuentro que les había puesto cara a cara.

Nadia, por su parte, también permaneció, si no muda, sin pronunciar ninguna palabra inútil. Sin embargo, un día, sintiendo que estaba delante de un alma sencilla y noble, su corazón se desbordó y contó a la anciana, sin ocultar ningún detalle, todos los acontecimientos, tal como habían sucedido desde su salida de Wladimir hasta la muerte de Nicolás Korpanoff. Lo que dijo de su joven compañero interesó vivamente a la anciana siberiana.

—¡Nicolás Korpanoff! —dijo—. Háblame de ese Nicolás. No sé más que era un hombre, uno sólo entre toda la juventud de estos tiempos, en el que no me extraña una conducta tal. ¿Nicolás Korpanoff era su verdadero nombre? ¿Estás segura, hija mía?

—¿Por qué tenía que engañarme sobre este punto si no lo había hecho en ningún otro? —respondió Nadia.

Sin embargo, impulsada por una especie de presentimiento, Marfa Strogoff dirigía a Nadia pregunta tras pregunta.

—¿Dijiste que era intrépido, hija mía? ¡Has demostrado que lo era!

—¡Sí, intrépido! —respondió Nadia.

«¡Así se hubiera portado mi hijo!», repetía Marfa Strogoff para sí.

Después continuó la conversación:

—Me has dicho también que nada le detenía, que nada le acobardaba, que era dulce en su misma fortaleza, que tenías en él tanto como un hermano y que ha velado por ti como una madre…

—¡Sí, sí! —dijo Nadia—. ¡Hermano, hermana, madre, lo ha sido todo para mí!

—¿También, un león defendiéndote?

—¡Un león de verdad! ¡Sí, un león, un héroe!

«Mi hijo, mi hijo», pensaba la anciana siberiana.

—Pero, sin embargo, me has dicho que soportó una terrible afrenta en esa casa de postas de Ichim.

—La soportó —respondió Nadia bajando la cabeza.

—¿La soportó? —murmuró Marfa Strogoff estremeciéndose.

—¡Madre, madre! —gritó Nadia—. ¡No lo condene! ¡Tenía un secreto. Un secreto del cual sólo Dios, a estas horas, es juez!

—¿Y en aquel momento de humillación, le despreciaste? —preguntó Marfa, levantando la cabeza y mirando a Nadia como si hubiera querido leer hasta en lo más profundo de su alma.

—¡Le admiré sin comprenderlo! —respondió la joven—. ¡Nunca le vi tan digno de respeto!

La anciana calló unos instantes.

—¿Era alto? —preguntó después.

—Muy alto.

—Y muy guapo, ¿no es así? Vamos, habla, hija mía.

—Era muy guapo —respondió Nadia, enrojeciendo.

—¡Era mi hijo! ¡Te digo que era mi hijo! —grito la anciana abrazando a la joven.

—¡Tu hijo! ¡Tu hijo! —exclamó Nadia, confusa.

—¡Vamos! —dijo Marfa—. ¡Termina, hija mía! ¿Tu compañero, tu amigo, tu protector, tenía madre? ¿No te habló nunca de su madre?

—¿De su madre? —replicó Nadia—. Me hablaba de su madre a menudo, como yo le hablaba de mi padre; siempre, todos los días. ¡Él adoraba a su madre!

—¡Nadia, Nadia! ¡Acabas de contarme la historia de mi hijo! —dijo la anciana, agregando impetuosamente—. ¿No debía ver en Omsk a esa madre a la que tanto dices que adoraba?

—No —respondió la joven—, no debía verla.

—¿No? —gritó la anciana—. ¿Te atreves a decirme que no?

—Lo he dicho, pero me falta añadir que, por motivos muy poderosos que yo desconozco, comprendí que Nicolás Korpanoff debía atravesar el país en el más absoluto secreto. Para él era una cuestión de vida o muerte, más aún, un compromiso de deber y de honor.

—Una cuestión de deber, en efecto; de imperioso deber —dijo Marfa Strogoff—, de esos deberes a los que se sacrifica todo; de esos que, para llevarlos a cabo, se rechaza todo, hasta la alegría de dar un beso, que puede ser el último, a su vieja madre. Todo lo que no sabes, Nadia, todo lo que ni yo misma sabía, lo sé ahora. ¡Tú me lo has hecho comprender todo! Pero la luz que has hecho penetrar hasta lo más profundo de las tinieblas de mi corazón, esa luz, yo no puedo hacer que entre en el tuyo. El secreto de mi hijo, Nadia, ya que él no te lo ha revelado, es preciso que yo se lo guarde. ¡Perdóname, Nadia! ¡El bien que me has hecho no te lo puedo devolver!

—Madre, yo no le pregunto nada —replicó Nadia.

Todo quedaba, de este modo, explicado para la vieja siberiana; todo, hasta la inexplicable conducta de su hijo cuando la vio en el albergue de Omsk, en presencia de los testigos de su encuentro. Ya no existía la menor duda de que el compañero de la joven era Miguel Strogoff, al que una misión secreta, algún importante mensaje secreto que tenía que llevar a través de las comarcas invadidas, le obligaba a ocultar su calidad de correo del Zar.

«¡Ah, mi valeroso niño! —pensó Marfa Strogoff—. ¡No, no te traicionaré y las torturas no podrán arrancarme jamás que fue a ti a quien vi en Omsk!»

Marfa Strogoff habría podido, con una sola palabra, pagar a Nadia toda la devoción que le había demostrado. Hubiera podido decirle que su compañero Nicolás Korpanoff o, lo que era lo mismo, Miguel Strogoff, no había muerto entre las aguas del Irtyche, ya que varios días después de aquel incidente, ella lo había encontrado y le había hablado…

Pero se contuvo y guardó silencio, limitándose a decir:

—¡Espera, hija mía! ¡La desgracia no se cebará siempre sobre ti! ¡Tengo el presentimiento de que verás a tu padre y, tal vez aquel que te dio el nombre de hermana no haya muerto! ¡Dios no puede permitir que haya perecido tan noble compañero…! ¡Espera, hija mía, espera! ¡Haz como yo! ¡El luto que llevo no es por mi hijo!

3
Golpe por golpe

Tal era entonces la situación de Marfa Strogoff y de Nadia, la una junto a la otra. La vieja siberiana lo había comprendido todo; y si la joven ignoraba que su añorado compañero aún vivía, por lo menos sabía quién era la mujer a la que había tenido por madre y le daba las gracias a Dios por haberle dado la alegría de poder reemplazar al lado de la prisionera al hijo que había perdido.

Pero lo que ninguna de las dos podía saber es que Miguel Strogoff, cogido prisionero en Kolyvan, formaba parte del mismo convoy y que le llevaban a Tomsk como a ellas.

Los prisioneros que trajera consigo Ivan Ogareff quedaron unidos a los que el Emir tenía ya en el campamento tártaro. Esos desgraciados, rusos o siberianos, militares o civiles, constituían varios millares y formaban una columna que se extendía sobre una longitud de varias verstas. Entre ellos los había que eran considerados más peligrosos y fueron esposados y sujetos a una larga cadena. Había también mujeres y niños atados o suspendidos de los pomos de las sillas de montar, y despiadadamente arrastrados a través del camino. Se les conducía como un rebaño. Los jinetes encargados de su escolta les obligaban a guardar cierto orden y un ritmo de marcha, por lo que muchos de los que quedaban rezagados caían para no levantarse más.

Como consecuencia de esta disposición en la marcha, resultó que Miguel Strogoff, que iba en las primeras filas de los que habían salido del campamento tártaro, es decir, entre los prisioneros hechos en Kolyvan, no podía mezclarse con los prisioneros llegados de Omsk y situados en último lugar. De ahí que no podía suponer la presencia de su madre y de Nadia en el convoy, como ellas no podían sospechar la suya.

El viaje desde el campamento a Tomsk, hecho en aquellas condiciones, bajo el látigo de los soldados, mortal para muchos de los prisioneros, se hacía terrible para todos. Se iba a atravesar la estepa por una ruta más polvorienta todavía, después del paso del Emir y su vanguardia.

Se dio orden de marcha con rapidez y los descansos eran pocos y muy cortos. Aquellas ciento cincuenta verstas que debían franquear bajo un sol abrasador, por muy rápidamente que fueran recorridas, tenían que parecerles interminables.

La comarca que se extiende sobre la derecha del Obi hasta la base de las estribaciones de los montes Sayansk, cuya orientación es de norte a sur, es una comarca muy estéril. Apenas algunos raquíticos y abrasados arbustos rompen de vez en cuando la monotonía de la inmensa planicie. No hay cultivos porque todo es secano y, sin embargo, el agua es lo que más falta hacía a los prisioneros, sedientos por una marcha tan penosa.

Para encontrar una corriente de agua hubiera sido necesario desviarse unas cincuenta verstas hacia el este, hasta el pie mismo de las estribaciones, que determinan la partición de las cuencas del Obi y el Yenisei. Allá discurre el Tom, pequeño afluente del Obi, que pasa por Tomsk antes de perderse en una de las grandes arterias del norte. Allí hubieran tenido agua abundante, una estepa menos árida y una temperatura menos agobiante. Pero los jefes del convoy de prisioneros habían recibido órdenes estrictas de dirigirse a Tomsk por el camino más corto, porque el Emir temía que algunas columnas rusas que pudieran descender de las provincias del norte les atacasen por el flanco, cortándoles el camino. La gran ruta siberiana no costea las orillas del Tom, al menos en la parte comprendida entre Kolyvan y un pequeño pueblo llamado Zabediero, por lo tanto, era preciso seguir esta gran ruta sin acercarse al sitio donde pudiera aplacarse la sed.

Es inútil insistir sobre los sufrimientos de los desgraciados prisioneros. Varios centenares de ellos cayeron sobre la estepa y sus cadáveres debían quedar allí hasta que los lobos, llegado el invierno, devoraran sus últimos restos.

Del mismo modo que Nadia estaba siempre presta a socorrer a la anciana siberiana, Miguel Strogoff, libre de movimientos, prestaba a sus compañeros de infortunio, más débiles que él, todos los cuidados que la situación le permitía.

Daba ánimos a unos, sostenía a otros, se multiplicaba, iba y venía hasta que la lanza de algún soldado le obligaba a volver al sitio que se le había asignado en la fila.

¿Por qué no intentaba la huida? Había decidido, después de pensarlo detenidamente, no lanzarse por la estepa hasta que fuese segura para él, y se había empeñado en la idea de ir hasta Tomsk a expensas del Emir y, decididamente, tenía razón. Viendo los numerosos destacamentos que batían la llanura sobre ambos flancos del convoy, tanto hacia el sur como hacia el norte, era evidente que no hubiese podido recorrer dos verstas sin ser capturado de nuevo. Los jinetes tártaros pululaban por todas partes. Muchas veces hasta parecía que salieran de la tierra semejantes a esos insectos dañinos que la lluvia hace aparecer sobre el suelo como un hormiguero. Además, la huida en esas condiciones hubiera sido extremadamente difícil, si no imposible, porque los soldados de la escolta desplegaban una estrecha vigilancia, ya que se jugaban la cabeza si escapaba alguno de los prisioneros.

Al fin, el 15 de agosto, a la caída de la tarde, el convoy llegaba al pueblecito de Zabediero, a una treintena de verstas de Tomsk. A partir de aquel lugar, la ruta seguía el curso del Tom.

El primer impulso de los prisioneros hubiera sido el precipitarse en las aguas del río, pero los guardianes no les permitieron romper filas hasta que estuviera organizada la parada. Pese a que la corriente del Tom era casi torrencial en esa época, podía favorecer la huida de algunos audaces o desesperados, por lo que fueron tomadas las más severas medidas de vigilancia. Con barcas requisadas en Zabediero se formó una barrera de obstáculos imposible de franquear. En cuanto a la línea del campamento, apoyada en las primeras casas del pueblo, quedaba guardada por un cordón de centinelas igualmente impenetrable.

Miguel Strogoff, que en aquellos momentos habría podido pensar en lanzarse a la estepa, comprendió, después de haber estudiado detenidamente la situación, que sus proyectos de fuga eran casi inejecutables en aquellas condiciones y, no queriendo comprometerse en nada, esperó.

Los prisioneros debían acampar la noche entera a orillas del Tom. Efectivamente, el Emir había aplazado hasta el día siguiente la instalación de sus tropas en la ciudad de Tomsk, decidiendo una fiesta militar que señalara la inauguración del cuartel general tártaro en esta importante ciudad. Féofar-Khan ocupaba ya la fortaleza, pero su ejército vivaqueaba en los alrededores, esperando el momento de hacer su entrada solemne.

Other books

How to Save Your Tail by Mary Hanson
Night Scents by Carla Neggers
Froi of the Exiles by Melina Marchetta
Sail Upon the Land by Josa Young
Revving Up the Holidays by A. S. Fenichel
Almost by Eliot, Anne