Miguel Strogoff (12 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

¡Y qué amables interpelaciones surgían en tales ocasiones!

—¡Caminad palomas mías! ¡Caminad, gentiles golondrinas! ¡Volad, mis pequeños pichones! ¡Ánimo, mi primito de la izquierda! ¡Empuja, mi padrecito de la derecha!

Pero cuando el ritmo de la marcha descendía, ¡qué expresiones insultantes les dirigía y que parecían ser comprendidas por los susceptibles animales!

—¡Camina, caracol del diablo! ¡Maldita seas, babosa! ¡Te despellejaré viva, tortuga, y te condenarás en el otro mundo!

Sea como fuere, con esta manera de conducir, que exigía más solidez de garganta que vigor en los brazos del
yemschik
, la tarenta volaba sobre la carretera y devoraba de doce a catorce verstas por hora.

A Miguel Strogoff, habituado a esta clase de vehículos y a esta forma de conducir, no le molestaban ni los sobresaltos ni los vaivenes. Sabía que un vehículo ruso no evita los guijarros, ni los hoyos, ni los baches, ni los árboles derribados sobre la carretera, ni las zanjas del camino. Estaba hecho a todo esto. Pero su compañera corría el peligro de lastimarse con los golpes de la tarenta, pero no se quejaba.

Durante los primeros instantes del viaje, Nadia, llevada así a toda velocidad, permanecía callada. Después, obsesionada siempre con el mismo pensamiento, dijo:

—He calculado que debe de haber una distancia de trescientas verstas entre Perm y Ekaterinburgo, hermano. ¿Me equivoco?

—Estás en lo cierto, Nadia —respondió Miguel Strogoff— y cuando hayamos llegado a Ekaterinburgo nos encontraremos al pie mismo de los Urales en su vertiente opuesta.

—¿Cuánto durará la travesía de las montañas?

—Cuarenta y ocho horas, ya que viajaremos noche y día. Y digo noche y día, Nadia, porque no puedo pararme ni un solo instante y es preciso que marche a Irkutsk sin descanso.

—Yo no te retrasaré ni una hora, hermano. Viajaremos noche y día.

—Bien, Nadia. Entonces, si la invasión tártara nos deja libre el paso, antes de veinte días habremos llegado.

—¿Tú has realizado ya antes este viaje? —preguntó Nadia.

—Varias veces.

—En invierno hubiéramos llegado con más rapidez y con mayor seguridad. ¿No es así?

—Sí, sobre todo, con mucha más rapidez. Pero habrías sufrido mucho con el frío y la nieve.

—¡Qué importa! El invierno es el amigo de los rusos.

—Sí, Nadia, pero hace falta un temperamento a toda prueba para resistir tal y tanta amistad. Yo he visto muchas veces, en las estepas siberianas, llegar la temperatura a más de cuarenta grados bajo cero. He sentido, pese a mi vestido de piel de reno,
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que se me helaba el corazón, mis brazos se retorcían, mis pies se helaban bajo mis triples calcetines de lana. He visto los caballos de mi trineo cubiertos por un caparazón de hielo y fijárseles el vaho de su respiración en las narices. He visto el aguardiente de mi cantimplora convertido en una piedra tan dura que mi cuchillo no podía cortar… Pero mi trineo volaba como un huracán; no había obstáculos en la llanura nivelada y blanca en todo lo que podía abarcar la vista. Ningún curso de agua en el que tuviera que buscar un vado. Ningún lago que hubiera que atravesar en barca. Por todas partes hielo duro, camino libre y paso asegurado. ¡Pero a costa de cuántos sufrimientos, Nadia! ¡Sólo podrían decirlo aquellos que no han vuelto y cuyos cadáveres están cubiertos por la nieve!

—Sin embargo, tú has vuelto, hermano —dijo Nadia.

—Sí, pero yo soy siberiano y desde niño, cuando acompañaba a mi padre en sus cacerías, me acostumbré a estas duras pruebas. Pero tú, Nadia, cuando me has dicho que el invierno no te habría detenido, que irías sola, dispuesta a luchar contra las terribles inclemencias del clima siberiano, me ha parecido verte perdida en la nieve y caída para no levantarte más.

—¿Cuántas veces has atravesado la estepa durante el invierno?

—Tres veces, Nadia, cuando iba a Omsk.

—¿Y qué ibas a hacer en Omsk?

—Ver a mi madre, que me esperaba.

—¡Y yo voy a Irkutsk, en donde me espera mi padre! Voy a llevarle las últimas palabras de mi madre, lo cual quiere decir, hermano, que nada me hubiera impedido partir.

—Eres una muchacha muy valiente, Nadia —le respondió Miguel Strogoff—, y el mismo Dios te hubiera guiado.

Durante esta jornada la tarenta fue conducida con rapidez por los
yemschiks
que se iban relevando en cada posta. Las águilas de las montañas no hubieran encontrado su nombre deshonrado por estas «águilas» de las carreteras. El alto precio pagado por cada caballo y la largueza de las propinas recomendaban especialmente a los viajeros. Es probable que los encargados de las postas encontrasen extraño que, después de la publicación de los decretos, un joven y su hermana, evidentemente rusos los dos, pudieran correr libremente a través de Siberia, cerrada a todos los demás, pero cuyos papeles estaban en regla y, por tanto, tenían derecho a pasar. Así pues, los mojones iban quedando rápidamente tras de la tarenta.

Miguel Strogoff y Nadia no eran los únicos que seguían la ruta de Perm a Ekaterinburgo, ya que desde las primeras paradas, el correo del Zar había observado que un coche les precedía; pero como los caballos no les faltaban, no se preocupó demasiado.

Durante aquella jornada, las pocas paradas que hizo la tarenta se realizaron únicamente para que los viajeros comieran. En las paradas de posta se encuentra alojamiento y comida, pero, además, cuando faltan las paradas, las casas de los campesinos rusos ofrecen siempre hospitalidad. En esas aldeas, casi todas iguales, con su capilla de paredes blancas y techumbre verde, el viajero puede llamar a cualquier puerta y todas le serán abiertas. Aparecerá el mujik sonriente, y tenderá la mano a su huésped; le ofrecerá el pan y la sal y pondrá el samovar al fuego; el viajero se encontrará como en su casa. Si es necesario, el resto de la familia se mudará de casa para hacerle sitio. Cuando llega un extranjero, es pariente de todos, porque es «aquel que Dios envía».

Al llegar la noche, Miguel Strogoff, guiado por un cierto instinto, preguntó al encargado de la posta cuántas horas de ventaja les llevaba el vehículo que les precedía.

—Dos horas, padrecito —respondió el encargado.

—¿Es una berlina?

—No, una telega.

—¿Cuántos viajeros?

—Dos.

—¿Van a buena marcha?

—¡Como águilas!

—¡Que enganchen enseguida!

Miguel Strogoff y Nadia, decididos a no detenerse ni un momento, viajaron toda la noche.

El tiempo continuaba apacible, pero se notaba que la atmósfera iba volviéndose pesada y cargándose de electricidad. Ninguna nube interceptaba la luz de las estrellas, pero parecía que una especie de bochorno empezaba a levantarse del suelo. Era de temer que alguna tempestad se desencadenase en las montañas, y allí son terribles. Miguel Strogoff, habituado a reconocer los síntomas atmosféricos, presentía una próxima lucha de los elementos que le tenía preocupado.

La noche transcurrió sin incidentes y pese a los saltos que daba la tarenta, Nadia pudo dormir durante algunas horas. La capota, a medio levantar, permitía respirar un poco de aire que los pulmones buscaban ávidamente en aquella atmósfera asfixiante.

Miguel Strogoff veló toda la noche, desconfiando de los
yemschiks
que se dormían muy a menudo sobre sus asientos, y ni una hora se perdió entre las paradas y la carretera.

Al día siguiente, 20 de julio, hacia las ocho de la mañana, los primeros perfiles de los montes Urales se dibujaron hacia el este.

Sin embargo, esta importante cordillera que separa la Rusia europea de Siberia se encontraba todavía a una distancia bastante considerable y no podían contar con llegar allí antes del fin de la jornada. El paso de las montañas deberían hacerlo, necesariamente, durante la noche.

El cielo estuvo cubierto durante todo el día y la temperatura fue, por consiguiente, bastante más soportable, pero el tiempo se presentaba extremadamente borrascoso.

En aquellas condiciones hubiera sido quizá más prudente no aventurarse por las montañas durante la noche, y es lo que hubiera hecho Miguel Strogoff de haber podido detenerse; pero cuando en la última parada el
yemschik
le hizo observar los truenos que resonaban en el macizo montañoso, se limitó a decirle:

—Una telega nos precede siempre, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué ventaja lleva ahora sobre nosotros?

—Alrededor de una hora.

—Adelante, pues, y habrá triple propina si llegamos a Ekaterinburgo mañana por la mañana.

10
Una tempestad en los Urales

Los montes Urales se extienden sobre una longitud de más de tres mil verstas (3.200 kilómetros), entre Europa y Asia. Tanto la denominación de Urales, que es de origen tártaro, como la de Poyas, que es su nombre en ruso, ambas son correctas ya que estas dos palabras significan «cintura» en las lenguas respectivas. Naciendo en el litoral del mar Ártico, van a morir sobre las orillas del Caspio.

Tal era la frontera que Miguel Strogoff debía franquear para pasar de Rusia a Siberia y, como se ha dicho, tomando la ruta que va de Perm a Ekaterinburgo, situada en la vertiente oriental de los Urales, había elegido la más adecuada, por ser la más fácil y segura y la que se emplea para el tránsito de todo el comercio con el Asia central.

Era suficiente toda una noche para atravesar las montañas, si no sobrevenía ningún accidente. Desgraciadamente, los primeros fragores de los truenos anunciaban una tormenta que el estado de la atmósfera daba a entender que sería temible. La tensión eléctrica era tal que no podía resolverse más que por un estallido violento de los elementos.

Miguel Strogoff procuró que su compañera se instalase lo mejor posible, por lo que la capota, que podría ser arrancada fácilmente por una borrasca, fue asegurada más sólidamente por medio de cuerdas que se cruzaban por encima y por detrás. Se reforzaron los tirantes de los caballos y, para mayor precaución, el cubo de las ruedas se rellenó de paja, tanto para asegurar su solidez como para reducir los choques, difíciles de evitar en una noche oscura. Los ejes de los dos trenes, que iban simplemente sujetos a la caja de la tarenta por medio de clavijas, fueron empalmados por medio de un travesaño de madera que aseguraron con pernos y tornillos. Este travesaño hacía el papel de la barra curva que sujeta los dos ejes de las berlinas suspendidas sobre cuellos de cisne.

Nadia ocupó su sitio en el fondo de la caja y Miguel Strogoff se sentó cerca de ella. Delante de la capota, completamente abatida, colgaban dos cortinas de cuero que, en cierta medida, debían proteger a los viajeros contra la lluvia y el viento. Dos grandes faroles lucían fijados en el lado izquierdo del asiento del
yemschik
, y lanzaban oblicuamente unos débiles haces de luz muy poco apropiados para iluminar la ruta. Pero eran las luces de posición del vehículo, y si no disipaban la oscuridad, al menos podían impedir el ser abordados por cualquier otro carruaje que circulara en dirección contraria.

Como se ve, habían tornado todas las precauciones, pues cualquiera que fuese, toda medida de seguridad era poca ante aquella noche tan amenazadora.

—Nadia, ya estamos preparados —dijo Miguel Strogoff.

—Partamos, pues —respondió la joven.

Se dio la orden al
yemschik
y la tarenta se puso en movimiento, remontando las primeras pendientes de los Urales. Eran las ocho de la tarde y el sol iba a ocultarse. Pese a que el crepúsculo se prolonga mucho en esas latitudes, había ya mucha oscuridad. Enormes masas de nubes parecían envolver la bóveda celeste, pero ningún viento las desplazaba. Sin embargo, aunque parecían inmóviles desde un extremo al otro del horizonte, no ocurría lo mismo respecto al cénit y nadir, pues la distancia que las separaba del suelo iba disminuyendo visiblemente. Algunas de sus bandas resplandecían con una especie de luz fosforescente, describiendo aparentes arcos de sesenta a ochenta grados, cuyas zonas parecían aproximarse poco a poco al suelo, como una red que quisiera cubrir las montañas. Parecía como si un huracán más fuerte las lanzase desde lo alto hacia abajo.

La ruta ascendía hacia aquellas grandes nubes, muy densas, y que estaban ya llegando a su grado máximo de condensación. Dentro de poco, ruta y nubes se confundirían y si entonces no se resolvían en lluvia, la niebla sería tan densa que la tarenta no podría avanzar sin riesgo de caer en algún precipicio.

Sin embargo, la cadena de los Urales no tiene una altitud media muy notable, ya que su pico más alto no sobrepasa los cinco mil pies. Las nieves eternas son inexistentes, ya que las que el invierno siberiano deposita en sus cimas se funden totalmente durante el sol del verano. Las plantas y los árboles llegan a todas partes de la cordillera. La explotación de las minas de hierro y cobre y los yacimientos de piedras preciosas necesitan la intervención de un número considerable de obreros, por lo que se encuentran frecuentemente poblaciones llamadas
zavody
, y el camino, abierto a través de los grandes desfiladeros, es bastante practicable para los carruajes de posta. Pero lo que es fácil durante el buen tiempo y a pleno sol, ofrece dificultades y peligros cuando los elementos luchan violentamente entre sí y el viajero se ve envuelto en la lucha. Miguel Strogoff sabía, por haberlo ya comprobado, qué era una tormenta en plena montaña, y con razón consideraba que es tan temible como las ventiscas que durante el invierno se desencadenan con incomparable violencia.

Como no llovía aún, Miguel Strogoff había levantado las cortinas que protegían el interior de la tarenta y miraba ante él, observando los lados de la carretera, que la luz vacilante de los faroles poblaba de fantásticas siluetas. Nadia, inmóvil, con los brazos cruzados, miraba también, pero sin inclinarse, mientras que su compañero, con medio cuerpo fuera de la caja, interrogaba a la vez al cielo y a la tierra.

La atmósfera estaba absolutamente tranquila, pero con una calma amenazante. Ni una partícula de aire permitía alentar. Se hubiera dicho que la naturaleza, medio sofocada, había dejado de respirar, y que sus pulmones, es decir esas nubes lúgubres y densas, atrofiados por alguna causa, no iban a funcionar más. El silencio hubiera sido absoluto de no ser por los chirridos de las ruedas de la tarenta, que aplastaban la grava del camino; el gemido de los cubos y ejes del vehículo; la respiración fatigada de los caballos, a los que faltaba el aliento, y el chasquido de sus herraduras sobre los guijarros, a los que sacaban chispas en cada golpe. El camino estaba absolutamente desierto. La tarenta no se había cruzado con ningún peatón, caballista ni vehículo en aquellos estrechos desfiladeros de los Urales, a causa de esta noche tan amenazante. Ni un fuego de carbonero en los bosques, ni un campamento de mineros en las canteras en explotación, ni una cabaña perdida entre la espesura. Era preciso tener razones poderosas que no permiten vacilación ni retraso, para atreverse a emprender la travesía de la cordillera en esas condiciones. Pero Miguel Strogoff no había dudado. No le estaba permitido vacilar porque empezaba a preocuparle seriamente quiénes serían los viajeros que ocupaban la telega que les precedía y qué grandes razones podían tener para comportarse tan imprudentemente.

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