Mientras reflexionaba, Miguel Strogoff no cesaba de caminar al albur, pero como conocía perfectamente la ciudad, no tendría dificultad alguna en encontrar el camino de la pensión.
Después de haber deambulado durante una hora fue a sentarse en un banco adosado a la fachada de una gran casa de madera que se levantaba en medio de otras muchas que rodeaban una vasta plaza.
Estaba sentado hacía unos cinco minutos cuando una mano se apoyó fuertemente en su hombro.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con voz ruda un hombre de elevada estatura al que no había visto venir.
—Estoy descansando —le respondió Miguel Strogoff.
—¿Es que tienes la intención de pasar aquí la noche? —replicó el hombre.
—Sí, si ello me interesa —contestó Miguel Strogoff con un tono demasiado acre para pertenecer a un simple comerciante, que es lo que él debía ser.
—Acércate para que te vea —dijo el hombre.
Miguel Strogoff, acordándose que debía ser prudente antes que nada, retrocedió instintivamente.
—No hay ninguna necesidad de que me veas —respondió.
Y con toda su sangre fría, interpuso entre él y su interlocutor una distancia de unos diez pasos.
Observándolo bien, le pareció entonces que se las había con uno de esos bohemios que uno se encuentra en todas las ferias y con los cuales hay que evitar cualquier tipo de relación. Después, mirándolo más atentamente a través de las sombras que comenzaban a espesarse, distinguió cerca de la casa un gran carretón, morada habitual y ambulante de los cíngaros o gitanos que acuden en Rusia como un hormiguero allá donde hay algunos kopeks a ganar.
Mientras tanto, el bohemio había dado dos o tres pasos adelante y se preparaba para interpelar más directamente a Miguel Strogoff, cuando se abrió la puerta de la casa y apareció una mujer, apenas visible entre las sombras, la cual avanzó vivamente y, en un lenguaje rudo que Miguel Strogoff identificó como una mezcolanza de mongol y siberiano, dijo:
—¿Otro espía? Déjalo y vente a cenar. El
papluka
está esperando.
Miguel Strogoff no pudo evitar sonreírse por la calificación que le aplicaba la mujer, precisamente a él, que temía sobremanera a los espías.
El hombre, en el mismo lenguaje, pero empleando un acento muy distinto al de la mujer, respondió algunas palabras que venían a decir, poco más o menos:
—Tienes razón, Sangarra. Por lo demás, mañana nos habremos ido.
—¿Mañana? —replicó a media voz la mujer, con un tono que denotaba cierta sorpresa.
—Sí, Sangarra, mañana —respondió el bohemio— y es el mismo Padre el que nos envía… adonde queremos ir.
Y después de esto, hombre y mujer entraron en la casa, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.
«¡Bueno! —se dijo Miguel Strogoff—. Si estos bohemios tienen interés en que no les entienda, tendría que aconsejarles que empleasen otra lengua para hablar delante de mí!»
En su calidad de siberiano y por haber pasado toda su infancia en la estepa, Miguel Strogoff —como queda dicho— comprendía casi todos los idiomas empleados desde Tartaria al océano Glacial. En cuanto al preciso significado de las palabras de los bohemios, no se preocupó demasiado por averiguarlo. ¿Qué interés podía tener para él?
Como era ya hora avanzada, Miguel Strogoff decidió volverse al albergue con la intención de descansar un poco. Siguiendo el curso del Volga, en donde las aguas desaparecen bajo las sombras de innumerables embarcaciones, encontró fácilmente la forma de orientarse para volver a la pensión. Aquella aglomeración de carretones y casas ocupaba, precisamente, la vasta plaza donde se celebraba cada año el principal mercado de Nijni-Novgorod, lo cual explicaba la afluencia de tal cantidad de saltimbanquis y bohemios que acudían de todas partes del mundo.
Una hora más tarde, Miguel Strogoff dormía con sueño algo agitado, en una de esas camas rusas que tan duras parecen a los extranjeros. El día siguiente, 17 de julio, sería su gran día.
Las cinco horas que le quedaban aún por pasar en Nijni-Novgorod le parecían un siglo. ¿Qué podía hacer para ocupar la mañana, como no fuese deambular por las calles como la víspera? Una vez tomado su desayuno, arreglado el saco y visado su
podaroshna
en la oficina de policía, no tenía nada más que hacer hasta la hora de la partida. Pero como no estaba acostumbrado a levantarse después que el sol, se vistió, colocó cuidadosamente la carta con las armas imperiales en el fondo de un bolsillo practicado en el forro de la túnica, apretó el cinturón sobre ella, cerró el saco de viaje y echándoselo sobre los hombros salió de la posada. Como no quería volver a la Ciudad de Constantinopla, liquidó su cuenta, contando con almorzar a orillas del Volga, cerca del embarcadero.
Para mayor seguridad, Miguel Strogoff volvió a presentarse en las oficinas de la compañía para reafirmarse de que el
Cáucaso
partía a la hora que le habían anunciado. Un pensamiento le vino entonces a la mente por primera vez. Ya que la joven livoniana había de tomar la ruta de Perm, era muy posible que tuviera el proyecto de embarcar también en el
Cáucaso
, con lo que no tendrían más remedio que hacer el viaje juntos.
La ciudad alta, con su
kremln, cuyo
perímetro medía dos verstas y era muy parecido al de Moscú, estaba muy abandonada en aquella ocasión; ni siquiera el gobernador vivía allí. Sin embargo, la ciudad baja estaba excesivamente animada.
Miguel Strogoff, después de atravesar el Volga por un puente de madera guardado por cosacos a caballo, llegó al emplazamiento en donde la víspera se había tropezado con el campamento de bohemios. La feria de Nijni-Novgorod se montaba un poco en las afueras de la ciudad y ni siquiera la feria de Leipzig podía rivalizar con ella. En una vasta explanada situada más allá del Volga se levanta el palacio provisional del gobernador general, que tiene la orden de residir allí mientras dura la feria, ya que a causa de la variada gama de elementos que a ella concurrían, necesitaba una vigilancia especial.
Esta explanada estaba ahora llena de casas de madera, simétricamente dispuestas, de forma que dejaban entre ellas avenidas bastante amplias como para que pudiera circular libremente la multitud. Una aglomeración de casas de todas formas y tamaños constituía un barrio aparte y en cada una de estas aglomeraciones se practicaba un género determinado de comercio. Había el barrio de los herreros, el de los cueros, el de la madera, el de las lanas, el de los pescados secos, etc. Algunas de estas casas estaban construidas con materiales de alta fantasía, como ladrillos de té, bloques de carne salada, etc., es decir, con las muestras de aquellos artículos que los propietarios ofrecían a los compradores con esa singular forma de reclamo tan poco americana.
En esas avenidas bañadas en toda su extensión por el sol, que había salido antes de las cuatro, la afluencia de gente era ya considerable. Rusos, siberianos, alemanes, griegos, cosacos, turcos, indios, chinos; mezcla extraordinaria de europeos y asiáticos comentando, discutiendo, perorando y traficando. Todo lo que se pueda comprar y vender parecía estar reunido en esa plaza. Porteadores, caballos, camellos, asnos, barcas, carros, todo vehículo que pudiera servir para el transporte estaba acumulado sobre el campo de la feria. Cueros, piedras preciosas, telas de seda, cachemires de la India, tapices turcos, armas del
Cáucaso
, tejidos de Esmirna o de Ispahan, armaduras de Tiflis, té, bronces europeos, relojes de Suiza, terciopelos y sedas de Lyon, algodones ingleses, artículos para carrocerías, frutas, legumbres, minerales de los Urales, malaquitas, lapislázuli, perfumes, esencias, plantas medicinales, maderas, alquitranes, cuerdas, cuernos, calabazas, sandías, etc. Todos los productos de la India, de China, de Persia, los de las costas del mar Caspio y mar Negro, de América y de Europa, estaban reunidos en aquel punto del globo.
Había un movimiento, una excitación, un barullo y un griterío indescriptibles y la expresividad de los indígenas de clase inferior iba pareja con la de los extranjeros, que no les cedían terreno sobre ningún punto. Había allí mercaderes de Asia central que habían empleado todo un año para atravesar tan inmensas llanuras escoltando sus mercancías, y los cuales no volverían a ver sus tiendas o sus despachos hasta dentro de otro año. En fin, la importancia de la feria de Nijni-Novgorod era tal que la cifra de las transacciones no bajaba de los cien millones de rublos.
Aparte, en las plazas de los barrios de esta ciudad improvisada, había una aglomeración de vividores de toda clase: saltimbanquis y acróbatas, que ensordecían con el ruido de sus orquestas y las vociferaciones de sus reclamos; bohemios llegados de las montañas que decían la buenaventura a los bobalicones de entre un público en continua renovación; cíngaros o gitanos —nombre que los rusos dan a los egipcios, que son los antiguos descendientes de los coptos—, cantando sus más animadas canciones y bailando sus danzas más originales; actores de teatrillos de feria que representaban obras de Shakespeare, muy apropiadas al gusto de los espectadores, que acudían en tropel. Después, a lo largo de las avenidas, domadores de osos que paseaban en plena libertad a sus equilibristas de cuatro patas; casas de fieras que retumbaban con los roncos rugidos de los animales, estimulados por el látigo acerado o por la vara del domador; en fin, en medio de la gran plaza central, rodeados por un cuádruple círculo de desocupados admiradores, un coro de «remeros del Volga», sentados en el suelo como si fuera el puente de sus embarcaciones simulaban la acción de remar bajo la batuta de un director de orquesta, verdadero timonel de su buque imaginario.
Por encima de la multitud, una nube de pájaros se escapaba de las jaulas en que habían sido transportados. ¡Costumbre bizarra y hermosa! Según una tradición muy arraigada en la feria de Nijni-Novgorod, a cambio de algunos kopeks caritativamente ofrecidos por buenas personas, los carceleros abrían las puertas a sus prisioneros y éstos volaban a centenares, lanzando sus pequeños y alegres trinos.
Tal era el aspecto que ofrecía la explanada y así permanecería durante las seis semanas que ordinariamente duraba la feria de Nijni-Novgorod. Después de este ensordecedor período, el inmenso barullo desaparecería como por encanto, y la ciudad alta reemprendería su carácter oficial, la ciudad baja volvería a su monotonía ordinaria y de esta enorme afluencia de comerciantes pertenecientes a todos los lugares de Europa y Asia central, no quedaría ni un solo vendedor con algo que vender, ni un solo comprador que buscase alguna cosa que comprar.
Conviene precisar que, esta vez al menos, Francia e Inglaterra estaban cada una representada en el gran mercado de Nijni-Novgorod por uno de los productos más distinguidos de la civilización moderna: los señores Harry Blount y Alcide Jolivet.
En efecto, los dos corresponsales habían venido en busca de impresiones que pudieran servirles en provecho de sus lectores y ocupaban de la mejor forma las horas que les quedaban libres, ya que ellos también embarcaban en el
Cáucaso
.
En el campo de la feria se encontraron precisamente uno y otro, pero no se mostraron muy sorprendidos, ya que un mismo instinto debía conducirles tras la misma pista; pero esta vez no entablaron conversación y limitáronse a cruzar un saludo bastante frío.
Alcide Jolivet, optimista por naturaleza, parecía creer que todo iba sobre ruedas y, como el azar le había proporcionado por suerte para él mesa y albergue, había anotado en su bloc algunas frases particularmente favorables para la ciudad de Nijni-Novgorod.
Por el contrario, Harry Blount, después de haber buscado inútilmente un sitio para cenar, había tenido que dormir a la intemperie, por lo que su apreciación de las cosas tenía un muy distinto punto de vista y trenzaba un artículo demoledor contra una ciudad en la cual los hoteles se niegan a recibir a los viajeros que no piden otra cosa que dejarse despellejar «moral y materialmente».
Miguel Strogoff, con una mano en el bolsillo y sosteniendo con la otra su larga pipa de madera de cerezo, parecía el más indiferente y el menos impaciente de los hombres. Sin embargo, en una cierta contracción de sus músculos superficiales, un observador hubiera reconocido fácilmente que tascaba el freno.
Desde hacía unas dos horas deambulaba por las calles de la ciudad para volver, invariablemente, al campo de la feria. Circulando entre los diferentes grupos, observó que una real inquietud embargaba a todos los comerciantes llegados de los lugares vecinos de Asia. Las transacciones se resentían visiblemente. Que los bufones, saltimbanquis y equilibristas hicieran gran barullo frente a sus barracas se comprendía, ya que estos pobres diablos no tenían nada que perder en ninguna operación comercial, pero los negociantes dudaban en comprometerse con los traficantes de Asia central, sabiendo a todo el país turbado por la invasión tártara.
También había otro síntoma que debía ser señalado. En Rusia el uniforme militar aparece en cualquier ocasión. Los soldados se mezclan voluntariamente entre el gentío y, precisamente en Nijni-Novgorod durante el período de la feria, los agentes de la policía están ayudados habitualmente por numerosos cosacos que, con la lanza sobre el hombro, mantienen el orden en esta aglomeración de trescientos mil extranjeros.
Sin embargo, aquel día, los cosacos u otras clases de militares, estaban ausentes del gran mercado. Sin duda, en previsión de una partida inmediata, estaban concentrados en sus cuarteles.
Pero, mientras no se veía un soldado por ninguna parte, no ocurría así con los oficiales ya que, desde la víspera, los ayudas de campo con destino en el Palacio del gobernador se habían lanzado en todas direcciones, todo lo cual constituía un movimiento desacostumbrado que sólo podía explicarse dada la gravedad de los acontecimientos. Los correos se multiplicaban por todos los caminos de la provincia, ya hacia Wladimir, ya hacia los montes Urales. El cambio de despachos telegráficos entre Moscú y San Petersburgo era incesante. La situación de Nijni-Novgorod, no lejos de la frontera siberiana, exigía evidentemente serias precauciones. No se podía olvidar que en el siglo XIV la ciudad había sido tomada dos veces por los antecesores de estos tártaros que ahora la ambición de Féofar-Khan lanzaba a través de las estepas kirguises.
Un alto personaje, no menos ocupado que el gobernador general, era el jefe de policía. Sus agentes y él mismo, encargados de mantener el orden, de atender las reclamaciones, de velar por el cumplimiento de los reglamentos, no descansaban un instante. Las oficinas de la administración, abiertas día y noche, se veían asediadas incesantemente, tanto por los habitantes de la ciudad como por los extranjeros, europeos o asiáticos.