Sin embargo, como había luna nueva, entre las once y las dos de la madrugada, oscureció un poco más y casi todos los pasajeros dormían entonces, reinando un silencio roto únicamente por el ruido de las paletas que golpeaban el agua a intervalos regulares.
Una cierta inquietud mantenía desvelado a Miguel Strogoff, el cual iba y venía por la popa del vapor. Sin embargo, una de las veces llegó más allá de la sala de máquinas, donde se encuentra la parte del barco reservada a los pasajeros de segunda y tercera clase.
Allí dormían no solamente sobre los bancos, sino también sobre los fardos, cajas y hasta sobre las planchas del puente. Los marineros de la sala de máquinas eran los únicos que estaban despiertos y se mantenían de pie sobre el puente de proa. Dos luces, una verde y otra roja, proyectadas por los faroles de situación del buque, enviaban por babor y estribor algunos rayos oblicuos sobre los flancos del vapor.
Era necesaria cierta atención para no pisar a los durmientes, caprichosamente tendidos aquí y allá. Para la mayor parte de los mujiks, habituados a acostarse sobre el duro suelo, las planchas del puente debían serles más que suficientes, pero habrían acogido de mala manera a quien les despertase con un puntapié o un pisotón.
Miguel Strogoff, pues, ponía toda su atención en no molestar a nadie y, mientras iba hacia el otro extremo del buque, no tenía otra idea que la de combatir el sueño con un paseo un poco más largo.
Había llegado ya a la parte anterior del puente y subía por la escalerilla del puente de proa, cuando oyó voces cerca de él que le hicieron detenerse. Las voces parecían venir de un grupo de pasajeros que estaban envueltos en mantas y chales, por lo que era imposible reconocerlos en la sombra, pero a veces ocurría que la chimenea del vapor, en medio de las volutas de humo, se empenachaba de llamas rojizas cuyas chispas parecían correr entre el grupo, como si millares de lentejuelas quedaran súbitamente alumbradas por un rayo de luz.
Miguel Strogoff iba a continuar cuando distinguió más claramente algunas palabras, pronunciadas en aquella extraña lengua que había oído la noche anterior en el campo de la feria.
Instintivamente pensó escuchar, protegido por la sombra del puente que le impedía ser descubierto. Pero era imposible que pudiera distinguir a los pasajeros que sostenían la conversación. Por tanto, se dispuso a aguzar el oído.
Las primeras palabras que captó no tenían ninguna importancia, al menos para él, pero le permitieron reconocer precisamente las dos voces del hombre y la mujer que había conocido en Nijni-Novgorod, por lo que multiplicó su atención. No era de extrañar, en efecto, que estos gitanos a los que había sorprendido en plena conversación, expulsados como todos sus congéneres, viajaran a bordo del
Cáucaso
.
Fue un acierto el ponerse a escuchar, porque hasta sus oídos llegaron claramente esta pregunta y esta respuesta, hechas en idioma tártaro:
—Se dice que ha salido un correo de Moscú a Irkutsk.
—Eso se dice, Sangarra, pero ese correo llegará demasiado tarde o no llegará.
Miguel Strogoff tembló imperceptiblemente al oír esta respuesta que le aludía tan directamente. Intentó asegurarse de si el hombre y la mujer que acababan de hablar eran los que él suponía, pero las sombras eran entonces demasiado espesas y no los pudo reconocer.
Algunos instantes después, Miguel Strogoff, sin ser descubierto, volvió a popa y cogiéndose la cabeza entre las manos trató de reflexionar. Se hubiera podido creer que estaba soñando.
Pero no dormía ni tenía intención de dormir. Reflexionaba sobre esto con viva aprensión:
—¿Quién sabe mi partida y quién tiene, por tanto, interés por conocerla?
Al día siguiente, 18 de julio, a las seis y cuarenta de la mañana, el
Cáucaso
llegaba al embarcadero de Kazán, separado siete verstas (siete kilómetros y medio) de la ciudad.
Kazán, situada en la confluencia del Volga y del Kazanka, es una importante capital del gobierno y del arzobispado griego, al mismo tiempo que gran centro universitario.
La variada población de esta ciudad estaba compuesta por cheremisos, moravianos, chuvaches, volsalcos, vigulitches y tártaros, entre los cuales estos últimos eran los que habían conservado más especialmente su carácter asiático.
A pesar de que la ciudad estaba bastante alejada del desembarcadero, una multitud se apretujaba sobre el muelle a la espera de noticias. El gobernador de la provincia había publicado un decreto idéntico al de su colega de Nijni-Novgorod. Se veían tártaros vestidos con su caftán de mangas cortas y tocados con sus tradicionales bonetes de largas borlas que recuerdan las de Pierrot; otros, envueltos en una larga hopalanda y cubiertos con un pequeño casquete, parecían judíos polacos y mujeres con el pecho cubierto de baratijas, la cabeza coronada por diademas en forma de media luna, formaban diversos grupos que discutían entre sí.
Oficiales de policía mezclados entre la multitud y algunos cosacos con su lanza a punto guardaban el orden y se encargaban de hacer sitio a los pasajeros que descendían y a los que embarcaban, no sin antes haber examinado minuciosamente a ambas categorías de pasajeros, que estaban compuestos, por una parte, por los asiáticos afectados por el decreto de expulsión y, por la otra, mujiks que con sus familias se detenían en Kazán.
Miguel Strogoff miraba con aire indiferente ese ir y venir propio de todos los embarcaderos a los que se aproxima cualquier vapor. El
Cáucaso
haría escala en Kazán durante una hora, que era el tiempo necesario para proveerse de combustible. La idea de desembarcar no pasó por su imaginación, ya que no quería dejar sola a la joven livoniana, que aún no había reaparecido sobre el puente.
Los dos periodistas se habían levantado con el alba, como correspondía a todo diligente cazador, y bajaron a la orilla del río mezclándose entre la multitud, cada uno por su lado. Miguel Strogoff vio, por una parte a Harry Blount, con el bloc en la mano, dibujando algunos tipos y tomando nota de algunas observaciones; por la otra, Alcide Jolivet se contentaba con hablar, seguro de que su memoria no podía fallarle nunca.
Por toda la frontera oriental de Rusia había corrido el rumor de que la sublevación y la invasión tomaban caracteres considerables. Las comunicaciones entre Siberia y el Imperio eran ya extremadamente difíciles. Esto fue lo que Miguel Strogoff, sin haberse movido del puente, oyó decir a los nuevos pasajeros.
Estas noticias le causaban verdadera inquietud y excitaban el imperioso deseo que tenía de estar más allá de los Urales para juzgar por sí mismo la gravedad de la situación y tomar las medidas necesarias para hacer frente a cualquier eventualidad. Iba ya a pedir más precisos detalles a cualquiera de los indígenas de Kazán, cuando su mirada fue a fijarse de golpe en otro punto.
Entre los viajeros que abandonaban el
Cáucaso
Miguel Strogoff reconoció a la tribu de gitanos que la víspera se encontraba todavía en el campo de la feria de Nijni-Novgorod. Sobre el puente del vapor se encontraban el viejo bohemio y la mujer que le había calificado de espía. Con ellos, y sin duda bajo sus órdenes, desembarcaban también una veintena de bailarinas y cantantes, de quince a veinte años, envueltas en unas malas mantas que cubrían sus carnes llenas de lentejuelas.
Estas vestimentas, iluminadas entonces por los primeros rayos de sol, le hicieron recordar aquel efecto singular que había observado durante la noche. Era toda esta lentejuela bohemia lo que brillaba en la sombra, cuando la chimenea del vapor vomitaba sus llamaradas.
«Evidentemente —se dijo— esta tribu de gitanos, después de permanecer bajo el puente durante el día, han ido a agazaparse bajo el puente durante la noche. ¿Pretendían pasar lo más desapercibidos posible? Esto no entra, desde luego, entre las costumbres de su raza.»
Miguel Strogoff no dudó ya de que aquellas palabras que tan directamente le aludieron habían partido de este grupo invisible, iluminado de vez en cuando por las luces de a bordo, y que las habían cambiado el hombre y la mujer, a la que él había dado el nombre mongol de Sangarra.
Con movimiento instintivo se acercó al portalón del vapor, en el instante en que la tribu de bohemios iba a desembarcar para no volver.
Allí estaba el vicio bohemio, en una humilde actitud, poco en consonancia con la desvergüenza natural en sus congéneres. Se hubiera dicho que intentaba evitar hasta las miradas más que atraerlas. Su lamentable sombrero, tostado por todos los soles del mundo, inclinábase profundamente sobre su arrugado rostro. Su encorvada espalda se cubría con una vieja túnica en la que se arrebujaba, pese al calor que hacía. Bajo aquel miserable atuendo hubiera sido muy difícil apreciar su talla y su figura.
Cerca de él, la gitana Sangarra, exhibiendo una soberbia pose, morena de piel, alta, bien formada, con magníficos ojos y cabellos dorados, aparentaba tener unos treinta años.
Varias de las jóvenes bailarinas eran francamente bonitas y tenían el aspecto característico de su raza netamente acusado. Las gitanas son generalmente atrayentes y más de uno de esos grandes señores rusos, que se dedican a rivalizar en extravagancias con los ingleses, no han dudado en escoger esposa entre estas bohemias.
Una de las cantantes tarareaba una canción de ritmo extraño, cuyos primeros versos podían traducirse así:
El coral brilla sobre mi piel morena.
Y la aguja de oro en mi moño.
Voy a buscar fortuna
al país de…
La alegre joven continuó su canción, pero Miguel Strogoff ya no pudo oír nada más.
Parecióle entonces que la gitana Sangarra lo miraba de una forma especialmente insistente. Se hubiera dicho que quería grabar sus rasgos en la memoria, de forma que ya no se le borraran.
«¡He aquí una gitana descarada! —se dijo Miguel Strogoff—. ¿Me habrá reconocido como el hombre al que calificó de espía en Nijni-Novgorod? Estos condenados gitanos tienen ojos de gato. Ven claramente a través de la oscuridad y bien podría saber…»
Miguel Strogoff estuvo a punto de seguir a Sangarra y su tribu, pero se contuvo.
«No —pensó—, nada de imprudencias. Si hago detener a ese viejo decidor de buenaventuras y su banda, me expongo a revelar mi incógnito. Además, ya han desembarcado y antes de que hayan traspasado la frontera yo ya estaré lejos de los Urales. Bien pueden tomar la ruta de Kazán a Ichim, pero no ofrece ninguna seguridad, aparte de que una tarenta tirada por buenos caballos siempre adelantará al carro de unos bohemios. ¡Entonces, tranquilízate, amigo Korpanoff!».
En aquel momento, además, Sangarra y el viejo gitano acababan de desaparecer entre la multitud.
Si a Kazán se la llama justamente «la puerta de Asia» y esta ciudad está considerada como el centro de todo el tránsito comercial con Siberia y Bukhara es porque de allí parten las dos rutas que atraviesan los montes Urales. Miguel Strogoff había elegido muy juiciosamente la que pasa por Perm, Ekaterinburgo y Tiumen, que es la gran ruta de postas, mantenidas a costa del Estado, y que se prolonga desde Ichim a Irkutsk.
Existía una segunda ruta —la que Miguel Strogoff acababa de aludir—, que evita el pequeño rodeo por Perm, que unía igualmente Kazán con Ichim, pasando Porjelabuga, Menzelinsk, Birsk, Zlatouste, en donde abandona Europa, Chelabinsk, Chadrinsk y Kurgana. Puede que esta ruta fuera un poco más corta que la otra, pero su pequeña ventaja quedaba notablemente disminuida por la ausencia de paradas de posta, el mal estado del terreno y la escasez de pueblos. Miguel Strogoff pensaba con razón que no podía haber hecho mejor elección y si, como parecía probable, los bohemios seguían esta segunda ruta de Kazán a Ichim, tenía todas las probabilidades de llegar antes que ellos.
Una hora después, la campana anunciaba la salida del
Cáucaso
, llamando a los nuevos pasajeros y avisando a los que ya viajaban en él. Eran las siete de la mañana y el barco ya había concluido la carga de combustible; las planchas de las calderas vibraban bajo la presión del vapor. El buque estaba preparado para largar amarras y los viajeros que iban de Kazán a Perm ocupaban ya sus respectivos lugares a bordo.
En aquel momento, Miguel Strogoff observó que de los dos periodistas únicamente Harry Blount se encontraba a bordo.
¿Iba, pues, Alcide Jolivet a quedarse en tierra?
Pero en el instante mismo en que se soltaban las amarras, apareció Alcide Jolivet a todo correr. El buque había comenzado la maniobra y la pasarela estaba quitada y puesta sobre el muelle, pero el periodista francés no se arredró y, sin dudarlo un instante, saltó con la ligereza de un clown, yendo a parar sobre la cubierta del
Cáucaso
, casi en brazos de su colega.
—Ya creí que el
Cáucaso
iba a partir sin usted —le dijo éste, mitad en serio, mitad en broma.
—¡Bah! —respondió Alcide Jolivet—. Les hubiera alcanzado aunque para ello tuviera que fletar un buque a expensas de mi prima, o correr de posta en posta a veinte kopeks por versta y por caballo. ¿Qué quiere usted? El telégrafo está lejos del muelle.
—¿A ido usted a telégrafos? —preguntó Harry Blount apretando los labios.
—Sí; he ido —respondió Alcide Jolivet con su más amable sonrisa.
—¿Y funciona todavía hasta Kolivan?
—Esto lo ignoro, pero puedo asegurarle, por ejemplo, que funciona de Kazán a París.
—¿Ha mandado usted un telegrama… a su prima?
—Con todo entusiasmo.
—¿Es que ha sabido usted algo?
—Escuche, padrecito, por hablar como los rusos —respondió Alcide Jolivet—, soy un buen muchacho y no quiero ocultarle nada. Los tártaros, con Féofar-Khan a la cabeza, han traspasado Semipalatinsk y descienden por el curso del Irtiche. ¡Aproveche la noticia!
¡Cómo! Una noticia tan grave y Harry Blount la desconocía. Sin embargo, su rival, que la había captado probablemente de alguno de los habitantes de Kazán, la había transmitido ya a París. ¡El periódico inglés estaba atrasado de noticias! Harry Blount, cruzando sus manos en la espalda, fue a sentarse a popa del buque, sin decir ni una sola palabra.
Hacia las diez de la mañana, la joven livoniana abandonó su camarote para subir a cubierta.
Miguel Strogoff se dirigió hacia ella con la mano extendida.
—Mira, hermana —le dijo, después de haberla conducido hasta la proa del barco.