Miguel Strogoff (6 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

En cuanto a Miguel Strogoff, lo tenía todo en regla y quedaba al abrigo de cualquier medida de la policía.

En la estación de Wladimir el tren se detuvo durante algunos minutos, los cuales le bastaron al corresponsal del
Daily Telegraph
para hacer una semblanza extremadamente completa, en su doble aspecto físico y moral de esta vieja capital rusa.

En la estación de Wladimir subieron al tren nuevos pasajeros, entre ellos una joven que entró en el compartimiento de Miguel Strogoff.

Ante el correo del Zar había un asiento vacío que ocupó la joven, después de depositar todo su equipaje. Después, con los ojos bajos, sin haber echado una mirada a los compañeros de viaje que le destinó el azar, se dispuso para un trayecto que debía durar aún algunas horas.

Miguel Strogoff no pudo impedir fijarse atentamente en su nueva vecina. Como se encontraba sentada de espaldas al sentido de la marcha, él le ofreció su asiento, por si lo prefería, pero la joven rehusó dándole las gracias con una leve reverencia.

La muchacha debía de tener entre dieciséis y diecisiete años. Su cabeza, verdaderamente hermosa, representaba al tipo eslavo en toda su pureza; raza de rasgos severos, que la destinaban a ser más bella que bonita en cuanto el paso de los años fijaran definitivamente sus facciones. Se cubría con una especie de pañuelo que dejaba escapar con profusión sus cabellos, de un rubio dorado. Sus ojos eran oscuros, de mirada aterciopelada e infinitamente dulce; su nariz se pegaba a unas mejillas delgadas y pálidas por unas aletas ligeramente móviles; su boca estaba finamente trazada, pero daba la impresión de que la sonrisa había desaparecido de ella desde hacía mucho tiempo.

Era alta y esbelta, a juzgar por lo que dejaba apreciar el abrigo ancho y modesto que la cubría. Aunque era todavía una niña, en toda la pureza de la expresión, el desarrollo de su despejada frente y la limpieza de rasgos de la parte inferior de su rostro, daban la impresión de una gran energía moral, detalle que no escapó a Miguel Strogoff. Evidentemente, esta joven debía de haber sufrido ya en el pasado, y su porvenir, sin duda, no se le presentaba de color de rosa; pero parecía no menos cierto que debía de haber luchado y que estaba dispuesta a seguir luchando contra las dificultades de la vida. Su voluntad debía de ser vivaz, constante, hasta en aquellas circunstancias en que un hombre estaría expuesto a flaquear o a encolerizarse.

Tal era la impresión que, a primera vista, daba esta jovencita. A Miguel Strogoff, dotado él mismo de una naturaleza enérgica, tenía que llamarle la atención el carácter de aquella fisonomía, y, teniendo siempre buen cuidado de que su persistente mirada no la importunase lo más mínimo, observó a su vecina con cierta atención.

El atuendo de la joven viajera era, a la vez, de una modestia y una limpieza extrema. Saltaba a la vista que no era rica, pero se buscaría vanamente en su persona cualquier señal de descuido.

Todo su equipaje consistía en un saco de cuero, cerrado con llave, que sostenía sobre sus rodillas por falta de sitio donde colocarlo.

Llevaba una larga pelliza de color oscuro, liso, que se anudaba graciosamente a su cuello con una cinta azul. Bajo esta pelliza llevaba una media falda, oscura también, cubriendo un vestido que le caía hasta los tobillos, cuyo borde inferior estaba adornado con unos bordados poco llamativos. Unos botines de cuero labrado, con suelas reforzadas, como si hubieran sido preparadas en previsión de un largo viaje, calzaban sus pequeños pies.

Miguel Strogoff, por ciertos detalles, creyó reconocer en aquel atuendo el corte habitual de los vestidos de Livonia y pensó que su vecina debía de ser originaria de las provincias bálticas. Pero ¿adónde iba esta muchacha, sola, a esa edad en que el apoyo de un padre o de una madre, la protección de un hermano, son, por así decirlo, obligados? ¿Venía, recorriendo tan largo trayecto, de las provincias de la Rusia occidental? ¿Se dirigía únicamente a Nijni-Novgorod, o proseguiría más allá de las fronteras orientales del Imperio? ¿La esperaba algún pariente o algún amigo a la llegada del tren? Por el contrario, ¿no sería lo más probable que al descender del tren se encontrase tan sola en la ciudad como en el compartimiento, en donde nadie —debía de pensar ella— parecía hacerle caso? Todo era probable.

Efectivamente, en la manera de comportarse aquella joven viajera, quedaban visiblemente reflejados los hábitos que se van adquiriendo en la soledad. La forma de entrar en el compartimiento y de prepararse para el viaje; la poca agitación que produjo en su derredor, el cuidado que puso en no molestar a nadie; todo ello denotaba la costumbre que tenía de estar sola y no contar más que consigo misma.

Miguel Strogoff la observaba con interés, pero como él mismo era muy reservado, no buscó la oportunidad de entablar conversación con ella, pese a que habían de transcurrir muchas horas antes de que el tren llegase a Nijni-Novgorod.

Solamente en una ocasión, el vecino de la joven —aquel comerciante que tan imprudentemente mezclaba el sebo con los chales— se había dormido y amenazaba a su vecina con su gruesa cabeza, basculando de un hombro al otro; Miguel Strogoff lo despertó con bastante brusquedad para hacerle comprender que era conveniente que se mantuviera más erguido.

El comerciante, bastante grosero por naturaleza, murmuró algunas palabras contra «esa gente que se mete en lo que no le importa», pero Miguel Strogoff le lanzó una mirada tan poco complaciente que el dormilón volvióse del lado opuesto, librando a la joven viajera de tan incómoda vecindad, mientras ella miraba al joven durante unos instantes, reflejando un mudo y modesto agradecimiento en su mirada.

Pero tenía que presentarse otra circunstancia que daría a Miguel Strogoff la medida exacta del carácter de la joven.

Doce verstas antes de llegar a la estación de Nijni-Novgorod, en una brusca curva de vía, el tren experimentó un choque violentísimo y después, durante unos minutos, rodó por la pendiente de un terraplén.

Viajeros más o menos volteados, gritos, confusión, desorden general en los vagones, tales fueron los efectos inmediatos ante el temor de que se hubiera producido un grave accidente; así, incluso antes de que el tren se detuviera, las puertas de los vagones quedaron abiertas y los aterrorizados viajeros no tenían más que un pensamiento: abandonar los coches y buscar refugio fuera de la vía.

Miguel Strogoff pensó al instante en su vecina, pero, mientras los otros viajeros del compartimiento se precipitaban fuera del vagón, gritando y empujándose, la joven permaneció tranquilamente en su sitio, con el rostro apenas alterado por una ligera palidez.

Ella esperaba. Miguel Strogoff también.

Ella no había hecho ningún movimiento para salir del vagón.

Miguel Strogoff no se movió tampoco.

Ambos permanecieron impasibles.

«Una naturaleza enérgica», pensó Miguel Strogoff. Mientras, el peligro había desaparecido. La rotura del tope del vagón de equipajes había provocado, primero el choque, después la parada del tren, pero poco había faltado para que descarrilara, precipitándose desde el terraplén al fondo de un barranco. El accidente ocasionó una hora de retraso, pero al fin, despejada la vía, el tren reemprendió la marcha y a las ocho y media de la tarde llegaban a la estación de Nijni-Novgorod.

Antes de que nadie pudiera bajar de los vagones, los inspectores de policía coparon las portezuelas examinando a los viajeros.

Miguel Strogoff mostró su
podaroshna
extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, y no tuvo dificultad alguna. En cuanto a los otros pasajeros del compartimiento, todos ellos con destino a Nijni-Novgorod, no despertaron sospechas, afortunadamente para ellos.

La joven presentó, no un pasaporte, ya que el pasaporte no se exige en Rusia, sino un permiso acreditado por un sello particular y que parecía ser de una especial naturaleza. El inspector lo leyó con atención y después de examinar minuciosamente el sello que contenía, le preguntó:

—¿Eres de Riga?

—Sí —respondió la joven.

—¿Vas a Irkutsk?

—Sí.

¿Por qué ruta?

—Por la ruta de Perm.

—Bien —respondió el inspector—, pero cuida de que te refrenden este permiso en la oficina de policía de Nijni-Novgorod.

La joven hizo un gesto de asentimiento.

Oyendo estas preguntas y respuestas, Miguel Strogoff experimentó un sentimiento de sorpresa y piedad al mismo tiempo. ¡Cómo! ¡Esta muchacha, sola, por los caminos de la lejana Siberia en donde a los peligros habituales se sumaban ahora los riesgos de un país invadido y sublevado! ¿Cómo llegará a Irkutsk? ¿Qué será de ella…?

Finalizada la inspección, las puertas de los vagones quedaron abiertas, pero, antes de que Miguel Strogoff hubiera podido iniciar un movimiento hacia la muchacha, ésta había descendido del vagón, desapareciendo entre la multitud que llenaba los andenes de la estación.

5
Un decreto en dos artículos

Nijni-Novgorod, o Novgorod la Baja, situada en la confluencia del Volga y del Oka, es la capital del gobierno de este nombre. Era allí donde Miguel Strogoff debía abandonar la línea férrea, que en esta época no se prolongaba más allá de esta ciudad. Así pues, a medida que avanzaba, los medios de comunicación se volvían menos rápidos, a la vez que más inseguros.

Nijni-Novgorod, que en tiempos ordinarios no contaba más que de treinta a treinta y cinco mil habitantes, albergaba ahora más de trescientos mil, o sea, que su población se había decuplicado. Este crecimiento era debido a la célebre feria que se celebraba dentro de sus muros durante un período de tres semanas. En otros tiempos había sido Makariew quien se había beneficiado de esta concurrencia de comerciantes; pero desde 1817, la feria había sido trasladada a Nijni-Novgorod.

La ciudad, bastante triste habitualmente, presentaba entonces una animación extraordinaria. Diez razas diferentes de comerciantes, europeos o asiáticos, confraternizaban bajo la influencia de las transacciones comerciales.

Aunque la hora en que Miguel Strogoff salió de la estación era ya avanzada, se velan aun grandes grupos de gente en estas dos ciudades que, separadas por el curso del Volga, constituyen Nijni-Novgorod, la más alta de las cuales, edificada sobre una roca escarpada, está defendida por uno de esos fuertes llamados
kreml
en Rusia.

Si Miguel Strogoff se hubiese visto obligado a permanecer en Nijni-Novgorod, difícilmente hubiera encontrado hotel o ni siquiera posada un tanto conveniente porque todo estaba lleno. Sin embargo, como no podía marchar inmediatamente porque le era necesario tomar el buque a vapor del Volga, debía encontrar cualquier albergue. Pero antes quería conocer la hora exacta de salida del vapor, por lo que se dirigió a las oficinas de la compañía propietaria de los buques que hacen el servicio entre Nijni-Novgorod y Perm.

Allí, para su disgusto, se enteró de que el
Cáucaso
—éste era el nombre del buque— no salía hacia Perm hasta el día siguiente al mediodía. ¡Tenía que esperar diecisiete horas! Era desagradable para un hombre con tanta prisa, pero no tuvo más remedio que resignarse. Y fue lo que hizo, porque él no se disgustaba jamás sin motivo.

Además, en las circunstancias actuales, ningún coche, talega o diligencia, berlina o cabriolé de posta ni veloz caballo, le hubiera conducido tan rápido, bien sea a Perm o a Kazán. Por ello más valía esperar la partida del vapor, que era más rápido que ningún otro medio de transporte de los que podía disponer y que le haría recuperar el tiempo perdido.

He aquí, pues, a Miguel Strogoff, paseando por la ciudad y buscando, sin impacientarse demasiado, un albergue donde pasar la noche. Pero no se hubiera preocupado mucho si no fuera por el hambre que le pisaba los talones, y probablemente hubiera deambulado hasta la mañana siguiente por las calles de Nijni-Novgorod. Por eso, lo que se proponía encontrar era, más que una cama, una buena cena, pero encontró ambas cosas en la posada Ciudad de Constantinopla.

El posadero le ofreció una habitación bastante aceptable, no muy llena de muebles, pero en la que no faltaban ni la imagen de la Virgen ni las de algunos iconos, enmarcadas en tela dorada. Inmediatamente le fue servida la cena, teniendo suficiente con un pato con salsa agria y crema espesa, pan de cebada, leche cuajada, azúcar en polvo mezclado con canela y una jarra de
kwass
, especie de cerveza muy común en Rusia. No le hizo falta más para quedar saciado. Y, por supuesto, se sació mucho más que su vecino de mesa que en su calidad de «viejo creyente» de la secta de los Raskolniks, con voto de abstinencia, apartaba las patatas de su plato y se guardaba mucho de ponerle azúcar a su té.

Terminada su cena, Miguel Strogoff, en lugar de subir a su habitación, reemprendió maquinalmente su paseo a través de la ciudad. Pero pese a que el largo crepúsculo se prolongaba todavía, las calles iban quedándose, poco a poco, desiertas, reintegrándose cada cual a su alojamiento.

¿Por qué Miguel Strogoff no se había metido en la cama como era lo lógico después de toda una jornada pasada en el tren? ¿Pensaba en aquella joven livoniana que durante algunas horas había sido su compañera de viaje? No teniendo nada mejor que hacer, pensaba en ella. ¿Creía que, perdida en esta tumultuosa ciudad, estaba expuesta a cualquier insulto? Lo temía, y tenía sus razones para temerlo. ¿Esperaba, pues, encontrarla y, en caso necesario, convertirse en su protector? No. Encontrarla era difícil y en cuanto a protegerla… ¿Con qué derecho?

«¡Sola —se decía—, sola en medio de estos nómadas! ¡Y los peligros presentes no son nada comparados con los que le esperan! ¡Siberia! ¡Irkutsk! Lo que yo voy a intentar por Rusia y por el Zar ella lo va a hacer por… ¿Por quién? ¿Por qué? ¡Y tiene autorización para traspasar la frontera! ¡Con todo el país sublevado y bandas tártaras corriendo por las estepas…!»

Miguel Strogoff se detuvo para reflexionar durante algunos instantes.

«Sin duda —pensó— la intención de viajar la tuvo antes de la invasión. Puede ser que ignore lo que está pasando… Pero no; los mercaderes comentaron delante de ella los disturbios que hay en Siberia y ella no pareció asombrarse… Ni siquiera ha pedido una explicación… Lo sabía y sin embargo continúa… ¡Pobre muchacha! ¡Ha de tener motivos muy poderosos! Pero por valiente que sea —y lo es mucho, sin duda—, sus fuerzas la traicionarán durante el viaje porque, aun sin tener en cuenta los peligros y las dificultades, no podrá soportar las fatigas y nunca conseguirá llegar a Irkutsk…»

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