—¿Tiene un cuerpo de hierro?
—Sí, señor.
—¿Y su corazón?
—De oro, señor.
—¿Cómo se llama?
—Miguel Strogoff.
—¿Está dispuesto a partir?
—Espera en la sala de guardia las órdenes de Vuestra Majestad.
—Que pase —dijo el Zar.
Instantes después, el correo Miguel Strogoff entraba en el gabinete imperial.
Miguel Strogoff era alto de talla, vigoroso, de anchas espaldas y pecho robusto. Su poderosa cabeza presentaba los hermosos caracteres de la raza caucásica y sus miembros, bien proporcionados, eran como palancas dispuestas mecánicamente para efectuar a la perfección cualquier esfuerzo. Este hermoso y robusto joven, cuando estaba asentado en un sitio, no era fácil de desplazar contra su voluntad, ya que cuando afirmaba sus pies sobre el suelo, daba la impresión de que echaba raíces. Sobre su cabeza, de frente ancha, se encrespaba una cabellera abundante, cuyos rizos escapaban por debajo de su casco moscovita. Su rostro, ordinariamente pálido, se modificaba únicamente cuando se aceleraba el batir de su corazón bajo la influencia de una mayor rapidez en la circulación arterial. Sus ojos, de un azul oscuro, de mirada recta, franca, inalterable, brillaban bajo el arco de sus cejas, donde unos músculos superciliares levemente contraídos denotaban un elevado valor —el valor sin cólera de los héroes, según expresión de los psicólogos— y su poderosa nariz, de anchas ventanas, dominaba una boca simétrica con sus labios salientes propios de los hombres generosos y buenos.
Miguel Strogoff tenía el temperamento del hombre decidido, de rápidas soluciones, que no se muerde las uñas ante la incertidumbre ni se rasca la cabeza ante la duda y que jamás se muestra indeciso.
Sobrio de gestos y de palabras, sabía permanecer inmóvil como un poste ante un superior; pero cuando caminaba, sus pasos denotaban gran seguridad y una notable firmeza en sus movimientos, exponentes de su férrea voluntad y de la confianza que tenía en sí mismo. Era uno de esos hombres que agarran siempre las ocasiones por los pelos; figura un poco forzada pero que lo retrataba de un solo trazo.
Vestía uniforme militar parecido al de los oficiales de la caballería de cazadores en campaña: botas, espuelas, pantalón semiceñido, pelliza bordada en pieles y adornada con cordones amarillos sobre fondo oscuro. Sobre su pecho brillaban una cruz y varias medallas. Pertenecía al cuerpo especial de correos del Zar y entre esta elite de hombres tenía el grado de oficial. Lo que se notaba particularmente en sus ademanes, en su fisonomía, en toda su persona (y que el Zar comprendió al instante), era que se trataba de un «ejecutor de órdenes». Poseía, pues, una de las cualidades más reconocidas en Rusia —según la observación del célebre novelista Turgueniev—, y que conducía a las más elevadas posiciones del Imperio moscovita.
En verdad, si un hombre podía llevar a feliz término este viaje de Moscú a Irkutsk a través de un territorio invadido, superar todos los obstáculos y afrontar todos los peligros de cualquier tipo, era, sin duda alguna, Miguel Strogoff, en el cual concurrían circunstancias muy favorables para llevar a cabo con éxito el proyecto, ya que conocía admirablemente el país que iba a atravesar y comprendía sus diversos idiomas, no sólo por haberlo recorrido, sino porque él mismo era siberiano.
Su padre, el anciano Pedro Strogoff, fallecido diez años antes, vivía en la ciudad de Omsk, situada en el gobierno de este mismo nombre, donde su madre, Marfa Strogoff, seguía residiendo. En ese lugar, entre las salvajes estepas de las provincias de Omsk, fue donde el bravo cazador siberiano educó «con dureza» a su hijo Miguel, según expresión popular. La verdadera profesión de Pedro Strogoff era la de cazador. Y tanto en verano como en invierno, bajo los rigores de un calor tórrido o de un frío que sobrepasaba muchas veces los cincuenta grados bajo cero, recorría la dura planicie, las espesuras de maleza y abedules o los bosques de abetos, tendiendo sus trampas, acechando la caza menor con el fusil y la mayor con el cuchillo. La caza mayor era nada menos que el oso siberiano, temible y feroz animal de igual talla que sus congéneres de los mares glaciales. Pedro Strogoff había cazado más de treinta y nueve osos, lo cual indica que igualmente el número cuarenta había caído bajo su cuchillo. Pero si hemos de creer la leyenda que circula entre los cazadores rusos, todos aquellos que hayan muerto treinta y nueve osos han sucumbido ante el número cuarenta.
Sin embargo, Pedro Strogoff había traspasado esa fatídica cifra sin recibir un solo rasguño.
Desde entonces, Miguel, que tenía once años de edad, no dejó de acompañar a su padre, llevando la
ragatina
, es decir, la horquilla para acudir en su ayuda cuando sólo iba armado con un cuchillo. A los catorce años Miguel Strogoff mató su primer oso sin ayuda de nadie, lo cual no era poca cosa; pero, además, después de desollarlo, arrastró la piel del gigantesco animal hasta la casa de sus padres, distante muchas verstas, lo cual revelaba que el muchacho poseía un vigor poco común.
Este género de vida le fue muy provechoso y así, cuando llegó a la edad de hombre hecho, era capaz de soportarlo todo: frío, calor, hambre, sed y fatiga. Era, como el
yakute
de las tierras septentrionales, de hierro. Podía permanecer veinticuatro horas sin comer, diez noches consecutivas sin dormir y sabía construirse un refugio en plena estepa, allí donde otros quedarían a merced de los vientos.
Dotado de sentidos extremadamente finos, guiado por unos instintos de Delaware en medio de la blanca planicie, cuando la niebla cubría todo el horizonte, aun cuando se encontrase en las más altas latitudes (allí donde la noche polar se prolonga durante largos días), encontraba su camino donde otros no hubieran podido orientar sus pasos.
Su padre le había puesto al corriente de todos sus secretos y las más imperceptibles señales, como: proyección de las agujas del hielo, disposición de las pequeñas ramas de los árboles, emanaciones que le llegaban de los últimos límites del horizonte, pisadas sobre la hierba de los bosques, sonidos vagos que cruzaban el aire, lejanos ruidos, vuelo de los pájaros en la atmósfera brumosa y otros mil detalles que eran fieles jalones para quien supiera reconocerlos. Y Miguel Strogoff había aprendido a guiarse por ellos. Templado en las nieves como el acero de Damasco en las aguas sirias, tenía, además, una salud de hierro, como había dicho el general Kissoff y, lo que no era menos cierto, un corazón de oro.
La única pasión de Miguel Strogoff era su madre, la vieja Marfa, que jamás había querido abandonar la casa de los Strogoff, a orillas del Irtiche, en Omsk, donde el viejo cazador y ella habían vivido juntos tanto tiempo. Cuando su hijo partió de allí fue un duro golpe para ella, pero se tranquilizó con la promesa que le hizo de volver siempre que tuviera una oportunidad; promesa que fue escrupulosamente cumplida.
Cuando Miguel Strogoff contaba veinte años, decidieron que entrase al servicio personal del emperador de Rusia, en el cuerpo de correos del Zar. El joven siberiano, audaz, inteligente, activo y de buena conducta, tuvo la oportunidad de distinguirse especialmente con ocasión de un viaje al
Cáucaso
, a través de un país difícil, hostigado por unos turbulentos sucesores de Samil. Posteriormente volvió a distinguirse en una misión que le llevó hasta Petropolowsky, en Kamtschatka, el límite oriental de la Rusia asiática. Durante estos largos viajes desplegó tan maravillosas dotes de sangre fría, prudencia y coraje que le valieron la aprobación y protección de sus superiores, quienes le ascendieron con rapidez.
En cuanto a los permisos que le correspondían una vez realizadas tan lejanas misiones, jamás olvidó consagrarlos a su anciana madre, aunque estuviera separado de ella por miles de verstas y el invierno hubiese convertido los caminos en rutas impracticables. Sin embargo, Miguel Strogoff, recién llegado de una misión en el sur del imperio, por primera vez había dejado de visitar a su madre.
Varios días antes se le había concedido el permiso reglamentarlo y estaba haciendo los preparativos para el viaje, cuando se produjeron los sucesos que ya conocemos. Miguel Strogoff fue, pues, llamado a presencia del Zar ignorando totalmente lo que el Emperador esperaba de él.
El Zar, sin dirigirle la palabra, lo miró durante algunos instantes con su penetrante mirada, mientras Miguel Strogoff permanecía absolutamente inmóvil. Después, el Zar, satisfecho sin duda de este examen, se acercó de nuevo a su mesa y, haciendo una seña al jefe superior de policía para que se sentara ante ella, le dictó en voz baja una carta que sólo contenía algunas líneas.
Redactada la carta, el Zar la releyó con extrema atención y la firmó, anteponiendo a su nombre las palabras
bytpo semou
, que significan «así sea», fórmula sacramental de los emperadores rusos.
La carta, introducida en un sobre, fue cerrada y sellada con las armas imperiales y el Zar, levantándose, hizo ademán a Miguel Strogoff para que se acercara.
Miguel Strogoff avanzó algunos pasos y quedó nuevamente inmóvil, presto a responder.
El Zar volvió a mirarle cara a cara y le preguntó escuetamente:
—¿Tu nombre?
—Miguel Strogoff, señor.
—¿Tu grado?
—Capitán del cuerpo de correos del Zar.
—¿Conoces Siberia?
—Soy siberiano.
—¿Dónde has nacido?
—En Omsk.
—¿Tienes parientes en Omsk?
—Sí, señor.
—¿Qué parientes?
—Mi anciana madre.
El Zar interrumpió un instante su serie de preguntas. Después, mostrando la carta que tenía en la mano, dijo:
—Miguel Strogoff; he aquí una carta que te confío para que la entregues personalmente al Gran Duque y a nadie más que a él.
—La entregaré, señor.
—El Gran Duque está en Irkutsk.
—Iré a Irkutsk.
—Pero tendrás que atravesar un país plagado de rebeldes e invadido por los tártaros, quienes tendrán mucho interés en interceptar esta carta.
—Lo atravesaré.
—Desconfiarás, sobre todo, de un traidor llamado Ivan Ogareff, a quien es probable que encuentres en tu camino.
—Desconfiaré.
—¿Pasarás por Omsk?
—Está en la ruta, señor.
—Si ves a tu madre, corres el riesgo de ser reconocido. Es necesario que no la veas.
Miguel Strogoff tuvo unos instantes de vacilación, pero dijo:
—No la veré.
—Júrame que por nada confesaras quien eres ni adónde vas.
—Lo juro.
—Miguel Strogoff —agregó el Zar, entregando el pliego al joven correo—, toma esta carta, de la cual depende la salvación de toda Siberia y puede que también la vida del Gran Duque, mi hermano.
—Esta carta será entregada a Su Alteza, el Gran Duque.
—¿Así que pasarás, a todo trance?
—Pasaré o moriré.
—Es preciso que vivas.
—Viviré y pasaré —respondió Miguel Strogoff.
El Zar parecía estar satisfecho con la sencilla y reposada seguridad con que le había contestado Miguel Strogoff.
—Vete, pues, Miguel Strogoff —dijo—. Vete, por Dios, por Rusia, por mi hermano y por mí.
Miguel Strogoff, saludando militarmente, salió del gabinete imperial y, algunos instantes después, abandonaba el Palacio Nuevo.
—Creo que has acertado, general —dijo el Zar.
—Yo también lo creo, señor —respondió el general Kissoff—, y Vuestra Majestad puede estar seguro de que Miguel Strogoff hará todo cuanto le sea posible a un hombre valiente y decidido.
—Es todo un hombre, en efecto —dijo el Zar.
La distancia que Miguel Strogoff tenía que franquear entre Moscú e Irkutsk era de cinco mil doscientas verstas (5.523 kilómetros). Cuando la línea telegráfica aún no existía entre los montes Urales y la frontera oriental de Siberia, el servicio de despachos oficiales se hacía mediante correos, el más rápido de los cuales empleaba dieciocho días en recorrer la distancia de Moscú a Irkutsk. Pero esto era una excepción y lo general era que para atravesar la Rusia asiática se emplease, ordinariamente, de cuatro a cinco semanas, aunque todos los medios de transporte estaban a disposición de estos emisarios del Zar.
Como hombre que no temía al frío ni a la nieve, Miguel Strogoff hubiera preferido viajar durante la ruda estación invernal, que permite organizar un servicio de trineos en toda la extensión del recorrido. De esta manera, las dificultades que entraña el empleo de diversos medios de locomoción quedaban, en parte, disminuidas sobre aquellas inmensas estepas cubiertas de nieve, ya que hay menos cursos de agua que atravesar y el trineo se desliza fácilmente sobre aquel manto helado. Ciertos fenómenos atmosféricos de esta época son temibles, como la persistencia e intensidad de las nieblas, el frío extremado, además de las largas y terribles ventiscas, cuyos torbellinos lo envuelven todo y hacen desaparecer caravanas enteras. Ocurre también que los lobos, acosados por el hambre, cubren a millares las llanuras. Pero era preferible correr esos riesgos porque, con la crudeza del invierno, los invasores tártaros se verían obligados a acantonarse en las ciudades, sus Merodeadores no correrían por la estepa, todo movimiento de tropas sería impracticable y Miguel Strogoff podría pasar más fácilmente. Pero él no había podido elegir su tiempo ni su hora y debía aceptar las circunstancias para partir, cualesquiera que fueran.
Ésta era la situación que Miguel Strogoff apreció claramente, preparándose para afrontarla.
Además, no se encontraba en las condiciones habituales de un correo del Zar, ya que era preciso que nadie sospechara esta circunstancia mientras realizara su viaje, porque en un país invadido, los espías abundan y él sabía que su misión era muy comprometida. Por eso el general Kissoff se limitó a entregarle una importante suma de dinero para el viaje, e, incluso, el medio de facilitárselo hasta cierto punto, pero sin entregarle ninguna orden escrita en la que constara que estaba al servicio del Emperador, «Sésamo» que abría todas las puertas; entrególe únicamente un
podaroshna
.
Este podaroshna
, extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, comerciante domiciliado en Irkutsk, autorizaba a su titular para hacerse acompañar en caso necesario por una o varias personas, y era valedero hasta en los casos en que el gobierno moscovita prohibía a sus súbditos abandonar el territorio ruso.
El podaroshna
es una autorización para tomar caballos de posta, pero Miguel Strogoff no podía emplearlo más que en las ocasiones en que poseer este documento no le hiciera sospechoso, es decir, que únicamente podía hacer uso de él mientras estuviera en territorio europeo. En resumen, cuando se encontrase en Siberia, es decir, cuando atravesara las provincias sublevadas, no podría actuar como dueño de las paradas de posta, ni hacerse entregar caballos con preferencia a cualquier otro, ni requisar medios de transporte para su uso personal. Miguel Strogoff no debía olvidar esto: él no era un correo, sino un simple comerciante llamado Nicolás Korpanoff, que iba de Moscú a Irkutsk y, como a tal, sometido a todas las eventualidades de un viaje ordinario.