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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Miguel Strogoff (13 page)

Miguel Strogoff quedó a la expectativa durante algún tiempo. Hacia las once, los relámpagos comenzaron a iluminar el cielo y ya no cesaron de hacerlo. A la luz de los rápidos resplandores se veían aparecer y desaparecer las siluetas de los pinos, que se agrupaban en diversos puntos de la ruta. Cuando la tarenta bordeaba el camino, profundas gargantas podían percibirse a uno y otro lado, iluminadas por la luz de las descargas eléctricas. De vez en cuando, un deslizamiento más grave de la tarenta indicaba que estaban atravesando un puente construido con maderos apenas encuadrados, tendido sobre algún barranco, en cuyo fondo parecía retumbar el trueno. Además, el espacio no tardó en llenarse de monótonos zumbidos que se volvían más graves a medida que subían cada vez más hacia las alturas. A estos ruidos diversos se mezclaban los gritos y las interjecciones del
yemschzk
, tan pronto alabando como insultando a las pobres bestias, más fatigadas por la pesadez del aire que por la pendiente del camino. Las campanillas de las varas no podían animarles ya más y por momentos se les doblaban las patas.

—¿A qué hora llegaremos a la cima? —preguntó Miguel Strogoff al
yemschik
.

—A la una de la madrugada… ¡si llegamos! —respondió éste moviendo la cabeza.

—Dime, amigo, no es ésta tu primera tormenta en la montaña, ¿verdad?

—No, ¡y quiera Dios que no sea la última!

—¿Tienes miedo?

—No tengo miedo, pero te repito que has cometido un error al querer partir.

—Mayor error hubiera cometido de haberme quedado.

—¡Vamos, pues, pichones míos! —replicó el
yemschik
, como hombre que no estaba allí para discutir, sino para obedecer.

En aquel momento se dejó oír un estruendo lejano, como si un millar de silbidos agudos y ensordecedores atravesaran la atmósfera calmada hasta aquel momento. A la luz de un relámpago deslumbrador, al que siguió el estallido de un terrible trueno, Miguel Strogoff vio grandes pinos que se torcían en una cima. El viento empezaba a desatarse, pero no agitaba todavía más que las altas capas de la atmósfera. Algunos ruidos secos indicaban que ciertos árboles, viejos o mal enraizados, no habían podido resistir los primeros ataques de la borrasca. Un alud de troncos arrancados atravesó la carretera, rebotando formidablemente en las rocas y perdiéndose en las profundidades del abismo de la izquierda, unos doscientos pasos delante de la tarenta.

Los caballos se detuvieron momentáneamente.

—¡Adelante, mis hermosas palomas! —gritó el
yemschik
, mezclando los estallidos de su látigo con los ruidos de la tormenta.

Miguel Strogoff tomó la mano de Nadia y le preguntó:

—¿Duermes, hermana?

—No, hermano.

—¡Estate dispuesta a todo. He aquí la tormenta!

—Estoy dispuesta.

Miguel Strogoff no tuvo más que el tiempo justo para cerrar las cortinas de cuero de la tarenta. La tormenta llegaba como una furia.

El
yemschik
, saltando de su asiento, se lanzó a la cabeza de los caballos para mantenerlos firmes, porque un inmenso peligro amenazaba todo el atelaje.

En efecto, la tarenta, inmóvil, se encontraba en una curva del camino por la que desembocaba la borrasca y era preciso mantenerla de cara al huracán para que no volcase y cayera al precipicio que franqueaba la izquierda de la carretera. Los caballos, rechazados por las ráfagas del viento, se encabritaban, sin que el conductor pudiera calmarlos. A las interpelaciones amigables les sucedían las calificaciones insultantes. Nada se conseguía. Las desgraciadas bestias, cegadas por las descargas eléctricas y espantadas por el estallido incesante de los rayos, comparable a las detonaciones de la artillería, amenazaban con romper las cuerdas y escapar. El
yemschik
no era ya dueño de la situación.

En aquel momento, Miguel Strogoff se lanzó de un salto fuera de la tarenta, acudiendo en su ayuda. Dotado de una fuerza poco común, se hizo con el gobierno de los caballos, no sin un gran esfuerzo.

Pero el huracán redoblaba entonces su furia. La ruta, en aquel lugar, se ensanchaba en forma de embudo y hacía que la borrasca se arremolinara con mayor violencia, como hubiera penetrado en las mangas de ventilación de los barcos. Al mismo tiempo, un alud de piedras y troncos de árboles comenzaba a rodar desde lo alto de los taludes.

—¡No podemos quedarnos aquí! —dijo Miguel Strogoff.

—¡No nos quedaremos por mucho tiempo! —gritó el
yemschik
, asustado, recurriendo a todas sus fuerzas para compensar la violencia del viento—.¡El huracán nos enviará pronto a la falda de la montaña por el camino más corto!

—¡Sujeta el caballo de la derecha, cobarde! —respondió Miguel Strogoff—. ¡Yo respondo del de la izquierda!

Un nuevo asalto de la borrasca le interrumpió y él y el conductor tuvieron que arrojarse al suelo para no ser arrastrados, pero el vehículo, pese a sus esfuerzos y los de los caballos que se mantenían cara al viento, retrocedió vanas varas y, sin duda, se hubiera precipitado fuera del camino de no ser por un tronco que lo frenó.

—¡No tengas miedo, Nadia! —le gritó Miguel Strogoff.

—No tengo miedo —respondió la muchacha, sin que su voz reflejase la menor emoción.

Las ráfagas de la tormenta habían cesado un instante y el fragor de los truenos, después de haber franqueado aquel recodo, se perdía en las profundidades del desfiladero.

—¿Quieres volver atrás? —preguntó el
yemschik
.

—¡No; es preciso continuar la subida! ¡Hay que atravesar este recodo! ¡Más arriba tendremos el abrigo del talud!

—¡Pero los caballos se niegan a continuar!

—¡Haz como yo y empújales hacia delante!

—¡Va a volver la borrasca!

—¿Vas a obedecer?

—¡Tú lo quieres!

—¡Es el Padre quien lo ordena! —respondió Miguel Strogoff, quien invocó por primera vez el nombre del Emperador, ese nombre todopoderoso en tres partes del mundo.

—¡Vamos, pues, mis golondrinas! —gritó el
yemschik
, sujetando el caballo de la derecha, mientras Miguel Strogoff hacía otro tanto con el de la izquierda.

Los caballos, así sujetos, reemprendieron penosamente la marcha. No podían inclinarse hacia los costados, y el caballo de varas, no estando empujado por los flancos, podía conservar el centro del camino; pero hombres y bestias, bajo la fuerza de las ráfagas de aire, no podían dar tres pasos adelante sin retroceder uno o dos. Resbalaban, caían, se levantaban. De este modo, el vehículo estaba en continuo peligro de volcar. Y si la capota no hubiera estado tan sólidamente sujeta, la tarenta se hubiera desmantelado al primer golpe.

Miguel Strogoff y el
yemschik
emplearon más de dos horas en lograr remontar aquella parte del camino, que tendría media versta de largo como máximo, y que estaba tan directamente expuesta a la furia de la borrasca. El peligro entonces no estaba solamente en el formidable huracán que luchaba contra e atelaje y sus dos conductores, sino que, sobre todo estaba en los aludes de piedras y troncos derribados que la montaña despedía y arrojaba sobre ellos. De pronto, bajo el resplandor de un relámpago, se percibió uno de esos bloques de granito, moviéndose con creciente rapidez y rodando en la dirección de la tarenta.

El
yemschik
lanzó un grito.

Miguel Strogoff, con un vigoroso golpe de látigo, quiso hacer avanzar a los caballos, pero éstos no respondieron. ¡Unos pasos solamente y el alud pasaría por detrás del vehículo!

Miguel Strogoff, en una fracción de segundo, vio la tarenta deshecha y a su compañera aplastada. Comprendió que no tenía tiempo de arrancarla del vehículo! Entonces, arrojándose a la parte trasera, colocó la espalda bajo el eje y afirmó los pies en el suelo y en aquel instante de inmenso Peligro encontró fuerzas sobrehumanas para hacer avanzar algunos pies el pesado coche.

La enorme piedra, al pasar, rozó el pecho del joven cortándole la respiración, como si hubiera sido una bala de cañón, y machacó las piedras de la carretera, arrancándoles chispas con el bloque.

—¡Hermano! —gritó Nadia, espantada, al ver la escena a la luz de los relámpagos.

—¡Nadia! —respondió Miguel Strogoff—. ¡Nadia, no temas nada…!

—¡No es por mí por quien podría temer!

—¡Dios está con nosotros, hermana!

—¡Conmigo, hermano, bien seguro, porque te ha puesto en mi camino! —susurró la joven.

El avance de la tarenta, debido al esfuerzo de Miguel Strogoff, no debía desaprovecharse. Fue este descanso dado a los caballos lo que permitió que éstos reemprendieran de nuevo la dirección. Arrastrados, por así decirlo, por los dos hombres, remontaron la ruta hasta una estrecha garganta, orientada de norte a sur, en donde quedaba al abrigo de los asaltos directos de la tormenta. El talud de la derecha hacía una especie de codo, debido al saliente de una enorme roca que ocupaba el centro de un ventisquero. El viento, pues, no formaba remolinos, y el sitio era sostenible, mientras que en la circunferencia de aquel centro, ni hombres ni bestias hubieran podido resistir. Y, en efecto, algunos abetos cuya extremidad superior sobrepasaba la altura de la roca, fueron arrancados en un abrir y cerrar de ojos, como si una gigantesca guadaña hubiera nivelado el talud a ras de las ramas. La tormenta estaba entonces en toda su furia. Los relámpagos iluminaban el desfiladero y los estallidos de los truenos eran continuos. El suelo, estremecido por aquellos golpes de borrasca, parecía temblar, como si el macizo de los Urales estuviera sometido a una trepidación general.

Afortunadamente, la tarenta había quedado protegida en una profunda sinuosidad que la borrasca no podía atacar directamente. Pero no estaba tan bien defendida como para que algunas contracorrientes oblicuas, desviadas por algunos salientes del talud, no la empujaran con violencia, haciéndola golpearse contra la pared rocosa, con peligro de quebrarse en mil pedazos.

Nadia tuvo que abandonar el sitio que ocupaba y Miguel Strogoff, después de buscar a la luz de uno de los faroles, descubrió una excavación, debida al pico de algún minero, en donde pudo refugiarse la joven en espera de poder reemprender el viaje.

En ese momento —era la una de la madrugada—, comenzó a caer la lluvia, y las ráfagas, hechas de agua y viento, adquirieron una violencia extrema, que no apagaron, sin embargo, los fuegos del cielo. Esta complicación hacía imposible continuar la marcha.

Cualquiera que fuese, pues, la impaciencia de Miguel Strogoff, y era muy grande, no tuvo más remedio que dejar transcurrir lo más duro de la tormenta. Habían llegado ya a la garganta misma que franquea la ruta de Perm a Ekaterinburgo; no había otra cosa que hacer más que descender; pero descender las estribaciones de los Urales, en aquellas condiciones, sobre un suelo cruzado por mil torrentes bajando de la montaña, en medio de los torbellinos de aire y agua, era sencillamente jugarse la vida y precipitarse al abismo.

—Esperar es grave —dijo Miguel Strogoff—, pero significa, sin duda, evitar más largos retrasos. La violencia de la tormenta me hace pensar que no durará ya mucho. Hacia las tres comenzará a clarear el día y la bajada, que no podemos arriesgarnos a hacer en la oscuridad, será, si no fácil, al menos posible después de la salida del sol.

—Esperemos, hermano —respondió Nadia—; pero si retrasas la partida que no sea por evitar una fatiga o un peligro.

—Nadia, ya sé que estás decidida a todo, pero al comprometernos ambos, yo arriesgo algo más que mi vida y la tuya; faltaría a la misión, al deber que tengo que cumplir antes que nada.

—¡Un deber…! —murmuró Nadia.

En aquel momento un violento relámpago desgarró el cielo y pareció, por decirlo así, que la lluvia se volatilizaba; se oyó un golpe seco; el aire se impregnó de un olor sulfuroso, casi asfixiante, y un grupo de grandes pinos, alcanzados por la descarga eléctrica, se inflamaban como una antorcha gigantesca a veinte pasos de la tarenta.

El
yemschik
, arrojado al suelo por una especie de choque en retroceso, se levantó afortunadamente sin heridas.

Después, cuando los primeros estampidos del trueno se fueron perdiendo en las profundidades de la montaña, Miguel Strogoff sintió la mano de Nadia apretar fuertemente la suya y oyó que murmuraba estas palabras en su oído:

—¡Gritos, hermano! ¡Escucha!

11
Viajeros en apuros

Efectivamente, durante aquel breve intervalo de calma, oyéronse gritos hacia la parte superior del camino y a una distancia bastante próxima de la sinuosidad que protegía la tarenta.

Era como una llamada desesperada, evidentemente lanzada por algún pasajero en peligro.

Miguel Strogoff escuchó con atención.

El
yemschik
escuchó también, pero moviendo la cabeza, como si le pareciera imposible responder a esa llamada.

—¡Son viajeros que piden socorro! —gritó Nadia.

—¡Si no cuentan más que con nosotros…! —respondió el
yemschik
.

—¿Por qué no? —gritó Miguel Strogoff—. ¿No debemos hacer nosotros lo que ellos harían en parecidas circunstancias?

—¡Pero no irá usted a arriesgar el carruaje y los caballos…!

—¡Iré a pie! —respondió Miguel Strogoff interrumpiendo al
yemschik
.

—Yo te acompañaré, hermano —dijo la joven livoniana.

—No, Nadia, quédate aquí; el
yemschik
permanecerá a tu lado. No quiero dejarlo solo…

—Me quedaré —respondió Nadia.

—Ocurra lo que ocurra, no abandones este refugio.

—Me encontrarás donde estoy.

Miguel Strogoff apretó la mano de su compañera y, franqueando la vuelta del talud, desapareció en seguida entre las sombras.

—Tu hermano ha cometido un error —dijo el
yemschzk
a la joven.

—Mi hermano tiene razón —respondió simplemente Nadia.

Mientras tanto, Miguel Strogoff remontaba el camino con rapidez. Si tenía grandes deseos de socorrer a los que así gritaban, también tenía gran impaciencia por conocer a aquellos viajeros a los que la tormenta no les había impedido aventurarse por las montañas, y estaba seguro de que se trataba de la telega que les había precedido desde el principio.

La lluvia había cesado, pero la borrasca redoblaba su violencia. Los gritos, llevados por las corrientes de aire, se distinguían cada vez más. Desde el sitio donde Miguel Strogoff había dejado a Nadia, no se podía ver lo sinuoso que era el camino porque la luz de los relámpagos sólo iluminaba los salientes del talud, que tapaban el camino. Las ráfagas, chocando bruscamente con todos aquellos ángulos, formaban remolinos difíciles de atravesar, por lo que era necesaria la fuerza poco común de Miguel Strogoff para resistirlas.

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