Miguel Strogoff (15 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

—¡Gallardo mozo! —pensó Alcide Jolivet.

Y avanzando respetuosamente con su sombrero en la mano, fue a saludar a la joven.

Nadia hizo una ligera inclinación.

Alcide Jolivet, volviéndose hacia su compañero, dijo:

—¡Digna hermana de su hermano! ¡Si yo fuera oso no me enfrentaría a esta terrible y encantadora pareja!

Harry Blount, estirado como un palo, permanecía, con el sombrero en la mano, a cierta distancia. La desenvoltura de su colega tenía como efecto el remarcar todavía más su rigidez habitual.

En ese momento reapareció el
yemschik
, que había logrado apoderarse de los dos caballos y lanzó una mirada de sentimiento sobre el magnífico animal, tendido en el suelo, que debía quedar abandonado a las aves de rapiña. Después fue a ocuparse de reenganchar las caballerías.

Miguel Strogoff le puso en antecedentes de la situación de los dos viajeros y de su proyecto de cederles un caballo de la tarenta.

—Como gustes —respondió el
yemschik
—. Sólo nos faltaban ahora dos coches en vez de uno.

—¡Bueno, amigo —contestó Alcide Jolivet, que comprendió la insinuación—, se te pagará el doble!

—¡Adelante, pues, tortolitos míos!

Nadia había subido de nuevo al carruaje y Miguel Strogoff y sus dos compañeros seguían a pie.

Con las primeras luces del alba, la tarenta estaba junto a la telega, y ésta se encontraba concienzudamente empotrada hasta la mitad de las ruedas. Se comprendía, pues, que con semejante golpe se hubiera producido la separación de los dos trenes del vehículo.

Eran las tres de la madrugada y la borrasca estaba ya menguando en intensidad, el viento ya no soplaba con tanta violencia a través del desfiladero y así les sería posible continuar el camino.

Uno de los caballos de los costados de la tarenta fue enganchado con la ayuda de cuerdas a la caja de la telega, en cuyo banco volvieron a ocupar su sitio los dos periodistas y los vehículos se pusieron en movimiento. El resto del camino no ofrecía dificultad alguna, pues sólo tenían que descender las pendientes de los Urales.

Seis horas después, los dos vehículos, siguiéndose de cerca, llegaron a Ekaterinburgo, sin que fuera de destacar ningún incidente en esta segunda parte del viaje.

Al primer individuo que vieron los dos periodistas en la casa de postas fue al
yemschik
, que parecía esperarles.

Aquel digno ruso tenía, verdaderamente, una buena figura, y, sin embarazo ninguno, sonriente, se acercó hacia los viajeros y les tendió la mano reclamando su propina.

La verdad obliga a decir que el furor de Harry Blount estalló con una violencia tan británica, que si el
yemschik
no hubiera logrado retroceder prudentemente, un puñetazo dado según todas las reglas del boxeo hubiera pagado su
na vodku
en pleno rostro.

Alcide Jolivet, viendo la cólera de su compañero, se retorcía de risa, como quizá no lo había hecho nunca.

—¡Pero si tiene razón, este pobre diablo! —gritó—. ¡Está en su derecho, mi querido colega! ¡No es culpa suya si no hemos encontrado el medio de seguirle!

Y sacando algunos kopeks de su bolsillo, se los dio al
yemschik
diciéndole:

—¡Toma, amigo. Si no los has ganado no ha sido culpa tuya!

Esto redobló la indignación de Harry Blount, quien quería hacer procesar a aquel empleado de postas.

—¡Un Proceso en Rusia! —exclamó Alcide Jolivet—. Si las cosas no han cambiado, compadre, no verá usted el final. ¿No conoce la historia de aquella ama de cría que reclamó doce meses de amamantamiento a la familia de su pupilo?

—No la conozco —respondió Harry Blount.

—¿Y no sabe qué era el bebé cuando terminó el juicio en el que ganó la causa el ama de cría?

—¿Qué era, si puede saberse?

—Coronel de la guardia de húsares.

Al oír esta respuesta se pusieron todos a reír.

Alcide Jolivet, encantado de su éxito, sacó el carnet de notas de su bolsillo y, sonriente, escribió esta anotación, destinada a figurar en el diccionario moscovita:

«Telega: carruaje ruso de cuatro ruedas a la salida y dos ruedas a la llegada.»

12
Una provocación

Ekaterinburgo, geográficamente, es una ciudad asiática, porque está situada más allá de los montes Urales, sobre las últimas estribaciones de la cordillera; sin embargo, depende del gobierno de Perm y, por tanto, está comprendida dentro de una de las grandes divisiones de la Rusia europea. Esta usurpación administrativa debía de tener su razón de ser, porque es como un pedazo de Siberia que queda entre las garras rusas. Ni Miguel Strogoff ni los dos corresponsales debían tener inconvenientes en encontrar medios de locomoción en una ciudad tan importante, que había sido fundada en 1723. En Ekaterinburgo se constituyó la primera casa de moneda del Imperio; allí está concentrada la dirección general de las minas. Esta ciudad es, pues, un centro industrial importante, en medio de un país en el que abundan las fábricas metalúrgicas y otras explotaciones donde se purifican el platino y el oro.

En esta época había crecido mucho la población de Ekaterinburgo. Rusos o siberianos, amenazados todos por la invasión de los tártaros, afluían a ella huyendo de las provincias ya invadidas por las hordas de Féofar-Khan y, principalmente, de los países kirguises, que se extienden del sudoeste del Irtyche hasta la frontera con el Turquestán.

Si los medios de locomoción habían de ser escasos para llegar a Ekaterinburgo, por el contrario, abundaban para abandonar la ciudad. En la coyuntura actual, los viajeros se cuidarían mucho de aventurarse por las rutas de Siberia.

Con la ayuda de este concurso de circunstancias, a Harry Blount y Alcide Jolivet les resultó fácil encontrar con qué reemplazar la media telega que, bien que mal, les había traído hasta Ekaterinburgo. En cuanto a Miguel Strogoff, como la tarenta le pertenecía y no había sufrido ningún desperfecto durante el viaje a través de los montes Urales, le bastaba con enjaezar de nuevo tres buenos caballos para volver rápidamente sobre la ruta de Irkutsk.

Hasta Tiumen y quizás hasta Novo-Zaimskoë, esta ruta debía de ser bastante accidentada, ya que se desliza todavía sobre las caprichosas ondulaciones del terreno que dan nacimiento a las primeras pendientes de los montes Urales. Pero después de la etapa de Novo-Zaimskoë, comenzaba la inmensa estepa, que se extiende hasta las proximidades de Krasnolarsk sobre un espacio de alrededor de mil setecientas verstas (1.815 kilómetros).

Como se sabe, era en Ichim donde los dos corresponsales tenían la intención de detenerse, es decir, a seiscientas verstas de Ekaterinburgo. Allí, según se desarrollasen los acontecimientos, se internarían en las regiones invadidas, bien juntos o bien por separado, siguiendo su instinto, que les iba a llevar sobre una u otra pista.

Ahora bien, este camino de Ekaterinburgo a Ichim, que se prolonga hacia Irkutsk, era el único que podía tomar Miguel Strogoff, pero él no corría detrás de la noticia y, por el contrario, quería evitar atravesar un país devastado por los invasores, por lo que estaba dispuesto a no detenerse en ningún lugar.

—Señores —dijo a sus nuevos compañeros—, me satisface mucho hacer en su compañía esta parte del viaje, pero debo prevenirles que me es extraordinariamente urgente nuestra llegada a Omsk, ya que mi hermana y yo vamos a reunirnos con nuestra madre y quién sabe si no llegaremos antes de que los tártaros hayan invadido la ciudad. No me detendré, por tanto, más que el tiempo necesario para cambiar los caballos, y viajaré noche y día.

—Nosotros nos proponemos también hacer lo mismo —respondió Harry Blount.

—Sea, pero no pierdan ni un instante. Alquilen o compren un carruaje…

—Cuyo tren trasero pueda llegar a Ichim al mismo tiempo que el de delante —precisó Alcide Jolivet.

Media hora después, el diligente francés había encontrado, fácilmente por demás, una tarenta, muy parecida a la de Miguel Strogoff, en la cual se instalaron enseguida su compañero y él.

Miguel Strogoff y Nadia ocuparon los asientos de su vehículo y, al mediodía, los dos carruajes abandonaban juntos Ekaterinburgo.

¡Nadia se encontraba, por fin, en Siberia, sobre la larga ruta que conduce a Irkutsk! ¿Cuáles debían ser entonces los pensamientos de la joven livoniana? Tres rápidos caballos la conducían, a través de esta tierra de exilio hacia donde su padre estaba condenado a vivir, puede que por mucho tiempo, tan lejos de su tierra natal. Apenas veía circular por delante de sus ojos aquellas largas estepas que por unos momentos le habían estado prohibidas, porque su mirada iba más allá del horizonte, tras el cual buscaba la faz del exiliado. Nada observaba del paisaje que estaban atravesando a una velocidad de quince verstas a la hora; nada de aquellas comarcas de la Siberia occidental, tan diferentes de las comarcas del este. Aquí, en efecto, apenas había campos cultivados; el suelo era pobre, al menos en su superficie, pero en sus entrañas encerraba hierro, cobre, platino y oro. Por todas partes se veían instalaciones industriales, pero ninguna granja agrícola. ¿Cómo iban a encontrar brazos para cultivar el suelo, para arar los campos, para recoger las cosechas, cuando era más productivo excavar en las minas a golpe de pico? Aquí el campesino ha dejado su sitio al minero. El pico se ve por todas partes mientras que el arado no se ve en ninguna. El pensamiento de Nadia, sin embargo, abandonó las lejanas provincias de lago Baikal y se fijó entonces en su situación presente. Se desdibujó un poco la imagen de su padre y vio la de su generoso compañero, a quien había conocido por primera vez sobre el ferrocarril de Wladimir, donde un providencial designio había hecho que lo encontrara. Se acordaba de sus atenciones durante el viaje, de su llegada a las oficinas de policía de Nijni-Novgorod y la forma tan sencilla con que se había dirigido a ella llamándola hermana; su dedicación a ella durante todo el viaje por el Volga y, en fin, todo lo que había hecho en esa terrible noche de tormenta en los Urales, por defender su vida con peligro de la propia.

Nadia pensaba en Miguel Strogoff y daba gracias a Dios por haberla puesto en la ruta de aquel valiente protector, aquel amigo discreto y generoso. Se sentía segura cerca de él, y bajo su mirada. Un verdadero hermano no hubiera hecho más por ella. Nadia no temía ningún obstáculo y veía ahora con certeza la llegada a su destino.

En cuanto a Miguel Strogoff, hablaba poco y reflexionaba mucho. Por su parte, daba gracias a Dios por haberle proporcionado este encuentro con Nadia; al mismo tiempo que el medio para disimular su verdadera identidad tenía una buena acción que hacer. La intrépida calma de la joven complacía a su alma generosa. ¿Que no era de verdad su hermana? Sentía tanto respeto como afecto por su bella y heroica compañera y presentía que era poseedora de uno de esos puros y extraños corazones con los cuales siempre se puede contar.

Sin embargo, desde que pisaron el suelo siberiano, los verdaderos peligros habían comenzado para Miguel Strogoff. Si los dos periodistas no se equivocaban, Ivan Ogareff había ya traspasado la frontera, por tanto era necesario proceder con el máximo de precauciones. Las circunstancias habían cambiado ahora, porque los espías tártaros debían de inundar las provincias siberianas, y si desvelaban su incognito, si reconocían su calidad de correo del Zar, significaría el final de su misión y de su propia vida. Miguel Strogoff, al hacerse estas reflexiones, notaba el peso de la responsabilidad que pesaba sobre él.

Mientras las cosas se desarrollaban así en el primer vehículo, ¿qué ocurría en el segundo? Nada de extraordinario. Alcide Jolivet hablaba en frases sueltas y Harry Blount respondía con monosílabos. Cada uno enfocaba las cosas a su manera y tomaba nota sobre los incidentes del viaje; incidentes que, por otra parte, fueron poco variados durante esta primera parte de su marcha por Siberia.

En cada parada, los dos corresponsales descendían del vehículo e iban al encuentro de Miguel Strogoff, pero Nadia no bajaba de la tarenta como no fuese para alimentarse; cuando era preciso comer o cenar en una de las paradas de posta, la muchacha se sentaba en la mesa y permanecía siempre en una actitud reservada, sin mezclarse en las conversaciones.

Alcide Jolivet, sin salirse jamás de los límites de la cortesía, no dejaba de mostrarse obsequioso con la joven livoniana, a la cual encontraba encantadora. Admiraba la silenciosa energía que mostraba para sobrellevar las fatigas de un viaje hecho en tan duras condiciones. Estas paradas forzosas no complacían demasiado a Miguel Strogoff, que hacía todo lo posible por abreviarlas, excitando a los jefes de posta, estimulando a los
yemschiks
y dando prisa para que el atelaje de los vehículos se hiciera con rapidez. Terminada rápidamente la comida, demasiado para Harry Blount, que era un comedor metódico, iniciaban de nuevo la marcha y los periodistas se deslizaban como águilas, ya que pagaban principescamente y, como decía Alcide Jolivet, «en águilas de Rusia
[4]
».

No es necesario decir que Harry Blount no cruzaba una sola palabra directamente con Nadia. Y éste era uno de los pocos temas de conversación que no buscaba discutir con su compañero. Este honorable
gentleman
no tenía por costumbre hacer dos cosas al mismo tiempo.

Habiéndole preguntado en cierta ocasión Alcide Jolivet cuál podría ser la edad de la joven livoniana, respondió, con la mayor seriedad del mundo y entrecerrando los ojos:

—¿Qué joven livoniana?

—¡Pardiez! ¡La hermana de Nicolás Korpanoff!

—¿Es su hermana?

—¡No! ¡Es su abuela! —replicó Alcide Jolivet, desarmado ante tanta indiferencia—. ¿Qué edad le supone usted?

—Si la hubiera visto nacer, lo sabría —respondió Harry Blount simplemente, como hombre que no quiere comprometerse.

El país que en aquellos momentos cruzaban las dos tarentas estaba casi desierto. El tiempo era bastante bueno y como el cielo estaba semicubierto, la temperatura era más soportable. Con dos vehículos mejor acondicionados, no hubieran podido lamentarse del viaje, porque iban como las berlinas de posta en Rusia, es decir, con una maravillosa velocidad.

Pero el abandono en que parecía el país era debido a las actuales circunstancias. En los campos se veían pocos o ningún campesino siberiano, con sus rostros pálidos y graves, a los cuales una viajera ha comparado acertadamente con los campesinos castellanos, a los que se parecen en todo menos en el ceño. Aquí y allí se distinguían algunos poblados ya evacuados, lo que indicaba la proximidad de las tropas tártaras. Los habitantes, llevándose consigo los rebaños de ovejas, sus camellos y sus caballos, habían ido a refugiarse en las planicies del norte. Algunas tribus nómadas kirguises de la gran horda, que habían permanecido fieles, también habían trasladado sus tiendas más allá del Irtyche o del Obi, para sustraerse a las depredaciones de los invasores.

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