Miguel Strogoff (32 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Al oír su nombre, pronunciado por Nadia por primera vez, Miguel Strogoff se estremeció. Comprendió que su compañera lo sabía todo; lo que él era y los lazos que le unían a la vieja Marfa.

—Nadia —dijo—, va a ser necesario que nos separemos…

—¿Separarnos? ¿Y eso por qué, Miguel?

—No quiero ser un obstáculo en tu viaje. Tu padre te espera en Irkutsk y es necesario que te reúnas con él.

—¡Mi padre, Miguel, me maldeciría si te abandonara después de lo que has hecho por mí!

—¡Nadia, Nadia! —respondió Miguel Strogoff, apretando la mano que la joven había puesto sobre la suya—. ¿Quieres, pues, renunciar a ir a Irkutsk?

—Miguel —replicó la joven—, tú tienes más necesidad de mí que mi padre. ¿Renuncias tú a ir a Irkutsk?

—¡Jamás! —gritó Miguel Strogoff con un tono que denotaba que no había perdido nada de su energía.

—Pero, sin embargo, no tienes la carta…

—¡La carta que Ivan Ogareff me ha robado…! ¡Pues bien! ¡Sabré pasar sin ella! ¿No me han tratado ellos de espía? ¡Pues me comportaré como un espía! ¡Diré en Irkutsk todo lo que he visto, todo lo que he oído y te juro por Dios vivo que el traidor me encontrará un día cara a cara! Pero es preciso que llegue antes que él a Irkutsk.

—¿Y hablas de separarnos, Miguel?

—Nadia, aquellos miserables me han dejado sin nada.

—¡Me quedan algunos rublos y mis ojos! ¡Puedo ver por ti, Miguel, y te conduciré allá, porque tú solo nunca llegarías!

—¿Y cómo iremos?

—A pie.

—¿Cómo viviremos?

—Mendigando.

—Partamos, Nadia.

—Vamos, Miguel.

Los dos jóvenes no se daban ya el nombre de hermano y hermana. En su miseria común, se sentían más estrechamente unidos uno al otro. Juntos dejaron la casa, después de haber descansado unas horas. Nadia, recorriendo las calles del poblado, se había procurado algunos pedazos de
tchornekhleb
, especie de pan hecho de cebada, y un poco de esa aguamiel, conocida en Rusia con el nombre de
meod
.

Esto no le había costado nada, porque Nadia había comenzado su tarea de mendigo. El pan y la aguamiel habían aplacado, bien que mal, el hambre y la sed de Miguel Strogoff. Nadia le había reservado la mayor parte de esta insuficiente comida y Miguel comía los pedazos de pan que su compañera le daba, uno tras otro, bebiendo en la cantimplora que ella llevaba a sus labios.

—¿Comes tú, Nadia? —preguntó él varias veces.

—Sí, Miguel —respondía siempre la joven, que se contentaba con los restos que dejaba su compañero.

Miguel y Nadia abandonaron Semilowskoe y reemprendieron el penoso camino hacia Irkutsk. La joven resistía enérgicamente tanta fatiga, pero si Miguel Strogoff la hubiera visto, puede que no hubiera tenido coraje para seguir adelante. Pero como Nadia no se quejaba, ni lanzaba ningún suspiro, Miguel Strogoff marchaba con una rapidez que no era capaz de reprimir. ¿Pero, por qué? ¿Podía esperar aún adelantarse a los tártaros? Iba a pie, sin dinero y estaba ciego, y si Nadia, su único guía, le faltase, no tendría más remedio que acostarse sobre uno de los lados de la ruta y morir miserablemente. Pero si finalmente, a fuerza de energía llegaban a Krasnolarsk, aún no estaba todo perdido, puesto que el gobernador, al que se daría a conocer, no dudaría en proporcionarle los medios necesarios para llegar a Irkutsk.

Miguel Strogoff caminaba, pues, absorto en sus pensamientos y hablaba poco. Teniendo cogida la mano de Nadia, ambos estaban en comunicación incesante. Les parecía que no había necesidad de palabras para intercambiar sus pensamientos. De vez en cuando Miguel Strogoff decía:

—Háblame, Nadia.

—¿Para qué, Miguel? ¿No son los mismos nuestros pensamientos? —respondía la joven, procurando que su voz no delatara ninguna fatiga.

Pero algunas veces, como si su corazón dejase de latir por un instante, sus piernas se debilitaban, su paso se hacía más lento, su brazo se estiraba y se quedaba atrás. Miguel Strogoff se paraba entonces, y fijaba sus ojos sobre la pobre muchacha como si intentase verla a través de la oscuridad que llevaba consigo. Su pecho se hinchaba y sosteniendo más fuertemente a su compañera, continuaba adelante.

Sin embargo, en medio de las miserias que no les daban tregua, una circunstancia afortunada iba a producirse, evitando a ambos muchas fatigas.

Hacía alrededor de dos horas que habían salido de Semilowskoe, cuando Miguel Strogoff se paró preguntando:

—¿Está desierta la ruta?

—Absolutamente desierta —respondió Nadia.

—¿No oyes ningún ruido detrás de nosotros?

—Sí.

—Si son tártaros, es preciso que nos ocultemos Obsérvalo bien.

—¡Espera, Miguel! —respondió Nadia, retrocediendo un poco y situándose unos pasos hacia la derecha.

Miguel Strogoff quedó solo por unos instantes escuchando atentamente.

Nadia volvió casi enseguida, diciendo:

—Es una carreta que va conducida por un joven.

—¿Va solo?

—Solo.

Miguel Strogoff dudó por un momento. ¿Debía esconderse? ¿Debía, por el contrario, intentar la suerte de encontrar sitio en ese vehículo, si no por él, por ella? Él se contentaría con apoyar únicamente una mano en la carreta, incluso la empujaría en caso de necesidad, porque sus piernas estaban muy lejos de fallarle, pero presentía que Nadia, arrastrada a pie desde la travesía del Obi, es decir, desde hacía ocho días, había llegado al final de sus fuerzas.

Esperó, pues.

La carreta no tardó en llegar al recodo de la ruta. Era un vehículo bastante deteriorado, pero podía transportar tres personas, lo que en el país recibe el nombre de
kibitka
.

Normalmente una
kibitka
está tirada por tres caballos, pero aquélla era arrastrada por uno solo, de largo pelo y larga cola, cuya sangre mongol le aseguraba vigor y coraje.

La conducía un muchacho que tenía a su lado un perro.

Nadia reconoció que este joven era ruso. Tenía una expresión dulce y flemática que inspiraba confianza y no parecía desde luego, el hombre más apresurado del mundo. Iba a paso tranquilo, para no cansar al caballo, y, al verle, no se hubiera podido creer que marchaba sobre una ruta que los tártaros podían cortar de un momento a otro.

Nadia, manteniendo a Miguel Strogoff cogido de la mano, se apartó a un lado del camino.

La
kibitka
se detuvo y el conductor miró a la joven sonriendo.

—¿Adónde vais vosotros de esta manera? —preguntó, poniendo ojos redondos como platos.

El sonido de aquella voz le era familiar a Miguel Strogoff y fue sin duda suficiente para reconocer al conductor de la
kibitka
y tranquilizarse, ya que su frente se distendió enseguida.

—¡Bueno! ¿Adónde vais? —repitió el joven, dirigiéndose más de lleno a Miguel Strogoff.

—Vamos a Irkutsk —respondió éste.

—¡Oh! ¡No sabes, padrecito, que hay verstas y verstas todavía hasta Irkutsk!

—Lo sé.

—¿Y vas a pie?

—A pie.

—Tú, bueno, ¿pero la señorita…?

—Es mi hermana —dijo Miguel Strogoff, que creyó prudente devolver ese calificativo a Nadia.

—¡Sí, tu hermana, padrecito! ¡Pero créeme que no podrá llegar jamás a Irkutsk!

—Amigo —respondió Miguel Strogoff aproximándose—, los tártaros nos han despojado de todo cuanto teníamos y no me queda un solo kopek que ofrecerte; pero si quieres poner a mi hermana a tu lado, yo te seguiré a pie, correré si es necesario y no te haré perder ni una hora…

—¡Hermano! —gritó Nadia—. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Señor, mi hermano está ciego!

—¡Ciego! —respondió el joven, conmovido.

—¡Los tártaros le han quemado los ojos! —dijo, tendiendo sus manos como implorando piedad.

—¿Quemado los ojos? ¡Oh! ¡Pobre padrecito! Yo voy a Krasnoiarsk. ¿Por qué no montas con tu hermana en la
kibitka
? Estrechándonos un poco cabremos los tres. Además, mi perro no pondrá inconveniente en ir a pie. Pero voy despacio para no cansar a mi caballo.

—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó Miguel Strogoff.

—Me llamo Nicolás Pigassof.

—Es un nombre que no olvidaré nunca —respondió el correo del Zar.

—Bien, pues sube, padrecito ciego. Tu hermana estará cerca de ti, en la parte de atrás de la carreta. Yo iré delante para conducir. Hay ahí un buen montón de corteza de abedul y paja de cebada. Estaréis como en un nido. ¡Vamos, Serko, déjanos sitio!

El perro se apeó sin hacerse de rogar. Era un animal de raza siberiana, de pelo gris y talla pequeña, con una gruesa y bondadosa cabeza, que parecía estar muy compenetrado con su dueño.

Miguel Strogoff y Nadia, en un instante, estuvieron instalados en la
kibitka
y el correo del Zar extendió sus manos como buscando las de Nicolás Pigassof.

—¡Aquí están mis manos, si quieres estrecharlas! —dijo Nicolás—. ¡Aquí están, padrecito! ¡Estréchalas todo lo que te plazca!

La
kibitka
reanudó la marcha. El caballo, al que Nicolás no golpeaba nunca, iba a paso de andadura. Si Miguel Strogoff no iba a ganar en rapidez, al menos le ahorraba a Nadia nuevas fatigas.

Era tal el estado de agotamiento de la joven que, al sentirse balanceada por el monótono movimiento de la
kibitka
, cayó en una completa postración. Miguel Strogoff y Nicolás la acostaron sobre el follaje de abedul, acomodándola lo mejor que les fue posible.

El compasivo muchacho estaba profundamente conmovido por el estado de la joven, y si Miguel Strogoff no derramó ninguna lágrima fue porque la hoja del sable al rojo vivo le había quemado los lacrimales.

—Es muy linda —dijo Nicolás.

—Sí —respondió Miguel Strogoff.

—¡Quieren ser fuertes, padrecito, valientes, pero en el fondo, son tan frágiles estas muchachas! ¿Venís de muy lejos?

—Sí.

—¡Pobres! ¡Debieron de hacerte mucho daño, los tártaros, cuando te quemaron los ojos!

—Mucho daño —respondió el correo del Zar, volviéndose hacia Nicolás como si hubiera querido verle.

—¿No lloraste?

—Sí.

—¡Yo también hubiera llorado! ¡Pensar que ya no verás más a los seres queridos! ¡Claro que ellos te ven a ti! ¡Esto siempre puede ser un consuelo!

—Sí, puede serlo. Dime, amigo. ¿No me has visto tú en ninguna parte? —preguntó Miguel Strogoff.

—¿A ti, padrecito? No, jamás.

—Es que tu voz no me es desconocida.

—¡Veamos! —respondió Nicolás, sonriendo—. ¡Dices que conoces mi voz! ¡Puede que lo que quieras saber es de dónde vengo! ¡Pues yo te lo diré! Vengo de Kolyvan.

—¿De Kolyvan? —dijo Miguel Strogoff—. Entonces fue allí donde nos encontramos. ¿No estabas tú en la estación telegráfica?

—Puede ser —respondió Nicolás—, yo estaba allí. Era el encargado de transmitir los telegramas.

—¿Te quedaste hasta el último momento?

—¡Claro! ¡Es, sobre todo en esos momentos, cuando se debe estar!

—¿Estuviste el día en que un inglés y un francés se pelearon, dinero en mano, para ocupar el primer puesto de la ventanilla, y que el inglés transmitió los primeros versículos de la Biblia?

—Es posible, padrecito, pero no me acuerdo.

—¡Cómo! ¿No te acuerdas?

—Yo no leo nunca los telegramas que transmito. Mi deber es olvidarlos y, para ello, lo mejor es ignorarlos.

Esta respuesta de Nicolás Pigassof lo definía.

Mientras tanto, la
kibitka
continuaba caminando a su aire lento, que Miguel Strogoff hubiera querido hacer más rápido, pero Nicolás y su caballo estaban acostumbrados a un ritmo de marcha que ni uno ni otro hubieran podido abandonar. El caballo andaba durante tres horas seguidas y descansaba una. Y así, noche y día. Durante los altos en el camino, el caballo pastaba y los viajeros comían en compañía del fiel Serko. El carruaje estaba aprovisionado por lo menos para veinte personas y Nicolás, generosamente, había puesto todas las reservas a disposición de sus dos huéspedes, a quienes consideraba como hermanos.

Después de una jornada de reposo, Nadia recobró en parte sus fuerzas. Nicolás velaba para que estuviera lo más cómoda posible. El viaje se hacía en unas condiciones soportables, lentamente, sin duda, pero con regularidad. Ocurría a menudo que, durante la noche, Nicolás se dormía y roncaba con tal convicción que ponía de manifiesto la tranquilidad de su conciencia. En aquellas ocasiones, si hubiera podido ver, hubiese visto las manos de Miguel Strogoff tomando las bridas del caballo y hacerle caminar a paso más rápido, con gran asombro de Serko que, sin embargo, no decía nada. Después, cuando Nicolás se despertaba, el trote se convertía inmediatamente en el paso anterior, pero la
kibitka
ya había ganado al menos unas cuantas verstas sobre su velocidad reglamentaria.

De este modo atravesaron el río Ichimsk, los pueblos de Ichimskoe, Berlkylskoe, Kuskoe, el río Mariinsk, el pueblo del mismo nombre, Bogostowlskoe y, finalmente, el Tchula, pequeño río que separaba la Siberia occidental de la oriental. La ruta discurría tan pronto a través de inmensos paramos, que ofrecían un vasto horizonte a las miradas, como a través de interminables y tupidos bosques de abetos, de los que parecía que no iban a salir jamás.

Todo estaba desierto. Los pueblos habían quedado casi enteramente abandonados. Los campesinos huyeron más allá del Yenisei, confiando en que este gran río pudiera frenar el avance de los tártaros.

El 22 de agosto, la
kibitka
llegó al pueblo de Atchinsk, a trescientas ochenta verstas de Tomsk. Les separaban aún de Krasnoiarsk ciento veinte verstas.

No se había presentado ningún incidente durante los seis días que viajaban los tres juntos, durante los cuales cada uno había conservado su actitud; uno siempre con su inalterable calma y los otros dos, inquietos, deseando que llegara el momento en que su compañero se separase de ellos.

Puede decirse que Miguel Strogoff veía el paisaje por el que atravesaban, por los ojos de Nicolás y Nadia. Ambos jóvenes se turnaban para explicarle los sitios por donde pasaba la
kibitka
y siempre sabía si estaban en medio de un bosque o en una planicie, si se veía alguna cabaña en la estepa, o si algún siberiano aparecía en el horizonte. Nicolás no callaba ni un momento. Le gustaba conversar y, cualquiera que fuese su manera de ver las cosas, era agradable escucharle.

Un día, Miguel Strogoff le preguntó qué tiempo hacía.

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