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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Miguel Strogoff (31 page)

Después, se hizo el silencio durante un instante y la voz del ejecutor, poniendo su mano en el hombro de Miguel Strogoff, repitió las palabras cuyo eco se volvía cada vez más siniestro:

—¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!

Pero, esta vez, Alcide Jolivet observó que el ejecutor no tenía ya su sable en la mano.

Mientras tanto, el sol se abatía ya tras el horizonte y una penumbra comenzaba a invadir la campiña. La mancha de pinos y cedros se iba haciendo más negra por momentos, y las aguas del Tom, oscurecidas en la lejanía, se confundían con las primeras brumas. La sombra no podía tardar en adueñarse del anfiteatro que dominaba la ciudad.

Pero, en aquel instante, varios centenares de esclavos, llevando antorchas encendidas, invadieron la plaza. Conducidas por Sangarra, las gitanas y las persas reaparecieron frente al trono del Emir y dieron mayor realce, por el contraste, a sus danzas de tan diversos géneros. Los instrumentos de la orquesta tártara se desataron en una salvaje armonía, acompañada por los gritos guturales de los cantantes. Las cometas, bajadas a tierra, reemprendieron el vuelo, elevándose en toda una constelación de luces multicolores, y sus cuerdas, bajo la fresca brisa, vibraron con mayor intensidad en medio de la aérea iluminación.

Después de esto, un escuadrón de tártaros vino a mezclarse a las danzarinas, con su uniforme de guerra, para comenzar una fantasía pedestre que produjo el más extraño efecto.

Los soldados, con sus sables desenvainados y empuñando largas pistolas, ejecutaron una sarta de ejercicios, atronando el aire al disparar continuamente sus armas de fuego, cuyas detonaciones apagaban los sonidos de los tambores, de los panderos y de las cítaras. Las armas, cargadas con pólvora coloreada, según la moda china, con algún ingrediente metálico, lanzaban llamaradas rojas, verdes y azules, por lo que habría podido decirse que todo aquel grupo se agitaba en medio de unos fuegos de artificio.

En cierta manera, aquella diversión recordaba la cibística de los antiguos, especie de danza militar cuyos corifeos maniobraban bajo las puntas de las espadas y puñales, y cuya tradición es posible que haya sido legada a los pueblos de Asia central; pero la cibística tártara era más bizarra aún a causa de los fuegos de colores que serpenteaban sobre las cabezas de las bailarinas, las lentejuelas de cuyos vestidos semejaban puntos ígneos. Era como un caleidoscopio de chispas, cuyas combinaciones variaban hasta el infinito a cada movimiento de la danza.

Por avezado que estuviera un periodista parisiense en los especiales efectos de la decoración de los escenarios modernos, Alcide Jolivet no pudo reprimir un ligero movimiento de cabeza que, entre Montmartre y la Madeleine, hubiera querido decir: «No está mal, no está mal.»

Después, de pronto, como a una señal, apagáronse aquellos fuegos de fantasía, cesaron las danzas y desaparecieron las bailarinas. La ceremonia había terminado y únicamente las antorchas iluminaban el anfiteatro que unos instantes antes estaba cuajado de luces.

A una señal del Emir, Miguel Strogoff fue empujado al centro de la plaza.

—Blount —dijo Alcide Jolivet a su compañero—. ¿Es que se queda usted a ver el final de todo esto?

—Por nada del mundo —le respondió Harry Blount.

—¿Supongo que los lectores del
Daily Telegraph
no son aficionados a los detalles de una ejecución al estilo tártaro?

—No más que su prima.

—¡Pobre muchacho! —prosiguió Alcide Jolivet, mirando a Miguel Strogoff—. ¡Este valiente soldado merecía morir en el campo de batalla!

—¿Podemos hacer algo para salvarlo? —dijo Harry Blount.

—No podemos hacer nada.

Los dos periodistas se acordaban de la generosa conducta de Miguel Strogoff hacia ellos, y ahora sabían por qué clase de pruebas había tenido que atravesar, siendo esclavo de su deber y, sin embargo, entre aquellos tártaros que no conocen la piedad, no podían hacer nada por él.

Poco deseosos de asistir al suplicio reservado a ese desafortunado, volvieron a la ciudad.

Una hora más tarde, galopaban sobre la ruta de Irkutsk y entre las tropas rusas iban a intentar seguir lo que Alcide Jolivet denominaba «la campaña de la revancha».

Mientras tanto, Miguel Strogoff estaba de pie, mirando altivamente al Emir o despreciativamente a Ivan Ogareff. Esperaba la muerte y, sin embargo, se hubiera buscado vanamente en él un síntoma de debilidad.

Los espectadores, que permanecían aún en los alrededores de la plaza, así como el estado mayor de Féofar-Khan, para quienes el suplicio no era más que una atracción más de la fiesta, esperaban a que la ejecución se cumpliese. Después, satisfecha su curiosidad, toda esta horda de salvajes iría a sumergirse en la embriaguez.

El Emir hizo un gesto y Miguel Strogoff, empujado por los guardias, se aproximó a la terraza y entonces, en aquella lengua tártara que el correo del Zar comprendía, dijo:

—¡Tú, espía ruso, has venido para ver! ¡Pero estás viendo por última vez! ¡Dentro de un instante, tus ojos se habrán cerrado para toda luz!

¡No era, pues, a la muerte, sino a la ceguera, a lo que había sido condenado Miguel Strogoff! ¡Perder la vista era, si cabe, mucho más terrible que perder la vida! El desgraciado estaba condenado a quedar ciego.

Sin embargo, al oír la sentencia pronunciada por el Emir, Miguel Strogoff no mostró ningún signo de debilidad. Permaneció impasible, con sus grandes ojos abiertos, como si hubiera querido concentrar toda su vida en la última mirada. Suplicar a aquellos feroces hombres era inútil y, además, indigno de él. Ni siquiera pasó por su pensamiento. Su imaginación se concentró en su misión fracasada irrevocablemente, en su madre, en Nadia, a las que no volvería a ver. Pero no dejó que la emoción que sentía se exteriorizase.

Después, el sentimiento de una venganza por cumplir invadió todo su ser y volviéndose hacia Ivan Ogareff, le dijo con voz amenazadora:

—¡Ivan! ¡Ivan el traidor, la última amenaza de mis ojos será para ti!

Ivan Ogareff se encogió de hombros.

Pero Miguel Strogoff se equivocaba; no era mirando a Ivan Ogareff como iban a cerrarse para siempre sus ojos.

Marfa Strogoff acababa de aparecer frente a él.

—¡Madre mía! —gritó—. ¡Sí, sí! ¡Para ti será mi última mirada, y no para este miserable! ¡Quédate ahí, frente a mí! ¡Que vea tu rostro bienamado! ¡Que mis ojos se cierren mirándote…!

La vieja siberiana, sin pronunciar ni una palabra avanzó…

—¡Apartad a esa mujer! —gritó Ivan Ogareff.

Dos soldados apartaron a Marfa Strogoff, la cual retrocedió, pero permaneció de pie, a unos pasos de su hijo.

Apareció el verdugo. Esta vez llevaba su sable desnudo en la mano, pero este sable, al rojo vivo, acababa de retirarlo del rescoldo de carbones perfumados que ardían en el recipiente.

¡Miguel Strogoff iba a ser cegado, siguiendo la costumbre tártara, pasándole una lámina ardiendo por delante de los ojos!

El correo del Zar no intentó resistirse. ¡Para sus ojos no existía nada más que su madre, a la que devoraba con la mirada! ¡Toda su vida estaba en esta última visión!

Marfa Strogoff, con los ojos desmesuradamente abiertos, con los brazos extendidos hacia él, lo miraba…

La lámina incandescente pasó por delante de los ojos de Miguel Strogoff.

Oyóse un grito de desesperación y la vieja Marfa cayó inanimada sobre el suelo.

Miguel Strogoff estaba ciego.

Una vez ejecutada su orden, el Emir se retiró con todo su cortejo. Pronto sobre la plaza no quedaron más que Ivan Ogareff y los portadores de las antorchas.

¿Quería, el miserable, insultar todavía más a su víctima y, después del ejecutor, darle el tiro de gracia?

Ivan Ogareff se aproximó a Miguel Strogoff, el cual, al oírlo que iba hacia él, se enderezó.

El traidor sacó de su bolsillo la carta imperial, la abrió y, con toda su cruel ironía, la puso delante de los ojos apagados del correo del Zar, diciendo:

—¡Lee ahora, Miguel Strogoff, lee, y ve a contar a Irkutsk todo lo que hayas leído! ¡El verdadero correo del Zar es, ahora, Ivan Ogareff!

Dicho esto, cerró la carta, introduciéndola en el bolsillo y después, sin volverse, abandonó la plaza, seguido por los portadores de las antorchas.

Miguel Strogoff se quedó solo, a algunos pasos de su madre inanimada, puede que muerta.

A lo lejos, se podían oír los gritos, los cantos, todos los ruidos de la orgía que se desarrollaba. Tomsk brillaba de iluminación como una ciudad en fiesta.

Miguel Strogoff aguzó el oído. La plaza estaba silenciosa y como desierta.

Arrastrándose, tanteando, hacia el lugar en donde su madre había caído, encontró su mano y se inclinó hacia ella, y aproximando su cara a la suya, escuchó los latidos de su corazón. Después, parecía como si le hablase en voz baja.

¿Vivía la vieja Marfa todavía y entendió lo que le dijo su hijo?

En cualquier caso, no hizo ningún movimiento.

Miguel Strogoff besó su frente y sus cabellos blancos.

Después se levantó y, tanteando con los pies, intentaba también guiarse extendiendo sus manos, caminando, poco a poco, hacia el extremo de la plaza.

De pronto, apareció Nadia.

Fue directamente hacia su compañero y con un puñal que llevaba consigo, cortó las ligaduras que sujetaban los brazos de Miguel Strogoff.

Éste, estando ciego, no sabía quién le liberaba de sus ataduras, porque Nadia no había pronunciado ninguna palabra.

Pero de pronto dijo:

—¡Hermano!

—¡Nadia, Nadia! —murmuró Miguel Strogoff.

—¡Ven, hermano! —respondió Nadia—. Mis ojos serán los tuyos a partir de ahora. ¡Yo te conduciré a Irkutsk!

6
Un amigo en la gran ruta

Media hora después, Miguel Strogoff y Nadia habían abandonado la ciudad de Tomsk.

Un cierto número de prisioneros pudo escapar aquella noche de manos de los tártaros, porque oficiales y soldados, embrutecidos por el alcohol, habían relajado inconscientemente la severa vigilancia mantenida en el campamento de Zabediero y durante la marcha del convoy.

Nadia, después de ser conducida con los demás prisioneros, pudo huir y llegar al anfiteatro en el momento en que Miguel Strogoff era conducido a presencia del Emir.

Allí, mezclada entre la multitud, lo había visto todo, pero no se le escapó un solo grito cuando el sable, al rojo vivo, pasó ante los ojos de su compañero. Tuvo la fuerza suficiente para permanecer inmóvil y muda. Una providencial inspiración le dijo que reservara su libertad para guiar al hijo de Marfa Strogoff a la meta que había jurado alcanzar. Su corazón, por un momento, dejó de latir cuando la vieja siberiana cayó desmayada, pero un pensamiento le devolvió toda su energía:

«¡Yo seré el lazarillo de este ciego!», se dijo.

Después de la partida de Ivan Ogareff, Nadia permaneció escondida entre las sombras. Había esperado a que la multitud desalojara el anfiteatro en el que Miguel Strogoff, abandonado como un ser miserable del que nada puede temerse, había quedado solo. Le vio arrastrarse hasta su madre, inclinarse hacia ella, besarle la frente y después levantarse y huir tanteando…

Unos instantes después, ella y él, cogidos de la mano, habían descendido del escarpado talud y, siguiendo la margen del Tom hasta el límite de la ciudad, habían franqueado una brecha del recinto.

La ruta de Irkutsk era la única que se dirigía hacia el este. No podía equivocarse.

Nadia hacía caminar rápidamente a Miguel Strogoff porque era posible que al día siguiente, después de algunas horas de orgía, los exploradores del Emir se lanzaran de nuevo por la estepa, cortando toda comunicación. Interesaba, pues, adelantarse a ellos y llegar a Krasnoiarsk, a quinientas verstas (533 kilómetros) de Tomsk y no abandonar la gran ruta más que en caso imprescindible. Lanzarse fuera de la ruta trazada era lanzarse hacia la incertidumbre y lo desconocido; era la muerte a breve plazo.

¿Cómo pudo Nadia soportar la fatiga de aquella noche del 16 al 17 de agosto? ¿Cómo encontró la fortaleza física necesaria para recorrer tan larga etapa? ¿Cómo sus pies, sangrando por una marcha forzada, pudieron conducirla? Es casi incomprensible. Pero no es menos cierto que al día siguiente, doce horas después de su partida de Tomsk, Miguel Strogoff y ella se encontraban en el villorrio de Semilowskoe, habiendo recorrido cincuenta verstas.

Miguel Strogoff no había pronunciado ni una sola palabra. No era Nadia quien sujetaba su mano, sino que era él quien retuvo la de su compañera durante toda la noche; pero gracias a aquella mano que le guiaba únicamente con sus estremecimientos, había podido marchar a paso ordinario.

Semilowskoe estaba casi enteramente abandonado. Los habitantes, temerosos de los tártaros, habían huido a la provincia de Yeniseisk. Apenas dos o tres casas estaban todavía habitadas. Todo lo que la ciudad podía contener de útil o valioso había sido transportado sobre carretas.

Sin embargo, Nadia tenía necesidad de hacer allí un alto de algunas horas porque ambos estaban necesitados de alimento y de reposo.

La joven condujo, pues, a su compañero hacia un extremo del pueblo, donde había una casa vacía con la puerta abierta y entraron en ella. Un banco de madera se hallaba en el centro de la habitación, cerca de ese fogón que es común en todas las viviendas siberianas, y se sentaron en él.

Nadia miró entonces detenidamente la cara de su compañero ciego, como no la había mirado nunca hasta ese momento. En su mirada había mucho más que agradecimiento, mucho más que piedad. Si Miguel Strogoff hubiera podido verla, habría leído en su hermosa y desolada mirada la expresión de una devoción y una ternura infinitas.

Los párpados del ciego, quemados por la hoja incandescente, tapaban a medias sus ojos, absolutamente secos. La esclerótica estaba ligeramente plegada y como encogida; la pupila, singularmente agrandada; el iris parecía tener un azul más pronunciado que anteriormente; las cejas y las pestañas habían quedado socarradas en parte; pero, al menos en apariencia, la mirada tan penetrante del joven no parecía haber sufrido ningún cambio. Si no veía, si su ceguera era completa, era porque la sensibilidad del nervio óptico había sido radicalmente destruida por el calor del acero.

En ese momento, Miguel Strogoff extendió las manos preguntando:

—¿Estás aquí, Nadia?

—Sí —respondió la joven—, estoy a tu lado y no te dejaré nunca, Miguel.

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