—¡Esto no terminará nunca! —dijo Alcide Jolivet.
Y, de hecho, media hora después del comienzo del asalto, los lobos corrían a centenares por encima de los bloques de hielo.
Los fugitivos, extenuados por el cansancio, se debilitaban visiblemente y estaban perdiendo la batalla. En ese momento, un grupo de diez lobos de gran tamaño, enfurecidos por la cólera y el hambre, con los ojos brillantes como ascuas en la sombra, invadieron la plataforma de la balsa. Alcide Jolivet y su compañero se lanzaron en medio de aquellos temibles animales, y Miguel Strogoff, arrastrándose hacia ellos, iba ya a intervenir en la desigual lucha cuando, de pronto, se produjo un cambio de frente.
En varios segundos, los lobos hubieron abandonado, no sólo la balsa, sino también los bloques de hielo esparcidos por el río. Todos, aquellos cuerpos negros se dispersaron y pronto se hizo patente que habían alcanzado la orilla derecha del río a toda velocidad.
Es que los lobos necesitan las tinieblas para actuar y en aquel momento, una intensa claridad iluminaba todo el curso del Angara.
Se trataba de la iluminación de un inmenso incendio. La villa de Poshkavsk ardía enteramente. Esta vez los tártaros estaban allí, rematando su obra. A partir de aquel punto, ocupaban las dos orillas del río hasta Irkutsk.
Los fugitivos llegaban, por tanto, a la zona más peligrosa de su travesía, y todavía se encontraban a treinta verstas de la capital.
Eran las once y media de la noche y la balsa continuaba deslizándose en medio de los hielos, con los cuales se confundía totalmente; pero de vez en cuando llegaban hasta ella grandes chorros de luz, por lo que los fugitivos tuvieron que aplastarse contra la plataforma, no permitiéndose el menor movimiento que pudiera traicionarlos.
El incendio del pueblecito se operaba con una violencia extraordinaria. Sus casas, hechas de madera de pino, ardían como teas y eran ciento cincuenta las que ardían a la vez. A las crepitaciones del incendio se mezclaban los aullidos de los tártaros. El viejo marinero, tomando como punto de apoyo los témpanos cercanos a la balsa, había conseguido acercarla hacia la orilla derecha, separándola a una distancia de tres o cuatrocientos pies de las playas encendidas de Poshkavsk.
Sin embargo, los fugitivos eran muchas veces iluminados por las llamas, y podían ser localizados si los incendiarios no hubiesen estado tan absortos en la destrucción de la villa. Pero se comprenderá cuáles debían de ser los temores de Alcide Jolivet y Harry Blount, cuando pensaban en aquel líquido combustible sobre el que flotaba la balsa.
Porque, efectivamente, grandes haces de chispas salían disparadas de las casas, cada una de las cuales era un verdadero horno ardiendo. En medio de las columnas de humo, las chispas se remontaban en el aire hasta alturas de quinientos o seiscientos pies. Sobre la orilla derecha, expuesta de frente a esta hoguera, los árboles y los acantilados aparecían como inflamados. Por tanto, bastaba que una chispa cayera sobre la superficie del Angara, para que el incendio se propagase sobre las aguas y llevara el desastre de una a otra orilla. Esto significaba, en breve plazo, la destrucción de la balsa y la muerte de quienes transportaba.
Pero, afortunadamente, la débil brisa de la noche no era suficientemente fuerte de ese lado, sino que soplaba con más fuerza del este y proyectaba las llamas y las chispas hacia la parte izquierda. Era, pues, posible que los fugitivos lograran escapar a este nuevo peligro.
Efectivamente, dejaron atrás la población en llamas. Poco a poco fue desapareciendo el estallido del incendio y disminuyó el ruido de las crepitaciones, ocultándose las últimas luces por detrás de los altos acantilados que se elevaban en una brusca curva del Angara.
Era alrededor de medianoche las sombras espesas volvieron a proteger la balsa. Sobre las dos orillas del río iban y venían los tártaros, a los que no podían ver, pero sí oír. Las hogueras de los puestos avanzados brillaban extraordinariamente.
Sin embargo, cada vez se hacía más necesario maniobrar con precisión en medio de los hielos que se iban estrechando.
El viejo marinero se puso de pie y los campesinos tomaron sus pértigas. Todos tenían alguna tarea que realizar porque la conducción de la balsa se volvía más difícil por momentos, al obstruirse visiblemente el curso del río.
Miguel Strogoff se deslizó hasta la proa.
Alcide Jolivet le siguió.
Ambos hombres escucharon lo que decían el viejo marinero y sus hombres:
—¡Vigila por la derecha!
—¡Los hielos se condensan a la izquierda!
—¡Aguanta! ¡Aguanta con la pértiga!
—¡Antes de una hora estaremos bloqueados…!
—¡Dios no lo quiera! —respondió el viejo marinero—. Contra su voluntad no hay nada que hacer.
—¿Ha oído usted? —preguntó Alcide Jolivet.
—Sí —respondió Miguel Strogoff—, pero Dios está con nosotros.
Sin embargo, la situación se agravaba cada vez más. Si la balsa quedaba detenida por el camino, los fugitivos no solamente no llegarían a Irkutsk, sino que se verían obligados a abandonar el aparejo flotante, el cual, aplastado por los témpanos no tardaría en desaparecer bajo sus pies. Las cuerdas de mimbre se romperían, los troncos de pino, separados violentamente se incrustarían bajo aquella dura costra y los desgraciados no tendrían otro refugio que los mismos bloques de hielo. Después, una vez que llegase el día, serían localizados por los tártaros y masacrados sin piedad.
Miguel Strogoff volvió a popa en donde Nadia le esperaba y, aproximándose a la joven, tomó su mano y le hizo la eterna pregunta:
—¿Estás dispuesta, Nadia?
A la cual ella respondió, como siempre:
—Estoy dispuesta.
Durante algunas verstas todavía, la balsa continuó deslizándose en medio de los hielos flotantes. Si el Angara se estrechaba, se formaría una barrera y, consecuentemente, sería imposible seguir deslizándose por la corriente. La deriva ya se hacía muy lentamente, porque a cada instante se producían choques o tenían que dar rodeos; aquí tenían que evitar un abordaje y allá pasar por una estrechura, todo lo cual significaba inquietantes retrasos.
Efectivamente, no quedaba más que algunas horas de oscuridad y si los fugitivos no estaban en Irkutsk antes de las cinco de la madrugada, debían perder todas las esperanzas de llegar jamás.
Pero, pese a cuantos esfuerzos se realizaron, a la una y media la balsa chocó contra una barrera y se detuvo definitivamente. Los bloques de hielo que arrastraba el agua se precipitaban sobre la balsa, aprisionándola contra aquel obstáculo, y la inmovilizaron como si hubiera encallado en un arrecife.
En aquel lugar el Angara se estrechaba y su lecho quedaba reducido a la mitad de la anchura normal. Allí, los hielos se habían acumulado poco a poco, soldándose unos a otros bajo la doble influencia de la presión, que era muy considerable, y del frío, que había redoblado su intensidad.
Quinientos pasos más adelante, el lecho del río se ensancha de nuevo y los bloque, desprendiéndose lentamente de aquel campo helado, continuaban derivando hacia Irkutsk. Es probable, pues, que sin ese estrechamiento de las orillas no se formara la barrera y la balsa hubiese podido continuar descendiendo por la corriente. Pero la desgracia era irreparable y los fugitivos debían abandonar toda esperanza de llegar a su meta.
Si hubieran tenido a su disposición los útiles que emplean ordinariamente los balleneros para abrirse canales a través de los hielos; si hubieran podido cortar ese campo helado hasta el punto donde se ensancha de nuevo el río, es posible que aún hubiera llegado a tiempo. Pero no tenían sierras, ni picos, ni herramienta alguna que les permitiera romper aquella corteza, dura como el cemento.
¿Qué partido tomar?
En ese momento se oyeron descargas de fusil procedentes de la orilla derecha del Angara y una lluvia de balas alcanzó la balsa.
Evidentemente, los desgraciados fugitivos habían sido localizados, porque otras detonaciones comenzaron a tronar desde la orilla izquierda.
Los fugitivos, cogidos entre dos fuegos, se convirtieron en el blanco de los tártaros y algunos de ellos fueron heridos, pese a que en medio de la oscuridad, las armas tenían que ser disparadas necesariamente al albur.
—Ven, Nadia —murmuró Miguel Strogoff al oído de la joven.
Sin hacer observación alguna, «dispuesta a todo», Nadia tomó la mano de Miguel Strogoff.
—Se trata de atravesar la barrera —le dijo en voz baja—, pero que nadie nos vea abandonar la balsa.
Nadia obedeció. Miguel Strogoff y ella se deslizaron con rapidez por la superficie helada del rio, amparándose en la profunda oscuridad que reinaba, únicamente rota en algunos puntos por los disparos de los tártaros.
La joven se arrastraba delante del correo del Zar. Las balas hacían impacto alrededor de ellos, como una violenta granizada que crepitaba sobre el hielo, cuya superficie escabrosa y erizada de vivas aristas les dejaba las manos ensangrentadas, pero ellos continuaban avanzando.
Diez minutos más tarde llegaban al extremo inferior de la barrera, en donde las aguas del Angara volvían a discurrir libremente. Algunos bloques se desprendían, poco a poco, reemprendiendo el curso del río, y deslizándose hacia Irkutsk.
Nadia comprendió lo que quería intentar Miguel Strogoff y se dirigió a uno de aquellos bloques que sólo estaba unido a la barrera por una estrecha lengua.
—Ven —dijo Nadia.
Miguel Strogoff y Nadia oían los disparos, los gritos de desesperación, los aullidos de los tártaros, que se dejaban oír río arriba. Después, poco a poco, aquellos gritos de profunda angustia y de feroz alegría, se fueron apagando en la lejanía.
—¡Pobres compañeros! —murmuró Nadia.
Durante media hora, la corriente arrastró rápidamente el bloque de hielo que transportaba a Miguel Strogoff y Nadia. A cada momento temían que se hundiera bajo ellos, pero aquella improvisada balsa seguía en la superficie, deslizándose por el centro de la corriente, de forma que no les sería necesario imprimirle una dirección oblicua hasta que tuvieran que acercarse a los muelles de Irkutsk.
Miguel Strogoff, con los dientes apretados y el oído atento, no pronunciaba una sola palabra. ¡Nunca había estado tan cerca del objetivo y presentía que iba a alcanzarlo…!
A la derecha brillaban las luces de Irkutsk y a la izquierda las hogueras del campamento tártaro.
Miguel Strogoff no se encontraba más que a media versta de la ciudad.
—¡Por fin! —murmuró.
Pero, de pronto, Nadia lanzó un grito.
Al oírlo, Miguel Strogoff se enderezó sobre el bloque, haciéndolo balancearse. Su mano señaló hacia lo alto del curso del Angara; su rostro, iluminado por reflejos azulados, adquirió un siniestro aspecto y, entonces, como si sus ojos se hubieran abierto de nuevo a la luz, gritó:
—¡Ah! ¡Dios mismo está contra nosotros!
Irkutsk, capital de Siberia oriental, es una ciudad que, en tiempos normales, está poblada por unos treinta mil habitantes. Una margen bastante alta que se levanta sobre la orilla derecha del Angara sirve de asiento a sus iglesias, a las que domina una catedral, y sus casas, dispuestas en un pintoresco desorden.
Contemplada a cierta distancia, desde lo alto de las montañas que se elevan a una veintena de verstas sobre la gran ruta siberiana, con sus cúpulas, sus campanarios, sus agujas, esbeltas como minaretes, y sus domos, ventrudos como tibores japoneses, la ciudad tiene aspecto un tanto oriental.
Pero a los ojos del viajero, esta impresión desaparece desde el mismo instante en que traspasa la entrada de la ciudad. Entonces, Irkutsk, mitad bizantina, mitad china, se convierte en totalmente europea, con sus calles pavimentadas con macadán, bordeadas de aceras atravesadas por canales y sombreadas por gigantescos abedules; por sus casas de piedra y de madera, algunas de las cuales tienen varios pisos; por los numerosos carruajes que circulan por ella, no sólo tarentas y telegas, sino berlinas y calesas; y, en fin, por toda la categoría de sus habitantes, muy al corriente de todos los progresos de la civilización, a los que no resultan extrañas las más modernas modas procedentes de París.
En esta época, Irkutsk estaba abarrotada de gente a causa de todos los refugiados siberianos de la provincia, aunque abundaban las reservas de todo tipo, por el depósito de los innumerables mercaderes que realizan sus intercambios comerciales entre China, Asia central y Europa. No había, pues, nada que temer al admitir a los campesinos del valle del Angar, a los mongoles kalkas, a los tunguzes y a los burets, dejando un desierto entre los invasores y la ciudad.
Irkutsk es la residencia del gobernador general de Siberia oriental. Por debajo de él se encuentra el gobierno civil, en cuyas manos se concentra la administración de la provincia, el jefe de policía, muy atareado siempre en una ciudad en la que abundan los exiliados políticos, y, finalmente, el alcalde, jefe de los mercaderes, persona muy considerada por su inmensa fortuna y por la influencia que ejerce sobre sus administrados.
La guarnición de Irkutsk estaba compuesta entonces por un regimiento de cosacos a pie, que contaba alrededor de dos mil hombres, y por un cuerpo permanente de gendarmes, que llevan casco y uniforme azul con galones plateados.
Además, como ya se sabe, a causa de unas especiales circunstancias, el hermano del Zar se encontraba en la ciudad desde el comienzo de la invasión.
Vamos a precisar estas circunstancias.
Un viaje de importancia política había llevado al Gran Duque a esas lejanas provincias de Asia central.
El Gran Duque, después de haber recorrido las principales ciudades siberianas, viajando más como militar que como príncipe, sin ningún aparato oficial, acompañado de sus oficiales y escoltado por un destacamento de cosacos, se había trasladado hasta las comarcas que están más allá del Baikal. Nikolaevsk, la última ciudad rusa situada en el litoral del mar de Okhotsk, había sido honrada con su visita.
Una vez llegado hasta los confines del inmenso Imperio, el Gran Duque regresaba a Irkutsk, desde donde contaba con reemprender la ruta de regreso a Europa, cuando llegaron las noticias de la invasión tan amenazadora como inesperada. Se dio prisa por llegar a la ciudad, pero cuando llegó, las comunicaciones con Rusia iban a quedar inmediatamente interrumpidas. Recibió todavía algunos mensajes de Petersburgo y de Moscú, y hasta pudo contestarlos, pero después el hilo quedó cortado en las circunstancias que ya conocemos.